Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.
Jerónimo Tristante
El tesoro de los Nazareos
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Título original:
El tesoro de los Nazareos
Autor: Jerónimo Tristante
Fecha de publicación del original: enero de 2009
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Una figura sentada a la manera del pueblo lakota mira hacia el lago Ontario. Su pelo flota al viento brillando en colores claros y rojizos. Viste como los verdaderos hombres: camisola, pantalón de piel de ciervo y mocasines de gamuza.
Al fondo, al oeste, el sol se pone sobre la inmensa masa de agua. La hierba refleja los rayos del sol del atardecer, ha llegado la estación de la luz. Mientras él pronuncia una vieja oración, la brisa agita su luenga barba.
Con los brazos extendidos hacia delante, abre las manos y recita las mismas palabras una y otra vez. Con un tono monocorde, grave, canta mirando al sol:
Que haya salud y curación para esta Tierra,
que haya belleza encima de mí,
que haya belleza debajo de mí,
que haya belleza en mí,
que haya belleza a todo mi alrededor.
Pido que este mundo se llene de Paz, Amor y Belleza.
Entonces alguien le toca el hombro y lo llama por su nombre indio:
—
So a e Wa'ah
.
[1]
Él se vuelve y ve a
Chu 'ma ni
.
[2]
Ella le sonríe y le dice:
—Vamos a cenar.
El espigado extranjero se levanta y la sigue colina arriba, en dirección al bosque, caminando sobre la hierba de la suave ladera. La negra melena de la chica se agita al caminar y sus exuberantes formas guían a su marido. Al fondo, el hombre ve a los niños montando su nuevo potro. El más pequeño agita un brazo y exclama:
—
¡Ah-deh
!
[3]
En ese momento, el extranjero que vino del otro lado del mar se siente feliz y satisfecho y se dirige con su familia hacia el mar de tipis que cubren el fondo del valle, junto al río. Los cuatro sonríen.
Benasque, a 3 de marzo del Año
de Nuestro Señor de 1140
A la atención del reverendísimo e ilustrísimo
Lucca Garesi, de parte de su secretario
y servidor en Cristo Silvio de Agrigento
Admirado y queridísimo padre:
Acabo de llegar al inhóspito lugar al que me trajo la misión que me encomendasteis hace tres meses. No quisiera extenderme en la narración de las penalidades que hemos sufrido en nuestro viaje hasta este pequeño pueblo perdido entre inaccesibles montañas, pero debo hacer constar que el retraso que sufre la misión es ajeno a mi persona y se debe, en su totalidad, al crudo invierno que asola estas tierras.
Hace apenas unos días que arribamos a este pequeño pueblecito donde reside nuestro hombre y que los lugareños llaman Benasque o Benás.
El camino hasta aquí ha sido penoso, ya que nos hemos visto obligados a perder jornadas y jornadas buscando refugio en ésta o aquélla posada o en algún granero o casucha de los paisanos, pues, según dicen, este está siendo el invierno más duro de los últimos años. Después de pasar por Jaca y entrevistarme con Su Majestad el rey Ramiro de Aragón —ya os envié misiva referente a dicho encuentro— y siguiendo vuestras sabias instrucciones, prescindí de la escolta armada que me acompañaba y reduje mi comitiva a mi criado, el fiel Tomás; un caballerizo que nos cuida las monturas, Arrigo, y el bravo sargento de vuestra guardia, Giovanno de Trieste. Todos vestimos ropas seglares para pasar inadvertidos, aunque luego haré una aclaración al respecto.
No sé si es debido a que me crié en la cálida Silicia, pero desde el primer momento me resultó trabajoso avanzar por estos valles aislados con la sempiterna presencia de la nieve, el granizo o la lluvia. Las últimas jornadas se me hicieron especialmente duras, pues el camino transcurre por un encajado cañón por el que fluye el río Ésera. Este pasaje, apenas un estrecho sendero excavado en la piedra, es el único acceso al valle en el que se sitúa nuestro destino, de manera que nuestro avance sobre dicho lecho rocoso enteramente cubierto de hielo se hizo lento y arduo. Hasta perdimos una mula que resbaló y cayó al río con uno de mis arcones. Aún recuerdo los berridos de la pobre bestia en el lecho pedregoso del arroyo donde yacía con las dos patas traseras fracturadas. Los guías tardaron varias horas en recuperar mis humildes pertenencias; la mayoría de ellas quedaron mojadas o estropeadas para siempre.
Raro era el día en que podíamos caminar sin tener que refugiarnos aquí o allá según las instrucciones de nuestros guías. Por poner un ejemplo, perdimos más de seis jornadas en un pueblo cercano a Benasque que llaman El Run, donde nos sorprendió una nevada que hubiera hecho desesperar al más paciente de los cristianos. En otra ocasión, el penoso paso de las bestias entre la nieve nos hizo perder tanto tiempo que cayó la noche y aún nos hallábamos a más de una legua del cobertizo que hacía las veces de posada. Pasamos la madrugada bajo unos inmensos abetos sin poder hacer fuego por el viento y, a resultas de aquello, mi querido Tomás cogió tal pulmonía con fiebre y flemas que perdimos más de una semana esperando a que se recuperara en el pueblo siguiente. Allí, bajo los cuidados y tisanas de la posadera, que supo hacerle sudar aquellos malos humores, pudo recuperarse con garantías de seguir el camino. A pesar de ello, aún arrastra una tos que, espero, mejore en primavera.
