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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

El tango de la Guardia Vieja (5 page)

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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Lambertucci, el dueño, responde a su saludo con un gruñido, sin alzar la vista del tablero de ajedrez. Con desenvoltura de habitual de la casa, Max pasa detrás de la pequeña barra donde está la caja registradora, deja la chaqueta sobre el mostrador, se sirve un vaso de vino, y con él en la mano se acerca a la mesa donde el dueño del establecimiento está atento a una de las dos partidas diarias que, a esta hora y desde hace veinte años, suelen ocuparlo con el
capitano
Tedesco. Antonio Lambertucci es un cincuentón flaco y desgarbado; su camiseta poco limpia deja al descubierto un tatuaje militar, recuerdo de cuando fue soldado en Abisinia antes de pasar por un campo de prisioneros en Sudáfrica y casarse con la hija de Stéfano, el dueño de la trattoria. A su adversario, un parche negro donde estuvo el ojo izquierdo, perdido en Bengasi, le da cierto aire truculento. El tratamiento de capitán nada tiene de insólito: sorrentino como Lambertucci, Tedesco tuvo esa graduación durante la guerra, aunque el cautiverio borró distancias jerárquicas en los tres años que ambos pasaron en Durban sin otra distracción que el ajedrez. Aparte de mover básicamente las piezas, Max sabe poco de ese juego —hoy aprendió más en la hemeroteca que en toda su vida anterior—; pero aquellos dos tienen vitola de buenos aficionados. Frecuentan el casinillo local y están al día sobre campeonatos mundiales, grandes maestros y cosas así.

—¿Qué hay del tal Jorge Keller?

Gruñe de nuevo Lambertucci sin responder otra cosa, mientras estudia una jugada de apariencia comprometedora que acaba de hacer su adversario. Se decide al fin, sigue un rápido intercambio, y el otro, impasible, pronuncia la palabra jaque. Diez segundos después, el
capitano
Tedesco está metiendo las piezas en la caja mientras Lambertucci se hurga la nariz.

—¿Keller? —comenta al fin—. Un gran futuro. Próximo campeón del mundo, si tumba al soviético… Es brillante y menos excéntrico que ese otro joven, Fischer.

—¿Es verdad que juega desde muy niño?

—Eso cuentan. Que yo sepa, cuatro torneos lo descubrieron como fenómeno entre los quince y los dieciocho años —Lambertucci mira al
capitano
buscando confirmación, y luego cuenta con los dedos—: el internacional de Portoroz, Mar del Plata, el internacional de Chile y el de candidatos de Yugoslavia, que ya fueron palabras mayores…

—No perdió frente a ninguno de los grandes —apunta Tedesco, ecuánime.

—¿Y eso qué significa? —inquiere Max.

Sonríe el
capitano
como quien sabe de qué habla.

—Eso se llama Petrosian, Tal, Sokolov… Los mejores del mundo. Su consagración definitiva fue hace cuatro años en Lausana, cuando derrotó a Tal y a Fischer en un torneo a veinte partidas.

—Que se dice pronto —matiza Lambertucci, que ha ido por la frasca de vino y llena de nuevo el vaso de Max.

—Allí estaban los mejores —concluye Tedesco, entornando su único ojo—. Y Keller los desmontó sin despeinarse: ganó doce partidas e hizo tablas en siete.

—¿Y por qué es tan bueno?

Lambertucci observa a Max con curiosidad.

—¿Tienes el día libre?

—Varios. Mi jefe se fue de viaje unos días.

—Entonces quédate a cenar… Hay parmesana de berenjenas y tengo un Taurasi que merece la pena.

—Te lo agradezco. Pero hay cosas que hacer en la villa.

—Es la primera vez que te veo interesado por el ajedrez.

—Bueno… Ya sabes —Max sonríe melancólico, el vaso rozándole los labios—. El Campanella y todo eso. Cincuenta mil dólares son muchos dólares.

Tedesco entorna otra vez, soñador, su único ojo.

—Y que lo digas. Quién los pillara.

—¿Por qué es tan bueno Keller? —insiste Max.

—Tiene grandes condiciones y está bien entrenado —responde Lambertucci. Después encoge los hombros y mira al
capitano
para dejarle a él los detalles.

—Es un muchacho tenaz —confirma éste pensándolo un poco—. Cuando empezó, muchos de los grandes maestros practicaban un juego conservador, defensivo, Keller cambió todo eso. Se impuso por sus ataques espectaculares, los sacrificios inesperados de piezas, las combinaciones peligrosas…

—¿Y ahora?

—Sigue siendo su estilo: arriesgado, brillante, finales de infarto… Juega como si fuera inmune al miedo, con pavorosa indiferencia. A veces parece mover de manera incorrecta, con descuidos, pero sus adversarios pierden la cabeza por lo complicado de las posiciones… Su ambición es proclamarse campeón mundial; y el duelo de Sorrento se considera una competición preparatoria antes de la que se celebra dentro de cinco meses, en Dublín. Una puesta a punto.

