El tango de la Guardia Vieja (38 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—No sé. Nosotros…

—No hablo de nosotros —había recobrado el recelo—. Te pregunto otra vez qué buscas aquí, en Niza… En casa de Suzi Ferriol.

—Asia Schwarzenberg…

—Sé quién es la baronesa. No podéis ser pareja. No te cuadra.

—Es una antigua conocida. Hay ciertas coincidencias.

—Oye, Max. Suzi es mi amiga. No sé qué pretendes, pero espero que nada tenga que ver con ella.

—No pretendo nada. Con nadie. Te dije que hago otra clase de vida.

—Mejor así. Porque estoy dispuesta a denunciarte a la menor sospecha.

Reía él casi entre dientes. Inseguro.

—Tú no harías eso —aventuró.

—No corras el riesgo de comprobarlo. Ésta no es la pista de baile del
Cap Polonio
.

Dio un paso hacia la mujer. No era calculado, esa vez. Había un impulso sincero en ello.

—Mecha…

—No te acerques.

Se había quitado la chaqueta, dejándola caer al suelo. Una mancha oscura a los pies de Max. El chal blanco retrocedía muy despacio, fantasmal, entre las sombras de los pinos.

—Quiero que desaparezcas de mi vida y de la de aquellos a quienes conozco. Ahora.

Mientras él se incorporaba con la chaqueta en las manos, sonó el encendido del motor del Citroën y los faros lo deslumbraron, proyectando la silueta de Max en el parapeto de piedra. Después los neumáticos chirriaron sobre la gravilla del camino y el automóvil se alejó en dirección a Niza.

Fue una caminata larga, incómoda, de regreso al hotel siguiendo la carretera desde el Lazareto al puerto, subida la solapa del smoking para protegerse del frío del amanecer. Entre las sombras del muelle Cassini, Max tuvo la fortuna de encontrar un fiacre con el cochero dormido en el pescante, y sentado bajo la capota de lona remontó la cuesta de Rauba-Capeù adormecido con el balanceo, oyendo resonar los cascos del caballo en el firme de alquitrán mientras una franja violeta empezaba a separar las manchas oscuras de mar y cielo. También ésta es la historia de mi vida, pensó, o parte de ella: buscar un taxi de madrugada oliendo a mujer o a noche perdida, sin que una cosa contradiga la otra. En contraste con las pocas luces que iluminaban el puerto y las afueras de la ciudad, al rodear la colina del castillo se mostró ante sus ojos la curva lejana de las farolas iluminadas del Paseo de los Ingleses, que parecía prolongarse hasta el infinito. A la altura de las Ponchettes sintió hambre y necesidad de fumar, así que despidió al cochero, pasó bajo los arcos del paseo Saleya y anduvo entre el olor a camposanto de los restos del mercado de flores, bajo las ramas oscuras de los plátanos jóvenes, en busca de algún café de los que allí abrían muy temprano.

Pagó doce francos por un paquete de Gauloises y tres por una taza de café y una rebanada de pan con nata de leche recién hervida, y después se quedó junto a una ventana que daba a la calle, fumando mientras las sombras del exterior se tornaban grises y dos empleados municipales, tras barrer las flores, tallos y pétalos secos, conectaban una manguera con larga boquilla de cobre y regaban el suelo. Reflexionó Max sobre los acontecimientos de la noche pasada y los sucesos que habían de ocurrir en días futuros, intentando situar en dimensiones razonables el factor imprevisto que Mecha Inzunza acababa de introducir, de modo inesperado, en sus planes y su vida. Para recobrar el control de actos y sentimientos procuró concentrarse en los detalles técnicos de cuanto lo esperaba; en la disciplina de los peligros y variantes posibles. Sólo así podría, se dijo. Sólo de ese modo haría frente al desconcierto, al riesgo de cometer errores que lo abocasen al desastre. Pensó en los agentes italianos, en el hombre que se hacía llamar Fito Mostaza, y se removió incómodo en la silla, cual si el frío del amanecer penetrara en su cuerpo a través del cristal de la ventana. Era demasiado lo que había en juego, concluyó, para que Mecha Inzunza, su recuerdo y sus consecuencias, le nublaran el juicio. Para que lo ocurrido nueve años atrás y lo ocurrido aquella misma noche, en inoportuna combinación, alterasen un pulso que necesitaba firme para tantas otras cosas.

