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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (12 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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Quizá haya terminado ya, pensaba él, ahora sí que se ha desahogado, estará cansado, hubiera querido decir algo para no repetir las obviedades de la visita precedente, de acuerdo, papá, no te acalores, si acabas de decir que aquí estás muy bien, mejor que en tu casa, yo también lo creo, deja en paz el pasado, no pienses en eso, sucedió hace mucho tiempo, por favor, papá. Pero no era capaz de encontrar otras palabras: de acuerdo, papá, no te acalores, si acabas de decir que aquí estás muy bien, mejor que en tu casa, yo también lo creo, deja en paz el pasado, no pienses en eso. El viejo no le dejaba terminar, le correspondía a él hablar, era justo que así fuera, ahora tenía la mirada perdida en la nada, se acariciaba las rodillas como si quisiera alisar la raya de los pantalones, estaba sentado en aquella butaquita acolchada con un cojín blanco detrás de la nuca mirando fijamente una fotografía en un marco de plata que tenía en la mesilla. Era la imagen de un chico y una chica que estaban abrazados, él le rodeaba la cintura con su brazo derecho, ella le pasaba una mano por el hombro casi sin apoyarla, como si sintiera pudor al ser fotografiada, llevaba una cinta en el pelo, un peinado vaporoso y un vestido modesto, de un corte que le recordaba a ciertas películas de antes de la guerra, qué extraño, aquella fotografía la había visto siempre en casa sobre la cómoda de la habitación de sus padres, una vez, de niño, preguntó a su madre quiénes eran y ella contestó: personas a las que no llegaste a conocer.

¿A que no sabes que esa pareja atroz fue recibida por todas partes con los máximos honores hasta ayer mismo?, el viejo no dejaba de hablar siguiendo el hilo de sus pensamientos, ¿lo sabes o no lo sabes? Él no le contestaba, se limitaba a asentir levemente, no era ayer, papá, osaba murmurar, los mataron hace más de quince años, papá. El viejo no le había oído. Le daban doctorados honoris causa uno tras otro, a la gran científica, continuaba, había inventado una poción mágica, una gelatina que hacía rejuvenecer, detenía el tiempo, déjate de las glándulas de mono de ese otro charlatán ruso, unas gachas de sémola, jalea real y cieno del Mar Negro, y por ese maravilloso descubrimiento suyo los jefes de Estado de los países que ahora visitas tú la recibían como una benefactora de la humanidad, doctorados honoris causa a toneladas, en Francia en Italia en Alemania, no me acuerdo bien, en esa Europa tuya, en cualquier caso, ¿tú ahora dónde das clase?, ¿en Roma? No te olvides de que las leyes raciales fueron inventadas precisamente allí; en cambio, a ese precioso país donde hicimos que nacieras van de visita personajes siniestros, fascistones, y son recibidos con todos los honores, todo al revés, a ese otro donde nacimos tu madre y yo acudían en cambio los devotos del sol del porvenir, los atraía la papilla de la eterna juventud de la falsa científica, vejestorios como yo que no se resignaban, se instalaban en un bonito hotel a orillas del Mar Negro, se daban unos banquetes de órdago, pero cada mañana se tomaban en ayunas dos cucharadas de la mágica jalea real, después se iban con toda libertad a la playa reservada, progresistas y naturistas, a mirarse debajo de la tripa a ver si el remedio de la conducatriz causaba efecto. Era una enfermera, empezó su carrera de científica metiendo palanganas bajo el trasero de los viejos en lugares como éste, después se casó con el condotiero del pueblo y se convirtió en una científica, ¿me has dicho que vuelves a Roma mañana?, si tienes ocasión dale recuerdos al tipo ese, cuando se asome a la ventana, lo vimos en el televisor mientras se iba de excursión a esos sitios adonde me llevaron de vacaciones cuando era joven, se había puesto unos zapatitos muy agraciados y vestiduras blancas, precisamente el color más adecuado para ese sitio, la inocencia, si por lo menos hubiera llevado un sayo, que es una vestidura seria para ciertas circunstancias, y como si no bastase, ¿qué se le ocurre decir con esa vocecilla suya de castrado?, pues nada menos que preguntarle al Señor, al suyo, naturalmente, por qué estaba ausente, por qué no estaba allí, y dónde estaba. Pero ¿qué clase de preguntas son ésas?
Gott mit uns
, hijo mío, ahí es donde estaba, estaba con ellos, estaba allí, junto a los centinelas de guardia de las verjas, no fuera a ser que a alguno de nosotros se le viniera a la cabeza la idea de huir, por más que no nos tuviéramos en pie.

