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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

El Terror (4 page)

BOOK: El Terror
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Jane Griffin tenía treinta y seis años cuando se casó con John Franklin, recién nombrado sir, el 5 de diciembre de 1828. Se fueron de luna de miel a París. A Franklin no le gustaba especialmente aquella ciudad, ni tampoco el francés, pero su hotel era muy lujoso y la comida excelente.

Franklin había experimentado cierto temor de que durante sus viajes en el continente pudieran toparse con ese tal Roget, Peter Mark, el que había conseguido cierta notoriedad literaria preparando para su publicación no sé qué estúpido diccionario o lo que fuese, el mismo que en tiempos pidió la mano de Jane Griffin y fue rechazado igual que todos los demás pretendientes de juventud de su esposa. Franklin había curioseado en los diarios de Jane de aquella época, racionalizando después su delito al pensar que ella quería que los encontrase y leyese aquellos volúmenes encuadernados en piel de ternera, porque, si no, no los habría dejado en un lugar tan obvio, y vio, pergeñada con la impecable letra de su amada, la frase que ella escribió el día que Roget finalmente se casó con otra: «todo el romanticismo de mi vida ha desaparecido».

Robert Hood siguió haciendo ruido con
Medias Verdes
durante seis interminables noches árticas, y entonces su compañero guardiamarina George Back volvió de su partida de caza con los indios. Los dos hombres dispusieron un duelo a muerte al amanecer, en torno a las diez de la mañana siguiente.

Franklin no sabía qué hacer. El corpulento teniente era incapaz de ejercer ninguna disciplina sobre los hoscos
voyageurs
o los desdeñosos indios, y mucho menos controlar al testarudo Hood o al impulsivo Back.

Ambos guardiamarinas eran artistas y cartógrafos. Desde aquella época, Franklin no confió nunca más en un artista. Cuando el escultor de París hizo unas manos de lady Jane y el perfumado sodomita de Londres vino durante un mes seguido para pintar su retrato oficial al óleo, Franklin no dejó a aquellos hombres a solas con ella ni un momento.

Back y Hood se iban a enfrentar en duelo a muerte al amanecer, y John Franklin no podía hacer nada salvo esconderse en la cabaña y rezar para que la muerte o herida resultante no destruyese los últimos vestigios de cordura de aquella expedición, ya bastante comprometida. Sus órdenes no habían especificado que tuviera que llevar «comida» durante la caminata de dos mil kilómetros por la tierra, la costa y el río árticos. De su propio bolsillo había pagado los suministros suficientes para alimentar a los dieciséis hombres durante un día. Franklin había asumido que los indios a partir de entonces cazarían y los alimentarían adecuadamente, igual que los guías les llevaban los paquetes y remaban en sus canoas de corteza de abedul.

Las canoas de corteza de abedul habían sido un error. Veintitrés años después estaba dispuesto a reconocerlo..., al menos para sí. Al cabo de unos pocos días en las aguas congeladas a lo largo de la costa norte, alcanzadas más de un año y medio después de su partida de
Fort Resolution
, las endebles barquitas habían empezado a deshacerse.

Franklin, con los ojos cerrados y la frente ardiente, y la cabeza latiendo, medio escuchando la ininterrumpida corriente del parloteo de Jane, recordó la mañana en que él estaba echado en su grueso saco de dormir y cerraba los ojos con fuerza mientras Back y Hood daban quince pasos en el exterior de la cabaña y luego se volvían para disparar. Los malditos indios y los malditos
voyageurs,
igual de salvajes en muchos aspectos, trataban aquel duelo a muerte como un simple entretenimiento.
Medias Verdes
, recordaba Franklin, estaba radiante aquella mañana, con un resplandor casi erótico.

Echado en su saco de dormir, con las manos apretadas encima de las orejas, Franklin seguía oyendo el grito que marcaba los pasos, el grito para que se dieran la vuelta, el grito para apuntar, la orden de fuego.

Y luego dos clics. Y las carcajadas de la multitud.

Durante la noche, el viejo marinero escocés que había gritado las órdenes, ese hombre duro y nada caballeroso, John Hepburn, había quitado las balas y la pólvora de las pistolas cuidadosamente preparadas.

Desinflados por la incesante risa de la multitud de
voyageurs
e indios que se daban palmadas en las rodillas, Hood y Back echaron a andar en direcciones opuestas. Poco después Franklin ordenó a George Back que volviese a los fuertes para comprar más provisiones de la Compañía de la Bahía de Hudson. Back estuvo fuera la mayor parte del invierno.

Franklin se comió sus zapatos y subsistió a base de liquen rascado de las rocas, una comida que era como fango y que podía haber hecho vomitar a un perro inglés con un mínimo de dignidad, pero no quiso aceptar la carne humana.

Un año largo después del duelo impedido, en la partida de Richardson, después de que el grupo de Franklin se hubiese separado de ella, ese hosco y medio loco iroqués de la expedición, Michel Teroahaute, disparó al artista y cartógrafo Robert Hood en el centro de la frente.

