El Terror

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Sinopsis

En 1847, dos barcos de la Armada británica, el
HMS Erebus
y el
HMS Terror
, que navegaban bajo el mando de sir John Franklin, están atrapados en el hielo del Ártico. En su anhelada busca del paso del Noroeste, parecen haber fracasado. Sin poder hacer nada por continuar su marcha y completar su expedición, rodeados del frío polar y de inminentes peligros que se ciernen sobre ellos, sólo pueden esperar y rezar para que llegue el deshielo que les permita escapar.

Poco a poco, los días van pasando y las condiciones de supervivencia se vuelven más y más extremas; temperaturas que superan los cincuenta grados bajo cero, provisiones de comida escasas, el deterioro de los barcos o la llegada de enfermedades como el escorbuto van mellando la esperanza de la tripulación, abocada a interminables y agotadoras expediciones por el universo de hielo que les rodea y que parece no acabar.

Por si fuera poco, la presencia de una criatura bestial y misteriosa que acecha a los tripulantes de los barcos hace que los hombres crean que se enfrentan no sólo a las condiciones naturales más adversas, sino también a fuerzas sobrenaturales que superan, por momentos, sus creencias y su razón.

Con el tiempo y la llegada de las primeras muertes, fantasmas como el de la rebelión, el motín o el canibalismo hacen su entrada en escena, en un panorama desolador e incontrolable, que se verá más alterado aún por la llegada de una misteriosa joven esquimal que parece haber surgido de la nada, y que los hombres bautizarán con el apelativo de
Lady Silenciosa
.

Basada en hechos reales,
El Terror
es una magnífica e imprescindible novela de un maestro como Dan Simmons. De ritmo trepidante, la prosa del autor consigue reproducir la vida de las expediciones en el Ártico de tal forma que el lector se sienta, aterido, uno más de los tripulantes extraviados en el Polo.

Dan Simmons

El Terror

ePUB v1.2

Anónimo
 
14.12.11

Este libro está dedicado, con amor y mucho agradecimiento por los imborrables recuerdos del Ártico, a Kenneth Tobey, Margaret Sheridan, Robert Cornthwaite, Douglas Spencer, Dewey Martin, William Self, George Fenneman, Dmitri Tiomkin, Charles Lederer, Christian Nyby, Howard Hawkes y James Arness.

Esta cualidad elusiva que causa el pensamiento de la blancura cuando se divorcia de asociaciones más amables, y unida a cualquier objeto terrible por sí mismo, eleva el terror a sus límites más lejanos. De ello dan testimonio el oso blanco de los polos y el tiburón blanco de los trópicos, ¿qué otra cosa más que su suave y rara blancura los convierte en unos horrores tan trascendentes? Esa espantosa blancura es lo que confiere una detestable afabilidad, más odiosa que terrorífica, al mudo deleite de su aspecto. De modo que ni el tigre de fieros colmillos con su heráldico manto puede hacer que el valor se tambalee tanto como el oso o el tiburón envueltos en su blanco sudario.

Herman Melville, Moby Dick (1851)

1

Crozier

Latitud 70° 5' N — Longitud 98° 23' O

Octubre de 1847

El capitán Crozier sube a cubierta y encuentra su barco atacado por fantasmas celestiales. Por encima de él (por encima del
Terror)
se ciernen unos pliegues de luz resplandeciente que rápidamente se retiran, como los brazos coloridos de algún espectro agresivo, pero indeciso. Unos dedos esqueléticos y ectoplásmicos se extienden hacia el buque, abiertos, dispuestos a agarrarlo y a tirar de él.

La temperatura es de cuarenta y cinco grados bajo cero, y bajando rápidamente. A causa de la niebla que hubo antes, durante la única hora de débil semioscuridad que ahora pasa por día, los palos escorzados (los tres masteleros de gavia, juanetes, obencadura y palos superiores se han quitado y guardado para reducir el peligro de desprendimiento del hielo y las posibilidades de que el barco vuelque debido al peso acumulado en ellos) se yerguen ahora como árboles groseramente podados y sin copa, reflejando la aurora que baila de un horizonte apenas entrevisto al otro. A medida que Crozier observa, los escarpados campos de hielo que rodean el barco se vuelven azules, luego color violeta sangrante, y luego resplandecen tan verdes como las colinas de su niñez, en el norte de Irlanda. Casi a un kilómetro y medio por la amura de estribor, la gigantesca montaña de hielo flotante que oculta de la vista al barco gemelo del
Terror,
el
Erebus,
parece durante un momento breve y falso irradiar color desde dentro, como si ardiese con sus propios fuegos internos y fríos.

Subiéndose el cuello y echando atrás la cabeza por la fuerza de la costumbre de cuarenta años de comprobar el estado de palos y jarcias, Crozier observa que las estrellas arden frías y fijas, pero las que se hallan más cerca del horizonte no sólo parpadean, sino que se desplazan al mirarlas, y se mueven en breves ráfagas hacia la izquierda y luego hacia la derecha, y luego se agitan de arriba abajo. Crozier ya vio antes ese fenómeno, en el lejano sur, con Ross, así como en estas mismas aguas en anteriores expediciones. Un científico de la expedición polar al sur, un hombre que pasó el primer invierno en el hielo lijando y puliendo lentes para su telescopio, le dijo a Crozier que la perturbación de las estrellas probablemente se debía a rápidos cambios en la refracción en el aire frío que se acumulaba, pesado pero inestable, por encima de los mares cubiertos de hielo y masas de tierra helada e invisible. En otras palabras: por encima de nuevos continentes jamás vistos antes por los ojos de hombre alguno. O al menos, piensa Crozier, en esta llanura ártica del norte, por los ojos de ningún hombre blanco.

