—Dios mío —comenta ella—. Realmente vas a hacerlo.
Lo ha dicho pensativa, admirada, como si hasta ese momento no hubiese creído del todo en las promesas de Max.
—Claro —responde él con sencillez.
No hay nada de artificial ni de fingido en su tono. Tampoco busca adornarse hoy con una vitola heroica. Desde que tomó la decisión y encontró la manera de actuar, o creyó encontrarla, se halla en un estado de calma interior. De fatalismo técnico. Los viejos modos, los gestos que en otro tiempo iban asociados a la juventud y el vigor, le han devuelto en las últimas horas una asombrosa seguridad. Una paz placentera, antigua, renovada, donde los riesgos de la aventura, los peligros de un error o un golpe de infortunio, se desdibujan en la intensidad de lo inminente. Ni siquiera Mecha Inzunza, Jorge Keller o el libro de ajedrez de Mijaíl Sokolov ocupan lo principal de su pensamiento. Lo que cuenta es el desafío que Max Costa —o quien en otro tiempo llegó a ser— arroja al rostro envejecido del hombre de cabello gris que a ratos lo contempla, escéptico, desde el otro lado del espejo.
Ella sigue observándolo con atención. Una mirada nueva, cree advertir Max. O quizá una mirada que ya juzgaba imposible.
—La partida empieza a las seis —dice al fin—. Tendrás dos horas de oscuridad, si todo va bien. Con suerte, tal vez más.
—¿Y tal vez menos?
—Puede.
—¿Sabe tu hijo lo que voy a hacer?
—No.
—¿Y Karapetian?
—Tampoco.
—¿Qué pasa con Irina?
—Han preparado con ella una apertura que luego no se ejecutará, o no del todo. Los rusos creerán que Jorge cambió de plan a última hora.
—¿No los hará sospechar?
—No.
Ella toca la cuerda de montañero como si le sugiriese situaciones insólitas que no imaginó hasta ahora. De pronto parece preocupada.
—Oye, Max… Lo que has dicho antes es cierto. La partida puede acabar antes de lo previsto. Un inesperado empate por jaque continuo, un abandono… Eso te expondría a estar todavía allí cuando Sokolov y su gente regresen.
—Entiendo.
Mecha parece dudar un poco más.
—Si ves que las cosas se complican, olvídate del libro —dice al fin—. Sal de allí cuanto antes.
Él la mira con agradecimiento. Le gusta haber escuchado eso. Esta vez, su espíritu de viejo farsante no elude la tentación de componer una sonrisa adecuada y estoica.
—Confío en que sea una partida larga —dice—. Con análisis post mórtem, como decís vosotros.
Ella mira la bolsa de herramientas. Contiene media docena de instrumentos útiles, incluida una punta de diamante para cortar cristal.
—¿Por qué lo haces, Max?
—Es mi hijo —responde sin pensar—. Tú lo dijiste.
—Mientes. No te importa en absoluto que lo sea o no.
—Quizá te lo debo.
—¿Deber?… ¿Tú?
—Puede que te amara, entonces.
—¿En Niza?
—Siempre.
—Extraño modo, amigo mío… Extraño entonces y ahora.
Mecha se ha sentado en la cama, junto al equipo de Max. De pronto, él siente el impulso de explicar de nuevo lo que ella sabe de sobra. De permitir que aflore un poco del antiguo rencor.
—Nunca te preguntaste cómo ve el mundo la gente sin dinero, ¿verdad?… Cómo abre cada mañana los ojos y se enfrenta a la vida.
Lo mira, sorprendida. No hay aspereza en el tono de Max, sino una certeza fría. Objetiva.
—Tú nunca sentiste la tentación —sigue diciendo él— de hacer una guerra particular contra los que duermen tranquilos sin angustiarse por lo que comerán mañana… Contra los que se acercan cuando te necesitan, te elevan cuando les conviene y luego no te dejan mantener erguida la cabeza.
Max ha ido hasta la ventana y señala el paisaje de Sorrento y las lujosas villas escalonadas en el verdor de la punta del Capo.
—Yo sí tuve la tentación —añade—. Y hubo un tiempo en que creí poder ganar. Dejar de verme zarandeado en mitad de este carnaval absurdo… Tocar cuero de calidad en los asientos de automóviles de lujo, beber champaña en copas de cristal fino, acariciar a mujeres bellas… Todo lo que tus dos maridos y tú misma tuvisteis desde el principio, por simple y estúpido azar.
