El tesoro de los nazareos (7 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El tesoro de los nazareos
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Los hermanos que se hallaban fuera llegaron y somos un total de catorce caballeros en la encomienda. Todos, excepto un servidor, visten la túnica blanca del Temple. Son ascéticos y resignados y cumplen la regla a rajatabla. Sólo en un aspecto he hallado cierta relajación y es en lo referente a los cabellos. Dice la regla que el buen
milites templi
no debe lucir melenas ni adornos en el pelo como las damas, así que estos deben llevar el pelo rasurado y portar barba. Sólo unos siete caballeros van de esta guisa, que, debo decir, se me antoja temible. Algunos llevan el pelo no largo, pero sí hasta por debajo de las orejas. Yo mismo me lo he cortado un poco. Hay dos o tres que exhiben inmensos bigotes a la costumbre de los francos. Todos tenemos una sola montura, y aunque la regla dice que se nos permiten hasta tres, tan sólo Jean tiene dos. Debo decir que en realidad nada es nuestro, nada tenemos, todo es de la orden y es el hermano procurador, Gustavo, de origen eslavo, quien nos da y nos quita.

Yo visto una túnica marrón, aunque me han proporcionado el resto del ajuar que corresponde a un caballero, esto es: dos camisas, dos pares de calzas de burel, dos calzones, un sayón, una pelliza, una capa, dos mantos —uno de invierno y otro de verano—, una túnica que en mi caso es marrón, un cinturón de cuero, un bonete de fieltro y otro de algodón. También me han dado un trapo para las comidas, una toalla, un jergón, dos sábanas, una manta de verano y otra de invierno y, por supuesto, las armas y el utillaje de caballero, que incluyen cota de malla, calzas de hierro, casco, yelmo, zapatos, espada, lanza, escudo, tres cuchillos, gualdrapa para el caballo con los colores del Temple, un caldero, un cuenco y tres pares de alforjas. Ellos visten túnicas blancas bajo la capa, con mangas estrechas y faldón algo corto para que no moleste en el combate. Casi todos llevan la cruz roja en el pecho. Dormimos todos juntos en el dormitorio comunal, en el primer piso del
donjon
. Según la regla las velas deben estar prendidas —para evitar contactos contra natura— y hemos de dormir con la camisa y el calzoncillo puestos por si el combate se hiciera necesario. No se permiten los adornos en monturas, riendas ni gualdrapas que no sean los de la orden, y tampoco los lujos en espuelas, escudos o armas.

Estos caballeros son un ejemplo de voluntaria renuncia. No veo, de momento, nada raro en ellos. Lo único impuro que he detectado hasta el momento es la relación, que según me cuentan Toribio y Tomás, existe entre el hermano cirellero, un caballero llamado Beltrán procedente de la Gascuña, y uno de los armigueros de la encomienda. Además, claro, debo relatar el asunto de mi compañero o «tutor», Robert Saint Claire. Como ya sabéis, el joven inglés ocupa un lugar preeminente y, según me dijo mi buen amigo Jean, tiene un brillante futuro en la orden. El padre de Robert no fue templario como el de Jean, pero está, si cabe, mejor relacionado que aquél. Según me contó mi comendador Henry Saint Claire, el padre de Robert, acompañó al fundador de la orden, Hugues de Payns, en la cruzada, o sea, en su primer viaje a Palestina. Al parecer surgió una gran simpatía entre ambos hombres, una amistad tal que Hugues de Payns desposó a la sobrina de Henry Saint Claire, o sea, a la prima de mi compañero Robert. En la dote se incluían tierras en Escocia, de manera que el primer Gran Maestre del Temple pasó mucho tiempo con los Saint Claire, con los que estrechó aún más los lazos. Los Saint Claire son una familia de origen normando que pasó a Inglaterra desde Francia con las huestes de Guillermo
el Conquistador
, y poseen un feudo en un lugar llamado Rosslyn. Como veis, me hallo rodeado de hombres que descienden de personajes importantes en la creación del Temple, y aunque no comparto vuestra teoría de la conspiración contra la Iglesia, debo reconocer que éste parece un negocio dominado de inicio por unas pocas familias. Como os decía, Robert Saint Claire tiene un problema: fue inducido por su padre a profesar, y hasta hace un tiempo se hallaba contento con su futuro destino de gerifalte del Temple, pero un obstáculo se cruzó en su camino, la joven hija de un burgués afincado en Chevreuse con la que lleva viéndose cerca de un año. Está enamorado hasta los tuétanos, según me confesó después de pasar un mes sin poder ver a su amada, ya que no tenía permiso para separarse de mí, mientras charlábamos en una de nuestras rondas por estos dominios. El joven me lo confesó todo y debo decir que depositó en mí una confianza digna de encomio, porque si yo hubiera sido de otra manera el castigo hubiera sido durísimo. Quiere dejar la orden pero no sabe cómo planteárselo a su padre, que se lo tomaría como una auténtica deshonra familiar. Gracias a que él se está viendo con su amada en este mismo momento y en esta posada, os he podido escribir estas letras. De momento, poco más os puedo contar; no sé cuándo podré volver a enviaros una misiva. Espero que sea pronto.