Una semana antes del crimen, el indio había traído un trozo de carne, un anca de gusto muy fuerte a la partida muerta de hambre, insistiendo en que procedía de un lobo que había acabado corneado por un caribú o muerto por el propio Teroahaute con un cuerno de ciervo, la historia del indio variaba por momentos. El grupo hambriento cocinó y se comió la carne, pero no antes de que el doctor Richardson observase unas ligeras trazas de tatuaje en la piel. El doctor confesó más tarde a Franklin que era seguro que Teroahaute había vuelto sobre sus pasos a recoger el cuerpo de uno de los
voyageurs
que habían muerto aquella semana en la caminata.

El indio hambriento y el moribundo Hood estaban solos cuando Richardson, que había salido a rascar liquen de las rocas, oyó el disparo. «Suicidio», insistió Teroahaute, pero el doctor Richardson, que había atendido a muchos suicidas, sabía que la posición de la bala en el cerebro de Robert Hood no procedía de una herida autoinfligida.

Ahora, el indio iba armado con una bayoneta británica, un mosquete, dos pistolas bien cargadas y medio amartilladas y un cuchillo tan largo como su antebrazo. Los dos únicos no indios que quedaban, Hepburn y Richardson, tenían sólo una pistola pequeña y un mosquete poco fiable para los dos.

Richardson, uno de los científicos y cirujanos más respetados de toda Inglaterra, amigo del poeta Robert Burns, pero que entonces era sólo un cirujano y naturalista prometedor, esperó a que Michel Teroahaute volviese de una expedición de búsqueda, se aseguró de que llevaba los brazos bien cargados de leña y luego levantó su pistola y, a sangre fría, disparó al indio en la cabeza.

El doctor Richardson posteriormente admitió haberse comido la camisa de búfalo del muerto Hood, pero ni Hepburn ni Richardson, los únicos supervivientes de su partida, mencionaron nunca qué más habían comido en la semana siguiente de ardua caminata de regreso a
Fort Enterprise
.

En
Fort Enterprise
, Franklin y su partida estaban demasiado débiles para ponerse de pie o andar. Richardson y Hepburn parecían fuertes, en comparación.

Quizá fuese el hombre que se había comido sus zapatos, pero John Franklin nunca...

—La cocinera está preparando buey asado esta noche, querido. Tu favorito. Como es nueva, y estoy segura de que esa mujer está inflando nuestras facturas, porque robar es tan natural como beber para los irlandeses, le he recordado que tú insistes en que debe estar muy poco hecho, de tal modo que sangre al tocarlo el cuchillo de trinchar.

Franklin, flotando en una marea de fiebre, intentó formular alguna palabra como respuesta, pero las oleadas de dolor de cabeza, náusea y calor eran demasiado grandes. El sudor empapaba su ropa interior y el cuello, que todavía llevaba puesto.

—La esposa del almirante sir Thomas Martin nos ha enviado hoy una deliciosa tarjeta y un maravilloso ramo de flores. La verdad es que es lo único que he sabido de ella, pero debo decir que las rosas quedan preciosas en el vestíbulo. ¿Las has visto? ¿Has tenido tiempo para conversar con el almirante Martin en la recepción? Desde luego, no es demasiado importante, ¿verdad? ¿Aunque sea controlador de la Marina? Ciertamente, no es tan distinguido como el primer lord o los primeros comisionados, mucho menos que tus amigos del Consejo Ártico.

El capitán sir John Franklin tenía muchos amigos; a todo el mundo le gustaba el capitán sir John Franklin. Pero nadie le respetaba. Durante décadas, Franklin había aceptado el primer hecho y evitado el segundo, pero ahora sabía que era verdad. A todo el mundo le gustaba. Nadie le respetaba.

No después de lo de la Tierra de Van Diemen. No después de la prisión de Tasmania y de cómo había estropeado aquello.

Eleanor, su primera esposa, se estaba muriendo cuando la dejó y partió a su segunda expedición importante.

El sabía que se estaba muriendo. Ella sabía que se estaba muriendo. La tisis, y el hecho de saber que moriría mucho antes de que su esposo muriera en batalla o en una expedición, les había acompañado como un tercer integrante de su ceremonia nupcial. En los veintidós meses de su matrimonio le había dado una hija, su única hija, la joven Eleanor.

Su primera mujer, que era frágil y pequeña de cuerpo, pero con un espíritu y una energía que casi asustaban, le había dicho que debía partir a su segunda expedición para encontrar el paso del Noroeste, un viaje por tierra y mar siguiendo la línea de la costa norteamericana, aunque ella tosía sangre y sabía que el fin se acercaba. Dijo que era mejor para ella que él se encontrase lejos. Él la creyó. O al menos, creía que sería mejor para sí mismo.