Se interrumpe un momento, volviéndose a mirarla. Desde allí, con aquella luz, sentada en la cama, casi parece bella de nuevo.
—Por eso nunca tuvo la menor importancia que te amara, o no.
—Para mí la habría tenido.
—Podías permitirte ese lujo. También ése. Yo tenía otras cosas de qué ocuparme. Amar no era la más urgente.
—¿Y ahora?
Se acerca a ella con aire resignado.
—Te lo dije hace dos días. Fracasé. Ahora tengo sesenta y cuatro años, estoy cansado y tengo miedo.
—Comprendo… Sí, naturalmente. Lo haces por ti. Por lo mismo que te trajo a este hotel. Ni siquiera soy yo, en realidad. La causa.
Max se ha sentado junto a la mujer, en el borde de la cama.
—Sí lo eres —objeta—. De forma indirecta, tal vez. Es lo que fuiste y lo que llegamos a ser… Lo que fui.
Ella lo mira casi con dulzura.
—¿Cómo viviste estos años?
—¿Los del fracaso?… Replegándome despacio hasta donde me ves. Como un ejército derrotado que combate mientras se deshace poco a poco.
Durante un momento, por simple hábito, Max siente el impulso de acompañar esas palabras con media sonrisa heroica; pero renuncia a ello. Es innecesario. Todo cuanto ha dicho es cierto, por otra parte. Y sabe que ella lo sabe.
—Después de la guerra tuve una época buena —prosigue—. Todo eran negocios, reconstrucción, nuevas posibilidades. Pero fue un espejismo. Salía a escena otro tipo de gente. Otra clase de canallas. No mejores, sino más burdos. Hasta se volvió rentable ser grosero, según en qué sitios… Me costó adaptarme y cometí algunos errores. Confié en quien no debía.
—¿Fuiste a prisión?
—Sí, pero eso no tuvo importancia. Era mi mundo el que estaba desapareciendo. Mejor dicho: había desaparecido ya cuando apenas lo rozaba con los dedos. Y no me di cuenta.
Todavía habla un poco más sobre ello, sentado muy cerca de la mujer que escucha atenta. Diez o quince años resumidos en pocas palabras: el relato objetivo y sucinto de un crepúsculo. Los regímenes comunistas, añade, acabaron con los viejos escenarios familiares de Europa central y los Balcanes, así que volvió a probar suerte en España y Sudamérica, sin éxito. Otra oportunidad la tuvo en Estambul, donde se asoció con un propietario de bares, cafés y cabarets; aunque tampoco terminó bien. Luego estuvo un tiempo en Roma como acompañante maduro de señoras; una especie de gancho elegante para turistas americanas y actrices extranjeras de poca monta: el Strega y el Doney en via Veneto, el restaurante Da Fortunato junto al Panteón, el Rugantino en el Trastévere, o escoltándolas de compras por via Condotti, a comisión.
—El último golpe de relativa suerte lo tuve hace unos años, en Portofino —concluye—. O creí tenerlo. Conseguí tres millones y medio de liras.
—¿De una mujer?
—Los conseguí, eso basta. Dos días después llegué a Montecarlo, alojándome en un hotel barato. Tenía una corazonada. Esa misma noche fui al casino y me llené los bolsillos con fichas. Empecé ganando, y quise ir fuerte. Me dieron doce contras seguidos y me levanté de la mesa temblando.
Mecha lo observa atenta. Asombrada.
—¿Perdiste todo allí, de esa manera?
En socorro de Max acude la vieja sonrisa de hombre de mundo, evocadora y cómplice de sí misma.
—Aún me quedaban dos fichas de quince mil francos, así que pasé a una ruleta de otra sala, intentando recobrarme. Ya rodaba la bolita y yo estaba con las fichas en la mano, sin decidirme. Me decidí al fin, y allí se quedó todo… A los seis meses de aquello estaba en Sorrento, trabajando de chófer.
La sonrisa se le ha ido esfumando despacio. Ahora le enfría los labios una desolación infinita.
—Estoy cansado, te dije antes. Pero no dije cuánto.
—También dijiste que tenías miedo.
—Hoy tengo menos. O eso creo.
—¿Sabes que tu edad coincide exactamente con el número de casillas de un tablero de ajedrez?