Hasta la fecha no veo motivos para pensar que estos Pobres Caballeros de Cristo pretendan atentar contra Nuestra Santa Madre Iglesia. Por cierto, he planteado a mi comendador mi deseo de ir a Tierra Santa y me ha desilusionado diciendo que no se está en la orden para cumplir deseos personales y que si uno quiere ir a un lugar te envían a otro. No obstante, ha insistido en que puedo ser muy útil. Me intriga por qué razón.

Vuestro Servidor en Cristo,

Rodrigo de Arriaga

Primero de julio del Año

de Nuestro Señor de 1140

A la atención de su Paternidad,

Silvio de Agrigento, de su servidor

Giovanno de Trieste

Su Paternidad, os escribo estas letras al saber que nuestro caballero, Rodrigo, ha conseguido enviar su primera carta. Debo decir que también a mí me ha resultado muy difícil haceros llegar esta misiva, pues estamos sometidos a una vigilancia continua no porque sospechen de nosotros, sino porque aquí se vive como en un monasterio —o peor— y resulta imposible salir de la encomienda o ausentarse a solas, ya que incluso los sargentos van por parejas a fuer de evitar tentaciones, controlándonos los unos a los otros. Paso todo el tiempo junto a Toribio, quien, después de más de un mes de reclusión, escasa comida, poco sueño y obligada castidad, comienza a mostrarse como una bestia enjaulada. Me temo que su concupiscencia pueda incluso dar al traste con la misión, porque cuando pasamos por el pueblo o por los caminos se desvive lanzando miradas e incluso requiebros a las mozas que nos cruzamos.

Solicito instrucciones al respecto.

A mí mismo se me hace a veces insoportable la estancia aquí, y no por la disciplina que, como hombre de armas, me agrada. No soporto la falta de conversación, aunque entre los sargentos el clima es algo más relajado que entre los caballeros. Aquí hablar en vano está mal visto, y ya sabéis que a los militares como yo nos gusta la buena conversación, los dados, las chanzas al fuego del campamento y la camaradería. A pesar de ello, no padezca vuesa merced, estoy aquí cumpliendo una misión y por dura que sea la llevaré a cabo. He podido enviar estas letras, como Rodrigo, gracias a la concupiscencia de mi compañero. En estos momentos se alivia con una puta que ejerce junto a la carnecería, cerca del río. Nos han enviado a recoger unas muías que donaba el molinero y Toribio me «ha convencido» para que le permitiera pasar unos momentos de solaz.

Rodrigo Arriaga se ha integrado con normalidad. Como novicio está por debajo en el escalafón de todos los caballeros, pero es algo que asume con suma dignidad, aplicándose con rigor al combate en los entrenamientos. A todos ha sorprendido su manejo del cuchillo y debo reconocer que es bueno con la espada; aunque flojea algo más en el uso de la maza y la lanza, monta muy bien.

Ni Toribio ni yo tenemos mucho tiempo para hablar con él más que en las raras ocasiones en que, junto a Tomás, el caballero nos visita en las caballerizas. Apenas si podemos intercambiar vivencias y murmuraciones. En esta orden no hay lugar para hacer el zángano, siempre hay que estar haciendo algo de provecho. Hasta los caballeros se han de zurcir la ropa y velar por el buen estado de sus armas. Tomás es el que nos sirve de enlace con Rodrigo, pues es su escudero. No hemos averiguado gran cosa, aunque el éxito de nuestra misión depende de que nuestro hombre sea nombrado, en efecto, caballero, y se infiltre en la orden como uno más. Se rumorea que esto se producirá pronto. Es en este punto en el que quería resaltar que, a mi parecer, Rodrigo Arriaga se ha metido demasiado en el asunto. Creo que como espía debe de ser bueno, porque se ha aplicado tanto a ser, parecer y comportarse como un templario, que da la sensación de creer lo que dice. El otro día el propio Toribio quedó sorprendido cuando su amo le espetó que nunca había pensado ingresar en un convento pero que la vida en el cenobio, la oración, el ayuno y el silencio le estaban haciendo, por única vez en los últimos años, sentirse bien consigo mismo, en paz.

Mal asunto. Espero que podamos averiguar algo pronto.

Vuestro humilde servidor Giovanno de Trieste,

Sargento Mayor de la Guardia de S.S.