Hace ahora cinco jornadas de mi llegada a este pequeño pueblo donde, nada más entrar, nos sorprendió una profusa nevada. Sólo hay una posada donde nos refugiamos y nos pusimos al día con los parroquianos, que nos vieron como una novedad en su rutinaria vida invernal. El posadero me cedió su propio cuarto, donde comparto un aceptable lecho con Tomás. Disponemos de un arcón para guardar nuestros ropajes y de un brasero que nos permite pasar las frías noches. Al soldado y al mulero se les encontró acomodo en el establo con las bestias. Ésta es una pequeña localidad de apenas doscientas almas que viven de lo que da el campo, del ganado y, algunos, del trasiego de mercancías con el cercano reino de Francia. En invierno, la actividad se reduce al mínimo. Más arriba se ve otro pueblo llamado Cerler. Me hubiera gustado visitarlo, pero, según me cuentan, el camino que comunica con dicha localidad está cerrado por la nieve. Quizá pueda hacerlo en primavera. A pesar de todo, los lugareños se mueven por la zona con cierta facilidad, sobre todo unos que llaman recaderos que van de una granja a otra o de este pueblo a aquel y no se arredran por la nieve o el mal tiempo, ya que conocen todos los caminos y los mejores pasos.
Muchos fueron los parroquianos que pasaron por la posada a echar unos vinos, más para inspeccionar a los extranjeros que para otra cosa, por lo que no me resultó difícil identificar a nuestro hombre, sobre todo pagando jarras de cerveza a unos y otros. Hace dos años llegó un forastero y compró unas tierras más arriba, en el remoto valle de Estós. Tomó como guardas a un matrimonio del lugar que subieron con él para ayudarle en las tareas agrícolas y en el manejo del ganado. Habitan una casa junto a la suya.
Estos pobres lugareños se quedaron sin sacerdote allá por noviembre, ya que el cura se les murió de una infección —las malas lenguas dicen que del mal francés—. Tienen una pequeña iglesia dedicada a san Pedro y llevaban más de tres meses sin oír misa y sin confesarse o comulgar. Una comitiva de cinco vecinos vino a verme y me rogaron que atendiera sus almas; vamos, que me habían descubierto como hombre de iglesia. Son más listos de lo que parece, así que, una vez perdido el factor sorpresa, entendí que no era útil seguir fingiéndome seglar, por lo que celebré misa y les escuché en confesión.
Una parroquiana a la que confesé, la cual pecaba con el hermano de su marido, me proporcionó la información que me faltaba: nuestro hombre, el forastero, no tiene mujer ni se le conoce. Se sabe que tiene buena bolsa, pues llegó, buscó un terreno de su agrado y lo compró sin regateos. Adquirió una docena de vacas de las buenas y un toro excelente; tampoco escatimó gastos para construir su casa ni para hacerse con saludables gallinas, conejos y ovejas.
Dijo que venía del otro lado de los Pirineos, de la zona que llaman el Languedoc, y a pesar de que no se relaciona en demasía con la gente del pueblo —excepto con el matrimonio que le guarda la hacienda—, suele bajar al mercado los domingos, oye misa si la hay y trata con amabilidad a los vecinos con los que ha tenido algún negocio. Según se dice, es de trato fácil, aunque le agrada perderse en sus tierras y se dedica a sus dominios y su ganado. Le gusta cazar.
Mañana es el día. No sé muy bien cómo, pero los lugareños predicen el tiempo con una fiabilidad pasmosa. Miran al cielo, sea de día o de noche, otean el viento y al rato te dicen «hará bueno» o «va a nevar durante tres días», y aciertan. Mañana por la mañana dicen que hará un día soleado, por lo que podremos acercarnos al valle de Estós para entrevistarnos con nuestro hombre. Espero que Nuestra Señora me ayude e ilumine en esta misión de la que depende el futuro de Nuestra Santa Madre Iglesia. Os mantendré informado.
Vuestro humilde servidor en Cristo,
Silvio de Agrigento
—Debo reconocer que, pese al frío, estas tierras tan dejadas de la mano de Dios no están exentas de belleza —dijo Silvio de Agrigento.
—No os falta razón, mi señor —contestó Tomás montado en su muía.
La mañana era extrañamente soleada, al menos tras tantas jornadas de nieve y frío. El guía los había conducido por un angosto camino que ascendía por un inmenso valle. Abajo, a la derecha, el río. Amplias masas de coníferas jalonaban las laderas. No tardaron mucho en llegar a un valle que se abría hacia la izquierda: Estós, lo llamaban. El silencio allí arriba era sepulcral. Pronto, en un par de semanas a lo sumo, comenzarían a cantar los pájaros, o eso había dicho el paisano que los guiaba. Al parecer, los lugareños estaban contentos porque la llegada de la primavera era inminente.