—No había caído.
—Pues es cierto. ¿Qué te parece?… Puede ser una buena señal.
—O mala. Como en aquella historia de mi última ruleta.
Mecha se queda un momento en silencio. Después inclina la cabeza, mirándose las manos moteadas por el tiempo.
—Una vez, en Buenos Aires, hace quince años, vi a un hombre que se te parecía. Caminaba y se movía igual. Estaba sentada en el bar del Alvear con unos amigos y lo vi salir del ascensor… Dejándolos a todos atónitos, cogí mi abrigo y fui tras él. Durante quince minutos creí que realmente eras tú. Lo seguí hasta la Recoleta y lo vi meterse en la Biela, el café de automovilistas que hay en la esquina. Entré detrás. Estaba sentado junto a una de las ventanas, y mientras me acercaba alzó la vista y me miró… Entonces supe que no eras tú. Pasé de largo, salí por la otra puerta y regresé al hotel.
—¿Es todo?
—Es todo. Pero el corazón parecía que iba a salírseme del pecho.
Se miran de cerca, con intensidad tranquila. En otro tiempo y otra vida anterior, piensa él, acodados en la barra de un bar elegante, sería el momento de pedir otra copa o de besarse. Ella lo besa. Con mucha suavidad, acercando el rostro despacio. En la mejilla.
—Ten cuidado esta noche, Max.
El arco de luces eléctricas del Paseo de los Ingleses se alejaba en el espejo retrovisor, delimitando la oscuridad brumosa de la bahía de Niza. Pasados el Lazareto y La Réserve, Max detuvo el coche en el mirador junto al mar, desconectó el limpiaparabrisas y apagó los faros. El agua que caía entre las copas de los pinos repiqueteaba sobre el capó del Peugeot 201 que había alquilado sin conductor aquella misma tarde. Tras consultar el reloj de pulsera a la luz de un fósforo, permaneció inmóvil fumando un cigarrillo mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. La carretera que bordeaba el monte Boron estaba desierta.
Se decidió al fin. Tiró el cigarrillo y salió del coche con la pesada bolsa de herramientas colgada del hombro y un paquete bajo el brazo, goteante el sombrero, abrochándose hasta el cuello el impermeable de hule oscuro sobre la ropa que era toda negra, jersey y pantalón, excepto unos Keds de lona con suela de goma, habitualmente cómodos, que se empaparon a los primeros pasos. Anduvo por la carretera, encorvado bajo la lluvia; y al llegar cerca de las villas que se adivinaban en la oscuridad, se detuvo para orientarse. Había un único punto de luz cercano: el halo húmedo de un farol eléctrico encendido ante una casa de muros altos. Para esquivarlo, salió de la carretera y tomó una senda baja que discurría entre pitas y arbustos, tanteando con las manos para no dar un mal paso y caer al agua que la marejada agitaba a sus pies contra las rocas. Por dos veces se clavó espinas en los dedos, y al chupar las heridas advirtió el sabor de la sangre. La lluvia lo incomodaba mucho, pero había aflojado algo cuando dejó la senda para subir de nuevo hacia la carretera. La luz quedaba ahora atrás, débil, recortando en contraluz la esquina de una pared rocosa. Y a treinta pasos se alzaba, sombría, la casa de Susana Ferriol.
Se acuclilló junto al muro de ladrillo, bajo las formas oscuras de unas palmeras. Luego deshizo el paquete, que era una manta de lana gruesa, y tras ceñirse manta y bolsa para que no estorbaran, trepó abrazado a un tronco húmedo. La distancia entre éste y el muro no llegaba a un metro; pero antes de franquearla echó la manta doblada sobre la parte superior del muro, que estaba erizada con trozos de botellas rotas. Después saltó sobre ella, sintió bajo la manta las aristas de vidrio ahora inofensivas, y se dejó caer al otro lado, rodando para desviar la fuerza del impacto y no lastimarse las piernas. Se levantó empapado mientras se sacudía el agua y el barro. Una pequeña luz brillaba lejos, entre los árboles y plantas del jardín, iluminando la verja que daba a la carretera, la garita del guardián y el sendero de gravilla que conducía a la rotonda de la entrada principal. Manteniéndose lejos de esa zona iluminada, Max rodeó la casa por la parte de atrás. Caminaba con precaución, pues no quería hacer demasiado ruido al chapotear en los charcos o tropezar con arriates de flores y macetones con plantas. Con la lluvia y el barro, pensó, iba a dejar huellas por todas partes, dentro y fuera de la casa, incluidas las de los neumáticos del Peugeot en el mirador cercano. Seguía pensando en ello, inquieto, mientras se despojaba del impermeable y el sombrero al resguardo de un pequeño porche, bajo la ventana que tenía planeado forzar. Por mucho que tardara Susana Ferriol en regresar de la cena en Cimiez, de ningún modo pasaría inadvertida su intrusión. No obstante, con la suerte adecuada, cuando acudiese la policía y estudiaran el rastro, él planeaba estar lejos de allí.
