Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—Razonemos. Tenemos a una persona que comete crímenes inspirándose en una historieta. La primera víctima es alguien importante. Es un pintor famoso, pero es también el hijo del alcalde de Nueva York. Por algún motivo, podría ser incluso una venganza contra él, pero la forma en que se cometió el delito lo excluye. Después llega una segunda víctima. Esta vez es una mujer, que también pertenece a una familia importante de la ciudad. El nuevo homicidio tiene la misma inspiración que el anterior. Una tira de historietas, popular en todo el mundo, que se ha publicado en este país entre las tiras diarias y dominicales de por lo menos ciento cincuenta periódicos: Snoopy.
Jordan hizo una pausa, como si siguiera una idea que se había asomado un instante y había desaparecido de pronto.
—En las dos ocasiones hemos encontrado un indicio sobre la persona que será atacada a continuación, pero siempre es distinto y no parece contener nada digno de tener en cuenta. El primer asesinato se vincula con la figura de Linus, neurótico y cerebral, siempre con su manta pegada a la oreja en los momentos de pánico. Cerca de la escena del crimen se observa a un hombre que lleva un chándal y que cojea un poco de la pierna derecha. En el segundo crimen se trata de Lucy, la hermana de Linus, que está loca por Schroeder, un pequeño genio de la música. También en su caso sucede lo mismo, en lo que concierne a la posición del cuerpo. Después se averigua que las dos víctimas estudiaron en el mismo lugar y que es probable que las dos conocieran a la persona que las mató. Lo cual nos lleva a preguntarnos si también la tercera víctima, a la que se ha señalado como Snoopy, ha sido alumno o alumna del Vassar College y si conoce a un hombre que lleva un chándal, cojea un poco de la pierna derecha y del cual, no lo olvidemos, poseemos un elemento importantísimo. Gracias a su descuido y al azar tenemos una muestra de ADN.
Jordan miró a Burroni y a Christopher como si acabara de darse cuenta de su presencia en la habitación.
—Pero sobre todo debemos tener muy presente que ahora contamos con otra ventaja, aunque pequeñísima, sobre el asesino, ínfima, pero la tenemos.
Christopher mostró una esperanza que se había introducido como una cuña en el rigor del razonamiento de su hermano.
—¿Cuál?
—Tenemos un nombre. Pig Pen. Otro personaje de Snoopy, menos popular que los otros tres. Y la persona a la que buscamos no sabe que lo tenemos. Repito: es muy pequeña, pero teniendo en cuenta la oscuridad en la que nos encontrábamos, al menos es una luz.
Guardó silencio durante unos segundos, una pausa durante la cual cada uno de ellos tuvo tiempo de asimilar y pensar en todo lo que Jordan acababa de decir.
Burroni fue el primero en reaccionar; se levantó de la silla, como hipnotizado.
—Señor alcalde, si me lo permite, quisiera pasar por la central para mirar los informes de mis hombres en el
college
y ver si hay novedades con respecto a lo que hemos dicho.
Christopher le tendió la mano.
—Se lo agradezco, detective. A pesar de todo, sé que están ustedes haciendo un buen trabajo y no lo olvidaré cuando llegue el momento.
Mientras Burroni le estrechaba la mano, Jordan volvió la cabeza hacia la ventana para ocultar su instintiva reacción ante aquellas palabras. Nadie mejor que él sabía qué endeble era la memoria de su hermano. Pero que ahora se lo hubiera dicho a Burroni era un cambio importante. Esta vez sería él quien le recordaría las promesas.
—Hasta luego, Jordan. Nos vemos.
—Sí. Mantenme al corriente.
El detective salió de la habitación y cerró con suavidad la puerta a sus espaldas. Jordan y Christopher se quedaron a solas. No habían tenido tiempo de intercambiar ni siquiera una sílaba cuando la puerta volvió a abrirse y apareció en el umbral Ruben Dawson, el impecable factótum y asesor del alcalde.
—¿Qué sucede, Ruben?
A Jordan le sorprendió notar cierta indecisión en el comportamiento de Dawson, que se acercó al escritorio antes de dar una respuesta precisa a la pregunta.
—Ha ocurrido algo extraño. Acaba de llamarme el guarda de la entrada. Dice que hay una mujer que quiere hablar con usted. Se ha presentado como una comisario de la policía italiana.
—¿Y qué quiere?
Las palabras de Ruben Dawson los llenaron de asombro.
—Ha dicho que podría tener novedades sobre el homicidio de su hijo.
De pie ante una verja de color crema, Maureen esperaba.
Del otro lado de las rejas se entreveían sedanes de color oscuro aparcados en el terreno delantero, y junto a ellos, la mancha roja de una moto. Una moto italiana, según le pareció ver.
La escena que había imaginado se cumplía exactamente. Cuando ella se aproximó, el policía de servicio, un individuo con una mandíbula cuadrada, salió de la casa y avanzó hacia ella.