Durante cinco minutos consideró la posibilidad de una fuga. Ir al hotel, hacer el equipaje y poner tierra de por medio rumbo a otros cazaderos, en espera de mejores tiempos. Dándole vueltas a esa posibilidad miró en torno, en demanda de ideas. Buscaba viejas seguridades, certezas útiles en su pintoresco oficio y azarosa vida. Había clavados con chinchetas en la pared dos carteles turísticos, uno de los ferrocarriles franceses y otro de la Costa Azul. Max se los quedó mirando con un cigarrillo colgado de los labios y los ojos entornados, pensativo. Le gustaban mucho los trenes —más que los transatlánticos o la elitista y cerrada sociedad de los aviones comerciales— con su eterna oferta de aventura, la vida en suspenso entre una estación y otra, la posibilidad de establecer contactos lucrativos, la clientela distinguida de los vagones restaurante. Fumar tumbado en la estrecha litera del departamento de un coche cama, solo o en compañía de una mujer, escuchando el sonido de las ruedas en las juntas de los raíles. De uno de los últimos coches cama de que tenía memoria —Orient Express, trayecto de Estambul a Viena—, había bajado a las cuatro de una fría madrugada en la estación de Bucarest, tras vestirse con sigilo y cerrar silenciosamente la puerta del departamento que daba al pasillo del vagón, dejando atrás su maleta y un pasaporte falso en la garita del revisor, con joyas por valor de dos mil libras esterlinas abultándole en los bolsillos del abrigo. Y en lo referente al segundo cartel, mientras lo contemplaba se le dibujó una sonrisa. Reconocía el lugar desde el que el artista había hecho la ilustración: un mirador entre pinos con vistas al golfo Juan, donde se apreciaba una porción de terreno que, año y medio atrás, con una pingüe comisión como intermediario y la complicidad de un viejo amigo húngaro llamado Sándor Esterházy, Max había ayudado a vender a una adinerada norteamericana —la señora Zundel, propietaria de Zundel & Strauss, Santa Bárbara, California—; convenciéndola, en el curso de una relación íntima alimentada con ruleta de casino, tangos y claros de luna, de lo oportuno de invertir cuatro millones de francos en aquel terreno junto al mar. Omitiendo el detalle, importante, de que una franja costera de cien metros de anchura, que separaba la parcela de la playa, pertenecía a otros propietarios y no venía incluida en el lote.

No iba a irse, concluyó. El mundo se estrechaba demasiado, y las palabras
irse lejos
tenían cada vez menos sentido. Aquél era tan buen lugar como cualquiera, e incluso mejor: clima templado y vecindad idónea. Si estallaba una guerra en Europa, sería buen sitio para capear la tormenta o hacerla rentable. Max conocía a fondo el terreno, estaba limpio de antecedentes locales, y en cualquier parte del mundo encontraría los mismos policías, amenazas y peligros. Toda oportunidad tenía su coste, decidió. Su ruleta por girar. Eso incluía las cartas del conde Ciano a Tomás Ferriol, la sonrisa peligrosa de Fito Mostaza y la inquietante seriedad de los espías italianos. Y desde hacía unas horas, como asunto sin resolver, también a Mecha Inzunza.

La vie est brève
:

un peu de rêve
,

un peu d’amour
.

Fini! Bonjour!

Canturreó entre dientes, abstraído. Fatalista. Nadie dijo que fuera fácil dejar atrás la humilde casa de inquilinato en el barrio de Barracas, la cuesta africana flanqueada por cadáveres resecos donde ni siquiera las hienas tenían humor para reír. Cierta clase de hombres —y él era uno de ellos— no tenía más alternativa que los caminos sin retorno. Los viajes inciertos sin billete de vuelta. Con ese pensamiento, apuró el resto del café y se puso en pie mientras el viejo aplomo profesional, forjado en sí mismo, retornaba de nuevo. Un tiempo atrás, Maurizio, el conserje del hotel Danieli de Venecia, que durante cuarenta años había visto detenerse ante su mostrador y pedir la llave a los hombres y mujeres más ricos del mundo, lo había dicho mientras se guardaba la espléndida propina que Max acababa de darle: «La única tentación seria es la mujer, señor Costa. ¿No le parece? Todo lo demás es negociable».

Un poco de sueños
,

un poco de amor

Salió del café sin prisa, las manos en los bolsillos y otro cigarrillo en la boca, caminando hasta la parada del tranvía sobre el suelo mojado que reflejaba la luz gris del amanecer. Es agradable ser feliz, pensó. Y saberlo mientras lo eres. El paseo Saleya no olía ya a flores secas, sino a adoquines húmedos y a árboles jóvenes de los que goteaba el rocío de la mañana.

Sentado entre el público, bajo los querubines y el cielo azul pintados en el techo del salón del hotel Vittoria, Max sigue el desarrollo de la partida en el tablero mural donde se reproducen los movimientos de los jugadores. Desde que sonó el último chasquido del reloj —la decimotercera jugada de Jorge Keller—, el silencio es absoluto. La suave luz principal, que ilumina el estrado donde están la mesa, dos sillas, el tablero y los ajedrecistas, deja casi en penumbra el resto del recinto. Atardece afuera, y las ramas de los árboles de la carretera que baja al puerto de Sorrento, visibles sobre el acantilado a través de los grandes ventanales, se tiñen de claridad rojiza.