Acaba de anochecer en Sorrento. La luna no ha salido todavía, y eso beneficia los planes de Max. Cuando baja de su habitación del Vittoria con una bolsa grande de viaje en la mano y una chaqueta de vestir sobre la ropa oscura, el conserje de guardia, ocupado en clasificar correspondencia y ponerla en los casilleros, apenas repara en él. Vestíbulo y escalera que lleva al jardín se ven desiertos, pues la atención de todos está centrada en la partida que Keller y Sokolov juegan en el salón del hotel. Una vez fuera, Max pasa junto a una camioneta de la RAI, llega al jardín y se aleja con desenvoltura por el camino que conduce a la verja exterior y la plaza Tasso. A mitad del recorrido, cuando alcanza a ver las luces del tráfico y las farolas de la plaza, se aparta a un lado buscando el templete desde el que hace dos días vigiló los apartamentos que ocupa la delegación rusa. Ahora el edificio está casi a oscuras: sólo hay un farol encendido sobre la puerta principal y una ventana iluminada en el segundo piso.
Su corazón late molesto, demasiado rápido. Desbocado como si Max acabara de tomarse diez cafés. En realidad, lo que tomó hace media hora son dos pastillas de Maxitón compradas sin receta, pero con sonrisa adecuadamente respetable, en una farmacia del corso Italia; convencido de que en las próximas horas no vendrán mal unas reservas de energía y lucidez extras. Aun así, mientras respira hondo y aguarda inmóvil, procurando serenar el corazón, la oscuridad en torno, el desafío de lo que se propone, la certeza de la edad que oprime bronquios y endurece arterias, le infligen una desazón próxima a la congoja. Una incertidumbre que linda con el miedo. En la soledad y las sombras del jardín, cada paso de los que tiene previstos parece ahora un disparate. Durante un rato permanece quieto, abrumado, hasta que el desorden de los latidos parece calmarse un poco. Hay que decidir, piensa al fin. Retroceder o ir adelante. Porque no sobra el tiempo. Con ademán resignado, descorre la cremallera de la bolsa y saca la mochila que lleva dentro; abre ésta y se quita los zapatos de calle para sustituirlos por las zapatillas teñidas con betún. También se quita la chaqueta, la mete en la bolsa con los zapatos y esconde ésta en los arbustos. Ahora está completamente vestido de negro, y disimula la mancha clara de su cabello gris anudándose en la cabeza un pañuelo de seda oscura. También se pasa por la cintura una gaza de cuerda de nylon con un mosquetón de acero, para asegurarse en caso de fatiga durante la ascensión. Menudo aspecto ridículo debo de tener así, piensa con una mueca sarcástica. A mis años, jugando a
cambrioleur
de élite. Cristo bendito. Si me viera el doctor Hugentobler: su estimado chófer, escalando paredes. Luego, resignado a lo inevitable, se cuelga la mochila a la espalda, mira a uno y otro lado, sale del templete y se acerca al edificio buscando la sombra más densa de los limoneros y las palmeras. De pronto, los faros de un automóvil que acaba de entrar en el jardín y pasa en dirección al edificio principal lo iluminan entre los arbustos. Eso lo hace retroceder hacia las sombras protectoras. Un momento después, de nuevo a oscuras, recobrada la calma, sale del resguardo y llega hasta el edificio de los rusos. Allí, al pie de la pared, la tiniebla es absoluta. Tanteando, Max busca el primer peldaño de hierro. Cuando lo encuentra, se asegura mejor la mochila a la espalda, se iza apoyando los pies en la pared, y muy despacio, con descansos en cada peldaño, procurando no hacer esfuerzos excesivos que agoten sus fuerzas, trepa hacia el tejado.