Ultimátum
[5]

En las escasas ocasiones en que Rodrigo y Robert Saint Claire salían a solas por los caminos del valle de Chevreuse, el joven templario aprovechaba para encontrarse con su amada, Clara. Arriaga no escribía a Silvio de Agrigento. ¿Qué iba a contarle? Nada extraño había en el comportamiento de sus compañeros de encomienda, aparte de los celos típicos que aparecían en todos los cenobios. Rodrigo notaba que su presencia no era muy del agrado de dos de sus confreres: un caballero llamado Roger, hijo de un burgués parisino, y Arnaldo, un pomposo noble de origen bretón. Intentaba no frecuentar su compañía, aunque tampoco tenía demasiado tiempo libre para andar charlando con unos y otros. Su instrucción satisfacía a Jean, que se mostraba muy contento con la presencia de su viejo amigo en la comunidad templaría de Chevreuse. La mayoría de las decisiones referentes a la gestión de la encomienda se tomaban en las reuniones del capítulo de la misma, que tenían lugar en la sala capitular sita en el segundo piso del magnífico
donjon
del castillo. Jean se mostraba receptivo a las sugerencias de sus hermanos y solía aceptar las decisiones alcanzadas por mayoría. A Rodrigo se le permitía asistir a las reuniones del capítulo sin voz ni voto, para que fuera familiarizándose con sus futuros compañeros y con el funcionamiento de la encomienda. Los días transcurrían de manera rutinaria entre entrenamientos, a veces en el patio de armas del
château
y otras en una planicie que había junto al río, al noreste del pueblo. Allí era donde los catorce caballeros se ejercitaban con sus caballos, realizando cargas como un solo hombre, cubiertos con sus pesadas armaduras y todos los pertrechos.
Zeus
, el inmenso caballo del Pirineo que montaba Rodrigo, era una bestia imponente, no rehusaba el combate ni se asustaba ante el estruendo del choque de las armas. Estaba satisfecho con aquella bestia.

Arriaga se hallaba moderadamente contento con su nueva vida, no en vano era soldado. El recogimiento y la oración no venían mal a su perturbado espíritu, por lo que comenzaba a agradarle la idea de profesar como caballero templario. No veía nada raro en el proceder de los pobres caballeros de Cristo, luego, ¿qué iba a decirle a Silvio de Agrigento? Era evidente que era un recién llegado y que no iban a confiarle los secretos de la orden pero, por otra parte, la conducta de los caballeros, su renuncia y su duro modo de vida, no le hacían pensar que pudieran ser una amenaza contra la Iglesia. Por otra parte, si no lograba descubrir nada, ¿cumpliría su promesa Silvio de Agrigento? ¿Exhumarían los restos de Aurora y le darían los últimos sacramentos? Si no había nada que demostrar, nada raro, nada oculto, Silvio de Agrigento debería darse por satisfecho. ¿O no?

Siempre le quedaría la opción de aplicarse a ser un buen caballero y rezar a la Virgen para que aceptara su alma a cambio de la de Aurora. Si moría en combate contra el infiel tenía asegurada la gloria y quizá podría ofrecerse a cambio de ella. Seguro que Nuestra Señora aceptaba su sacrificio.

Corrían los últimos días de julio cuando Rodrigo se llevó una sorpresa. Aprovechando que los habían enviado a cobrar el diezmo al molino, Robert se citó con su amada en la posada. En aquellos días salían mucho de la encomienda, pues era el momento de la vendimia y los templarios habían de recoger su parte. Iban acompañados de Toribio y Giovanno, así que los tres aguardaron en la planta baja a Saint Claire. Pidieron una jarra de vino y al segundo trago Toribio solicitó a su amo que lo dejara acercarse donde la puta. Rodrigo lo miró con resignación y, tras pensárselo un poco, le autorizó a hacerlo. Entonces, la moza de la posada, Beatrice, la que enviara la carta a Silvio de Agrigento, se le acercó y le dijo:

—Alguien desea veros.

Rodrigo miró a Giovanno de Trieste, extrañado.

—Está arriba —repuso la joven.

Arriaga se levantó y siguió a la moza de formas redondeadas. Subió las escaleras tras ella, sin poder evitar reparar en el bamboleo de su oscilante trasero. Olía a lavanda y su sedoso cabello le llegaba casi a la cintura. Las maderas del suelo del primer piso crujían. Le pareció escuchar unos gemidos al pasar junto a una puerta: debían de ser Robert Saint Claire y su amada. Entonces, Beatrice se volvió y mostrándole su mejor sonrisa le abrió la puerta del cuarto de enfrente. Sus ojos eran bellos, verdes, y su sonrisa cálida. No pudo evitar sorprenderse al ver a Silvio de Agrigento sentado a una mesa y enfrascado en la lectura de un sinfín de papeles y memorandos.

—Loado sea Dios —dijo el diácono, que vestía una sencilla túnica de cura de pueblo.

—¿Vos aquí?

—Vaya, esperaba un recibimiento más caluroso. Sentaos y servíos un poco de vino.

La puerta se había cerrado tras la salida de la joven y los dos hombres se quedaron a solas.

Rodrigo se encaminó hacia la mesa y, tomando la jarra de arcilla, llenó los dos cuencos de madera.

—Recuerdo nuestro primer encuentro, Arriaga.

—Sí, fue algo violento.

—¿Violento? ¿Acaso no recordáis que a pocas me matáis?

Arriaga sonrió.

—Sí, dómine, sí. ¿Qué os trae por aquí?

—Mi señor Lucca Garesi está preocupado. ¿Cuánto tiempo lleváis en la encomienda?

—Creo que dos meses. Algo más.

—Y en dos meses sólo hemos recibido una carta.

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