Max no ha logrado penetrar en los detalles de la partida que se desarrolla ante sus ojos. Sabe, porque Mecha Inzunza se lo ha contado, que Jorge Keller, que juega con negras, debe hacer determinados movimientos de peón y alfil, preludio de otros más arriesgados y complejos. Será ahí donde comiencen las posibilidades de respuesta previstas, según la información de que disponga Sokolov si ésta llega a través del análisis de Irina. Tras el sacrificio de ese peón por parte de Keller, su adversario deberá esperar un peligroso ataque con un alfil sobre un caballo —que Max cree identificar como el situado en el lado izquierdo de las piezas blancas sobre el tablero—; en cuyo caso, la respuesta para prevenir y combatir la maniobra sería adelantar dos casillas uno de los peones blancos.

—Esas dos casillas delatarían a Irina —resumió Mecha por la tarde, cuando se encontraron en el vestíbulo antes de que empezase la partida—. Y cualquier otra jugada apuntaría en dirección a Karapetian.

A la derecha de Max, con su único ojo fijo en el panel con la situación de las piezas, el
capitano
Tedesco fuma utilizando un cucurucho de papel como cenicero. De vez en cuando, a instancias de Max, se inclina hacia éste para comentar en voz baja alguna posición o jugada. Junto a él, con las manos enlazadas y los pulgares girando, Lambertucci —que se ha puesto chaqueta y corbata para el evento— sigue con intensa atención los pormenores de la partida.

—Sokolov tiene un dominio absoluto del centro —dice Tedesco en voz muy baja—. Sólo si Keller libera su alfil hay posibilidades de alterar la situación, me parece.

—¿Y lo hará?

—Hasta ahí no llego. Esos tipos son capaces de ir muchas jugadas por delante de lo que yo pueda imaginar.

Lambertucci, que escucha a su amigo, lo confirma en otro susurro:

—Se ve venir un golpe de los típicos en Keller. Y sí. Como consiga avanzar, ese alfil trae olor a pólvora.

—¿Y qué hay del peón negro? —se interesa Max.

Los otros contemplan el panel y lo miran a él, confusos.

—¿Qué peón? —pregunta el
capitano
.

Más que el tablero, donde se desarrollan fuerzas desconocidas cuyos mecanismos ignora, observa Max a los jugadores. Sokolov, con un cigarrillo consumiéndose entre sus dedos amarillentos de nicotina, inclina la cabeza rubia y triste mientras sus húmedos ojos azules estudian la posición de las piezas. Por su parte, Jorge Keller no está frente al tablero. Flojo el nudo de la corbata, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, acaba de levantarse —Max ha comprobado que suele hacerlo durante las esperas largas, para desentumecerse— y da unos pasos con las manos metidas en los bolsillos, el aire abstraído, contemplando el suelo como si lo midiera con pasos largos de sus zapatillas deportivas. Al comienzo de la partida entró decidido, sin mirar a nadie, con su habitual botella de naranjada. Dio la mano al adversario, que aguardaba sentado, puso la botella en la mesa, observó cómo Sokolov hacía su apertura, y movió un peón. La mayor parte del tiempo permanece inmóvil, inclinada la cabeza hasta apoyar la frente en los brazos cruzados ante el tablero, bebe un trago de naranjada directamente de la botella o se levanta para dar unos pasos, como hace ahora. Por su parte, el ruso no ha dejado su asiento ni una sola vez. Recostado en el respaldo, mirándose a menudo las manos como si le resultara innecesario el tablero, juega con extrema calma: reposado, sereno, justificando su apodo de La Muralla Soviética.

Un suave toque de fieltro sobre madera, seguido del chasquido del reloj cuando Sokolov toca el resorte que hace correr el tiempo de su adversario, devuelven a Keller a su silla. Un murmullo contenido, casi inaudible, recorre la sala. El joven mira el peón negro que su adversario acaba de arrebatarle, puesto a un lado con las otras piezas comidas. Reproducido al instante en el panel por el ayudante del árbitro, el movimiento del ruso parece dejar vía libre a uno de los alfiles de Keller, hasta ese momento bloqueado.

—Mala cosa para él —cuchichea el
capitano
—. Creo que el ruso ha cometido un error.

Max mira a Mecha, sentada en la primera fila, sin alcanzar a verle el rostro: sólo el pelo corto y plateado, la cabeza inmóvil. A su lado entrevé el perfil de Irina. Los ojos de la muchacha no están atentos al panel, sino al tablero y a los jugadores. En el asiento contiguo, Emil Karapetian mira con la boca entreabierta y expresión absorta. Al extremo de la primera fila y ocupando parte de la segunda, la delegación soviética se agrupa en pleno: docena y media de individuos, cuenta Max. Observándolos uno por uno —ropa pasada de moda en Occidente, camisas blancas, corbatas estrechas, cigarrillos humeantes, rostros inescrutables—, es inevitable preguntarse cuántos de ellos trabajan para el Kagebé. O si alguno de ellos no lo hace.

No han transcurrido cinco minutos desde el último movimiento del ruso cuando Keller avanza el alfil hasta las cercanías de un peón y un caballo blancos.

—Allá va —murmura Tedesco, expectante.

—Jugándose el tipo —cuchichea Lambertucci—. Pero fijaos en la sangre fría del ruso. Ni parpadea.

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