—Buenos días, señorita. ¿En qué puedo ayudarla?
—Buenos días, agente. Me llamo Maureen Martini y soy comisario de la policía italiana. También soy ciudadana estadounidense. Debo hablar urgentemente con el alcalde.
Tendió al agente su identificación y su pasaporte. Por cortesía el policía cogió los documentos en la mano pero no hizo el menor ademán de abrirlos.
—Creo que es un mal momento para hablar con el alcalde.
Maureen esperaba esa reacción. Pese a la molestia que le causaba, se quitó un instante las gafas de sol y miró al agente directamente a los ojos.
—Dejemos que lo decida él. Dígale solamente que tengo información sobre el homicidio de su hijo.
El tono y el significado de sus palabras cayeron como un chorro de agua caliente en la expresión glacial de su interlocutor.
—Aguarde aquí un momento.
El agente de uniforme azul entró en su caseta y Maureen lo vio, a través del cristal, coger el teléfono mientras controlaba la identificación y el pasaporte. Intercambió unas palabras con alguien que estaba al otro extremo de la línea.
Luego, mientras escuchaba la respuesta, Maureen vio que asentía con la cabeza.
Poco después el agente regresó y le devolvió los documentos.
—Pase. Saldrá alguien a recibirla.
Maureen cruzó la verja y atravesó el pequeño patio. Se dirigió hacia la puerta de entrada, que daba a una galería que ocupaba toda la fachada. Mientras subía los escalones, se abrió la puerta y apareció en el umbral un mayordomo con un aspecto muy anglosajón.
El acento del hombre que la invitó a entrar era el que había imaginado.
—Por favor, señorita, el alcalde la espera. Por aquí, sígame usted.
Maureen estaba tan tensa que no prestó la menor atención a todo lo que la rodeaba. Apenas vio a un tipo con una chaqueta de gamuza y un sombrero redondo y negro que pasó a su lado y le echó una ojeada de curiosidad. Tenía la mirada fija en una mota blanca de la chaqueta negra del mayordomo, que destacaba como la luz de Times Square. Al final del pasillo, el hombre se detuvo ante una puerta. Llamó suavemente y, sin esperar respuesta, la abrió y dio un paso al costado.
—Por favor, señorita.
Maureen dio un par de pasos y se encontró en una habitación que tenía todo el aspecto de ser un pequeño estudio. La puerta se cerró sin ruido a sus espaldas.
En la habitación había dos personas.
De pie entre ella y la ventana había un hombre alto, con el pelo canoso. Tenía unos increíbles ojos azules y, a primera vista, el rostro y la actitud del hombre que uno desearía tener al lado en un momento de peligro. El otro, parecido pero mayor, estaba sentado al escritorio; tenía la actitud de alguien que está acostumbrado al poder y, en la cara, las señales del desgaste que este provoca. Sus ojos eran tan azules como los del otro hombre, pero más apagados, y su cuerpo, con cierto exceso de peso, hablaba de demasiadas cenas oficiales y muy poco ejercicio.
Al entrar ella en el despacho, el hombre se levantó educadamente, pero en su mirada había aprensión, curiosidad y desconfianza.
Le sorprendió que la mano que le tendía el hombre estuviera tan seca.
—Buenos días, señorita. Soy Christopher Marsalis. Y este es mi hermano, Jordan.
El hombre alto no se movió ni dijo nada. Se limitó a saludarla con un simple gesto con la cabeza.
—Buenos días, señor alcalde. Le pido disculpas por presentarme de forma quizá inoportuna. Soy comisario de la policía italiana.
—Habla usted un perfecto inglés. Y su aspecto me resulta conocido. ¿No nos hemos visto ya alguna vez?
Maureen sonrió y reveló el parentesco que jamás habría mencionado de no ser por las circunstancias que la habían llevado a Gracie Mansion.
—Creo que conoce usted a mi madre. Es abogada criminalista, aquí, en Nueva York. Se llama Mary Ann Levallier. Todos dicen que nos parecemos mucho.
«Pero lo dicen solo los que no nos conocen de veras.»
Ni su cara ni su voz revelaban lo que estaba pensando. Prefería evitar cualquier otro comentario, de modo que rápidamente se presentó, para poder contar el motivo de su presencia allí.
—Me llamo Maureen Martini.
Solo cuando dijo su nombre pareció atraer la atención del hombre que le habían presentado como Jordan Marsalis. Dio un paso hacia ella, y sus ojos revelaban la misma pregunta cautelosa que expresó con la voz.
—Discúlpeme, señorita. Tal vez mi pregunta pueda resultarle dolorosa, pero ¿es usted la prometida de Connor Slave?
Maureen le agradeció mentalmente que hablara de Connor como si todavía viviera, porque era exactamente así como ella pensaba en él a cada instante.
—Sí, soy yo.
Hasta el alcalde conocía la historia, pero el comentario que hizo parecía solo una fórmula de cortesía. Maureen no podía saber que había definido de la misma forma la muerte de su hijo.