Crozier y su amigo y entonces comandante James Ross habían encontrado un continente nunca descubierto, la Antártida, menos de cinco años antes. Dieron el nombre de Ross al mar, a las ensenadas y a la masa de tierra. Pusieron a las montañas los nombres de sus patrocinadores y amigos. Dieron a los dos volcanes que se veían en el horizonte el nombre de sus dos buques, los mismos que ahora; llamaron a esas montañas humeantes
Erebus
y
Terror
. A Crozier le sorprendió que no pusieran a ningún accidente geográfico importante el nombre del gato de a bordo.

No pusieron su propio nombre a nada. O sea que esa tarde de un oscuro e invernal día de octubre de 1847, ningún continente ártico o antartico, isla, bahía, ensenada, cordillera montañosa, plataforma de hielo, volcán o maldito témpano acabó llevando el nombre de Francis Rawdon Moira Crozier.

A Crozier le importa un bledo todo eso. Ya mientras lo piensa se da cuenta de que está un poco borracho. «Bueno —piensa, ajustando automáticamente su equilibrio a la helada cubierta escorada doce grados a estribor y ocho grados a proa—, estos tres últimos años he estado más veces borracho que sobrio, ¿no? Borracho desde lo de Sophia. Pero sigo siendo mejor marinero y capitán, estando borracho, que ese pobre hijo de puta desgraciado de Franklin cuando está sobrio. O ese perrito faldero ceceante de Fitzjames con sus mejillas rosadas.»

Crozier menea la cabeza y recorre la helada cubierta hasta la proa y se dirige hacia el único hombre de guardia que puede distinguir a la luz parpadeante de la aurora.

Es el ayudante del calafatero, Cornelius Hickey, bajito y con cara de rata. Los hombres parecen todos iguales cuando están fuera, de guardia en la oscuridad, porque todos llevan la misma ropa de abrigo: capas y capas de franela y lana cubierta con un sobretodo pesado e impermeable, unos protuberantes mitones que sobresalen de unas mangas voluminosas, las «pelucas galesas» (gruesos gorros con orejeras) bien metidas, a menudo con largas bufandas o pañoletas envueltas alrededor de la cabeza, hasta que sólo resulta visible la punta de su nariz congelada. Pero cada hombre combina la ropa de una forma ligeramente distinta, añadiendo una bufanda casera, quizá, o una gorra más encasquetada encima de la primera, o a lo mejor unos guantes de colores tejidos con mucho cariño por una madre o una esposa o una novia que asoman por debajo de los guantes reglamentarios de la Marina Real..., y Crozier ha aprendido a distinguir a los cincuenta y nueve oficiales y hombres supervivientes, aun a distancia y fuera, en la oscuridad.

Hickey mira fijamente hacia fuera más allá del bauprés decorado con carámbanos, los primeros tres metros del cual se encuentran incrustados en un caballón de agua de mar congelada, ya que la popa del
HMS Terror
se ha visto empujada hacia arriba por la presión del hielo y, por tanto, la proa está más baja. Hickey está tan sumido en sus pensamientos o en el frío que el ayudante de calafatero no se da cuenta de que se acerca su capitán hasta que Crozier se une a él en un pasamanos que se ha convertido en un altar de hielo y nieve. La escopeta del vigía está apoyada en el altar. Ningún hombre quiere tocar nada de metal allá afuera, con el frío, aunque sea a través de los guantes.

Hickey se sobresalta un poco cuando Crozier se acerca a él en el pasamanos. El capitán del
Terror
no puede ver el rostro del joven de veintiséis años, pero una nubécula de aliento (que al momento se convierte en una nube de cristales de hielo que reflejan la aurora) aparece más allá del espeso círculo de los múltiples pañuelos y bufandas y gorras del hombrecillo.

Los hombres tradicionalmente no saludan durante el invierno en el hielo, ni siquiera con el informal golpecito de los nudillos en la frente que recibe un oficial en el mar, pero el abrigado Hickey mueve un poco los pies y encoge los hombros y baja un poco la cabeza con esos extraños movimientos con los cuales los hombres reconocen la presencia de su capitán cuando están fuera. A causa del frío, las guardias se han reducido de cuatro horas a dos. «Dios sabe —piensa Crozier— que tenemos los hombres suficientes para hacerlo en este buque superpoblado, aunque doblen el número de vigías», y por los lentos movimientos de Hickey se da cuenta de que está medio congelado. Por muchas veces que les diga a los vigías que deben moverse sin parar en cubierta, caminar, correr en el sitio, saltar incluso, si es necesario, todo mientras mantienen su atención fija en el hielo, todavía tienden a permanecer inmóviles durante la mayor parte de sus guardias, como si estuvieran en los Mares del Sur con su uniforme tropical de algodón y contemplando las sirenas.

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