—¿Iréis a ver las partidas?

—Es demasiado caro. El Vittoria está reservado para gente con dinero y periodistas… Tendremos que seguirlo por la radio y la televisión, con nuestro propio ajedrez.

—¿Y es tan importante como cuentan?

—Lo más esperado desde el mano a mano Reshevsky-Fischer, en el sesenta y uno —explica Tedesco—. Sokolov es un veterano correoso y tranquilo, más bien aburrido: sus mejores partidas suelen acabar en tablas. Lo llaman
La Muralla Soviética
, figúrate… El caso es que hay demasiado en juego. El dinero, por supuesto. Pero también mucha política.

Ríe Lambertucci, esquinado.

—Dicen que Sokolov se ha instalado junto al Vittoria con un edificio de apartamentos entero para él y los suyos, rodeado de asesores y agentes del Kagebé.

—¿Qué sabéis de la madre?

—¿La madre de quién?

—De Keller. Las revistas y periódicos hablan de ella.

El
capitano
se queda un instante pensativo.

—Oh, bueno. No sé. Le lleva los asuntos, dicen. Por lo visto descubrió el talento de su hijo y buscó los mejores maestros. El ajedrez, cuando todavía no eres nadie, resulta un deporte caro. Todo son viajes, hoteles, inscripciones… Hay que tener dinero, o conseguirlo. Al parecer, ella lo tenía. Creo que se ocupa de todo, controla el equipo de asesores y la salud de su hijo. Le lleva las cuentas… Dicen que él es obra suya, aunque exageran. Por mucho que se les ayude, los jugadores geniales como Keller son obra de sí mismos.

El siguiente encuentro a bordo del
Cap Polonio
ocurrió al sexto día de navegación, antes de la cena. Max Costa llevaba media hora danzando con pasajeras de diversas edades, incluidas la norteamericana de los cinco dólares y miss Honeybee, cuando el jefe de sala Schmöcker acompañó hasta la mesa habitual a la señora De Troeye. Venía sola, como la primera noche. Cuando Max pasó cerca —en ese momento bailaba
La canción del ukelele
con una de las jovencitas brasileñas—, advirtió que un camarero le servía un combinado de champaña mientras ella encendía un cigarrillo en una boquilla corta de marfil. Esta vez no llevaba el collar de perlas, sino uno de ámbar. Vestía de raso negro con la espalda desnuda y se peinaba hacia atrás, a lo muchacho, reluciente el cabello de brillantina y los ojos rasgados por un sobrio trazo de lápiz negro. Varias veces la observó el bailarín mundano sin lograr que sus miradas se encontraran. Así que cambió unas palabras al paso con los músicos; y cuando éstos, complacientes, atacaron un tango que estaba de moda —
Adiós, muchachos
era el título—, Max se despidió de la brasileña, anduvo con los primeros compases hasta la mesa de la mujer, hizo una breve inclinación de cabeza y aguardó inmóvil, con la más amable de sus sonrisas, mientras otras parejas salían a la pista. Mecha Inzunza de Troeye lo miró unos segundos, y por un instante temió verse rechazado. Pero al cabo de un momento la vio dejar la boquilla humeante apoyada en el cenicero y ponerse en pie. Se entretuvo una eternidad en hacerlo, y el movimiento con que apoyó la mano izquierda en el hombro derecho del bailarín parecía insoportablemente lánguido. Pero la melodía asentaba ya sus mejores compases, envolviéndolos a ambos, y Max supo en el acto que aquella música estaba de su parte.

Ella bailaba de forma sorprendente, comprobó de nuevo. El tango no requería espontaneidad, sino propósitos insinuados y ejecutados de inmediato en un silencio taciturno, casi rencoroso. Y así se movían los dos, con encuentros y desencuentros, quiebros calculados, intuiciones mutuas que les permitían deslizarse con naturalidad por la pista, entre parejas que tangueaban con evidente torpeza amateur. Por experiencia profesional, Max sabía que el tango era imposible ejecutarlo sin una pareja adiestrada, capaz de adaptarse a un baile donde la marcha se detenía súbita, frenando el ritmo el hombre, en remedo de lucha en la que, enlazada a él, la mujer intentaba una continua fuga para detenerse cada vez, orgullosa y provocadoramente vencida. Y aquella mujer era esa clase de pareja.