—Ha sido una gran pérdida.
A continuación, se hizo un silencio mientras cuatro ojos estaban fijos en ella.
Maureen supo que había llegado el momento. Trataría de expresar en pocas palabras un hecho difícilmente comprensible.
—Iré directamente al grano. Veo que conocen ustedes las circunstancias en que Connor y yo nos vimos envueltos. Debido a ello sufrí lesiones que hicieron necesario un trasplante de córneas. Por un problema relacionado con ciertas incompatibilidades genéticas, los posibles donantes eran extremadamente escasos. Sin embargo, encontraron a uno.
Maureen fijó los ojos en la atónita mirada azul de Christopher Marsalis. De algún modo sabía cómo iba a terminar aquello, y al mismo tiempo temía saberlo.
—Tengo serios motivos para creer que ese donante era Gerald Marsalis.
—Es posible. Yo mismo autoricé que extrajeran sus órganos cuando me enteré de que pertenecía a una asociación de donantes. Si es así, me alegra saber que gracias a ello usted haya recobrado la vista. Pero todo esto, ¿qué relevancia puede tener con respecto a la investigación de su muerte?
Maureen se quitó las gafas de sol. La luz que entraba por la ventana era como un cuchillo para sus ojos, pero sus palabras iban a ser mucho más dolorosas. Pensó que era justo ofrecerle a su interlocutor una mirada, además de una voz.
—Sé que lo que voy a decirle le parecerá imposible. En realidad, para mí también lo es. Es una locura, pero vivo obsesionada por visiones recurrentes de la vida de su hijo.
Maureen sintió que caía en la habitación el silencio de la compasión. El alcalde miró a su hermano, buscando alguna complicidad en su expresión. Le habló con una incomodidad que trató de ocultar con un tono de voz calmado y mesurado, al tiempo que intentaba, con dificultades, seguir mirándola a los ojos.
—Señorita, no quiero subestimar la experiencia que ha tenido usted. Sé que a veces no es fácil aceptar ciertos hechos. Se lo digo por experiencia personal. Su madre es una persona capaz y una buena amiga. Sin embargo, creo que debería usted permitirme…
Maureen esperaba esa reacción. Entró en aquella estancia con la absoluta certeza de que, cuando hubiera dicho lo que le sucedía, la respuesta sería aquella. No podía culparlos. Ella habría reaccionado del mismo modo si alguien le hubiera contado una historia parecida.
No obstante, continuó por el camino que había elegido recorrer.
—Señor alcalde, con el debido respeto, no me habría presentado aquí si no tuviera una razonable certeza de que lo que le digo es cierto. Me doy cuenta de que la palabra «razonable», en este caso, pueda parecerle fuera de lugar. Soy policía y me han adiestrado para basarme en hechos reales y no en conjeturas esotéricas o extrasensoriales. Créame que he reflexionado mucho antes de venir aquí, pero ahora que lo he hecho no cambiaría mi versión ni siquiera ante una junta de psiquiatras.
Se puso de pie, sintiéndose desnuda e indefensa ante el juicio de los dos hombres. Tenía que admitir que había sido ella misma quien les había dado el motivo para que se sintieran de ese modo. Volvió a ponerse las gafas oscuras y dijo lo que le quedaba por decir, todo de un tirón, sin mirar a la cara a ninguno de ellos en particular.
—Estoy viviendo durante un tiempo en la casa de mi madre. Si cree usted que estoy loca, llámela. Si piensa ofrecerme el beneficio de la duda, llámeme a mí. Señores, les pido disculpas por la molestia.
Se volvió y se dirigió hacia la puerta, dejando a sus espaldas un silencio que sabía que era de estupor, embarazo y compasión.
Cuando estaba a punto de coger el picaporte, su mirada cayó sobre una foto colocada en un marco de madera junto a la puerta. Dos hombres se estrechaban la mano y sonreían al objetivo. A uno lo conocía muy bien: era Ronald Reagan, el ex presidente de Estados Unidos. Vio que el otro era Christopher Marsalis, con el bigote y el pelo oscuros, mucho más joven y delgado a como se lo veía ahora. No lo reconoció enseguida porque había cambiado mucho, pero sus ojos azules eran inconfundibles. Maureen se dio cuenta, con sorpresa, de que ya lo había visto, no con el aspecto que tenía ahora, sino con el de la foto.
«Era el mismo hombre que en el sueño había entrado en su cuarto y le había roto un dibujo.»
Se puso rígida y habló sin volverse, por temor a leer la reacción en el rostro de los dos hombres que había dejado, perplejos, a sus espaldas.
—Hace mucho tiempo su hijo estaba haciendo un dibujo. Era infantil, pero muy preciso, de un hombre y una mujer que hacían el amor apoyados en una mesa. Usted entró en la habitación y él se lo mostró. Usted se enfureció, mucho. Rompió la hoja y como castigo encerró a su hijo en un cuarto trastero.