Al ser un hombre profundamente religioso, John Franklin había rezado para que Eleanor muriese antes de la fecha de su partida. Pero no fue así. Él se fue el 16 de febrero de 1825, escribió a su amada muchas cartas mientras estaba en tránsito hacia el Gran Lago de los Esclavos, las envió en Nueva York y en Albany, y supo que había muerto el 24 de abril, en la estación naval británica de Penetanguishene. Ella había muerto poco después de que su barco partiese de Inglaterra.

Cuando volvió de su expedición en 1827, Jane Griffin, la amiga de Eleanor, le estaba esperando.

La recepción del Almirantazgo había sido menos de una semana antes, no, justo hacía una semana, antes de su maldita gripe. El capitán sir John Franklin y todos sus oficiales y suboficiales del
Erebus
y del
Terror
habían asistido, por supuesto. Y también los civiles de la expedición, el patrón del hielo del
Erebus,
James Reid, y el patrón del hielo del
Terror,
Thomas Blanky, junto con los pagadores, cirujanos y sobrecargos.

Sir John tenía un aspecto muy elegante con su nueva casaca con faldones, los pantalones azules con franja dorada, las charreteras con flecos dorados, la espada ceremonial y el sombrero de tres picos de la época de Nelson. El comandante de su buque insignia
Erebus,
James Fitzjames, que a menudo se consideraba el hombre más apuesto de la Marina Real, parecía tan magnífico y humilde como el héroe de guerra que era. Fitzjames había seducido a todos aquella noche. Francis Crozier, como siempre, tenía un aspecto tieso, envarado y melancólico, y ligeramente ebrio.

Pero Jane estaba equivocada..., los miembros del «Consejo Ártico» no eran amigos de sir John. El Consejo Ártico, en realidad, no existía. Era una sociedad honoraria, más que una institución real, pero también era el club más selecto de ex alumnos de toda Inglaterra.

En la recepción se mezclaron Franklin, sus oficiales y los altos, esbeltos y canosos miembros del legendario Consejo Ártico.

Para conseguir ser miembro del consejo lo único que había que hacer era comandar una expedición al lejano norte ártico... y sobrevivir.

El vizconde Melville, el primer noble de la larga fila de recepción que había dejado a Franklin sudoroso y cohibido, era primer lord del Almirantazgo y patrocinador de su patrocinador, sir John Barrow. Pero Melville no era un veterano en el tema del Ártico.

Las verdaderas leyendas del Consejo Ártico, la mayoría ya en la setentena, eran para el nervioso Franklin aquella noche más parecidos al aquelarre de brujas de
Macbeth
o a un grupito de fantasmas grises que a seres vivos. Todos y cada uno de esos hombres habían precedido a Franklin en la búsqueda del paso, y todos habían vuelto vivos, pero no del todo.

Franklin se preguntaba aquella noche si alguien «realmente» volvía vivo del todo después de pasar el invierno en las regiones árticas.

Sir John Ross, con su rostro de escocés mostrando más facetas recortadas que un iceberg, tenía unas cejas que saltaban como las plumas de aquellos pingüinos que había descrito su sobrino, sir James Clark Ross, después de su viaje al Ártico Sur. La voz de Ross era tan áspera como la piedra de arena restregada por una cubierta astillada.

Sir John Barrow, más viejo que el mismísimo Dios y dos veces más poderoso. El padre de la exploración británica seria del Ártico. Todos los demás que asistían aquella noche, incluso los septuagenarios de cabello blanco, no eran más que chicos..., los chicos de Barrow.

Sir William Parry, caballero entre caballeros, incluso entre la propia realeza, que había intentado cuatro veces encontrar el paso y sólo había visto morir a sus hombres y su
Fury
aplastado, destrozado y hundido.

Sir James Clark Ross, recién nombrado sir, y también recién casado con una esposa que le había hecho apartarse de las expediciones. Habría tenido el cargo de comandante de Franklin en su expedición, si lo hubiese querido, y ambos hombres lo sabían. Ross y Crozier permanecían ligeramente separados de los demás, bebiendo y hablando en voz baja, como conspiradores.

Ese maldito sir George Back; Franklin odiaba compartir su título de caballero con un simple guardiamarina que en tiempos sirvió a sus órdenes, y que además era un mujeriego. En su noche de gala, el capitán sir John Franklin casi deseó que Hepburn no hubiese quitado la pólvora y las balas de las pistolas de duelo, veinticinco años antes. Back era el miembro más joven del Consejo Ártico y parecía mucho más feliz y pagado de sí mismo que todos los demás, aun después de que el
HMS Terror
sufriera una verdadera paliza y casi se hundiera.

El capitán sir John Franklin era abstemio, pero después de tres horas de champán, vino, brandy, jerez y whisky, los otros hombres empezaron a relajarse, las risas a su alrededor sonaron más intensas y la conversación en el gran vestíbulo se hizo menos formal, y Franklin empezó a sentirse más calmado, dándose cuenta de que toda aquella recepción, los botones dorados, las corbatas de seda, las brillantes charreteras, la buena comida, los cigarros y las risas eran por «él». Aquella vez se trataba de «él».

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