Fueron dos tangos seguidos —
Champagne tangó
, se llamaba el otro—, durante los que no cambiaron ni una palabra, entregados por completo a la música y al placer del movimiento, al roce esporádico del raso con la franela masculina y al calor próximo, intuido por Max, de la carne joven y cálida de su acompañante, de las líneas del rostro y el cabello peinado hacia atrás que conducían hacia el cuello y la espalda desnudos. Y cuando en la pausa entre los dos bailes se quedaron inmóviles uno frente al otro —ligeramente sofocados por el esfuerzo, esperando a que recomenzara la música sin mostrar ella intención de regresar a la mesa—, y él advirtió diminutas gotas de sudor en el labio superior de la mujer, sacó uno de los dos pañuelos que llevaba encima; no el que asomaba en el bolsillo superior de la chaqueta de frac, sino otro planchado e impecable de su bolsillo interior, y se lo ofreció con naturalidad. Aceptó ella el dobladillo de batista blanca y se tocó apenas la boca con él, devolviéndoselo con una ligerísima humedad y una leve mancha de rouge. Ni siquiera hizo, como esperaba Max, ademán de ir a su mesa en busca del bolso para empolvarse. Enjugó también el bailarín el sudor propio de la boca y la frente —a la mirada de la mujer no escapó que primero fue la boca—, guardó el pañuelo, sonó el segundo tango y bailaron con la misma sincronía perfecta que antes. Pero esta vez ella no tenía la vista perdida en las distancias del salón: a menudo, tras una evolución complicada o un paso del que salían especialmente airosos, quedando inmóviles un instante, los dos se miraban con fijeza antes de romper la quietud en el siguiente compás y evolucionar de nuevo por la pista. Y en una ocasión en que él se detuvo a medio movimiento, serio e impasible, ella se pegó del todo a él, de manera inesperada, y osciló luego a un lado y otro con una gracia madura y elegante, como fingiendo escapar de sus brazos sin desearlo de veras. Por primera vez desde que practicaba el baile profesional, Max sintió la tentación de acercar los labios para rozar de modo deliberado el cuello largo, elegante y joven que se prolongaba hasta la nuca. Fue entonces cuando comprobó, con un vistazo casual, que el marido de su pareja estaba sentado junto a la mesa, cruzadas las piernas y un cigarrillo entre los dedos; y que, a pesar de su apariencia indiferente, no dejaba de observarlos con mucha atención. Y al mirar de nuevo a la mujer, encontró reflejos dorados que parecían multiplicarse en silencios de mujer eterna, sin edad. En claves de todo cuanto el hombre ignora.

El fumoir-café del transatlántico comunicaba las cubiertas de paseo de primera clase de babor y estribor con la de popa, y Max Costa se dirigió allí durante la pausa de la cena, sabiendo que a esa hora estaría casi vacío. El camarero de guardia le puso un café solo y doble en una taza con el emblema de la Hamburg-Südamerikanische. Tras aflojarse un poco la corbata blanca y las pajaritas del cuello almidonado, fumó un cigarrillo junto al ventanal por el que, entre los reflejos de la luz interior, se adivinaba la noche afuera, con la luna bañando la plataforma de popa. Poco a poco, a medida que se despejaba el comedor, fueron apareciendo pasajeros que ocuparon las mesas; de modo que Max se puso en pie y salió del recinto. En la puerta se apartó para dejar paso a un grupo masculino con cigarros en las manos, en el que reconoció a Armando de Troeye. El compositor no iba acompañado por su mujer, y mientras caminaba por la cubierta de paseo de estribor hacia el salón de baile, Max la buscó entre los corrillos de señoras y caballeros cubiertos con abrigos, gabardinas y capas, que tomaban el aire o contemplaban el mar. La noche era agradable, pero el Atlántico empezaba a picarse con marejada por primera vez desde que zarparon de Lisboa; y aunque el
Cap Polonio
estaba dotado de modernos sistemas de estabilización, el balanceo suscitaba comentarios de inquietud. El salón de baile estuvo poco frecuentado el resto de la noche, con muchas mesas vacías, incluida la habitual del matrimonio De Troeye. Empezaban a producirse los primeros mareos, y la velada musical fue corta. Max tuvo poco trabajo; apenas un par de valses, y pudo retirarse pronto.

Se cruzaron junto al ascensor, reflejados en los grandes espejos de la escalera principal, cuando él se disponía a bajar a su cabina, situada en la cubierta de segunda clase. Ella se había puesto una capa de piel de zorro gris, llevaba en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba sola y se dirigía hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de un rápido vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al balanceo, pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría una incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella con un escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la cabeza Max, cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho o diez pasos. El último lo dio despacio, pensativo, antes de pararse. Qué diablos, se dijo. Nada pierdo con probar, concluyó. Con las oportunas cautelas.

La encontró en seguida, paseando a lo largo de la borda, y se detuvo ante ella con naturalidad, en la débil claridad de las bombillas cubiertas de salitre. Seguramente había ido en busca de brisa para evitar el mareo. La mayor parte del pasaje hacía lo contrario, encerrándose en cabinas de las que tardaba días en salir, víctima de sus propios estómagos revueltos. Por un momento Max temió que siguiera adelante, haciendo ademán de no reparar en él. Pero no fue así. Se lo quedó mirando, inmóvil y en silencio.

—Fue agradable —dijo inesperadamente.

Max logró reducir su propio desconcierto a sólo un par de segundos.

—También para mí —respondió.

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