Se había encendido un cigarrillo que tenía escondido debajo de una servilleta en el cajón donde guardaba las medicinas. Cuando te vayas abre la ventana, dijo, si la enfermera se da cuenta me monta una escena, es un encanto de mujer pero observa el reglamento, aquí son todos unos maniacos del reglamento, en cualquier caso aquí estoy mucho mejor que en mi casa, que por lo demás no es que sea un palacio, y, además, ¿te acuerdas de la asistente social que me había asignado el ayuntamiento para que, según lo previsto, me atendiera cuatro horas a la semana?, ¡pues qué va!, aquella ucraniana cabezota me miraba como si fuera papel timbrado, y ni una sola palabra de rumano, y además a personas como nosotros, estoy pensando ahora en la familia de tu madre, que en Ucrania pasaron lo que pasaron, ¿no se te ocurre nada mejor que darle una ucraniana como asistente social, una cabezota que si le hablas en rumano hace como si no te entendiera y que te contesta en su idioma? Él hubiera querido decirle: papá, por favor, no digas cosas absurdas, ella no te hablaba en su idioma, te hablaba en hebreo, y no es que hiciera como si no entendiera rumano, es que era verdad que no te entendía, eres tú el que nunca quiso aprender hebreo correctamente, siempre te obstinaste en hablar en rumano, incluso conmigo, yo te lo agradezco porque me has dado tu idioma, pero no puedes hacer de eso una cuestión nacional, yo entiendo el problema que tuviste, cuando mamá y tú llegasteis aquí teníais más de cuarenta años, no debió de resultar fácil, pero no puedes echarle la culpa a la asistente social si no te habla en rumano. En cambio, prefirió no decir nada porque el viejo, entretanto, había retomado su soliloquio volviendo a un tema aparentemente concluso, como tenía por costumbre. Te rogaría que no me obligaras a repetírtelo, dijo, aquí es como estar en un hotel, y si quieres quedarte en Roma dando clases de esas disciplinas tuyas, que no te entren problemas de conciencia, ¿es que no ves esta habitación tan estupenda?, un hotel así no me ha tocado a mí en la vida, tú no puedes ni imaginarte cuando tu madre y yo conseguimos salir de aquella alcantarilla, tú no puedes ni imaginarte el sitio en el que dejé a mi hermano, después de su enfermedad, aquello no era un hospicio, era un campo de concentración, el campo de concentración del gran condotiero del pueblo rumano, lo dejé en una silla de ruedas en el pasillo, intentó seguirnos hasta la salida pero no se movió ni un milímetro, las sillas de ruedas de los hospicios del Conducator estaban atornilladas, y entonces empezó a rezar en voz alta, me llamaba y recitaba el Talmud, para detenerme, ¿lo entiendes?, si tu madre y yo nos marchábamos, nadie más iría a visitarlo, a encargarse de él, pero en aquel momento, mientras yo estaba llorando e intentaba ocultar las lágrimas, con todas aquellas brujas de batas blancas que me miraban, todas espías disfrazadas de enfermeras, digo, en aquel momento, en definitiva, algo así no puede hacérsele a un hermano, ¿tú le harías algo así a un hermano aunque nunca lo hayas tenido?, y entonces yo me di la vuelta y dije en voz alta para que las espías en bata blanca me oyeran bien: de los campos de Codreanu nos libramos los dos juntos, pero el del gran condotiero me ha tocado vivirlo a mí solo, durante cinco años, querido hermano mío, y dado que he sido reeducado puedo marcharme, porque a los reeducados en ocasiones les conceden el visado de salida, y de mi reeducación conservaré un recuerdo muy personal.

Calló, como si hubiera terminado, pero no había terminado, no era más que una pausa, lo único que le hacía falta era recobrar el aliento. Sabes, hijo mío, continuó, por muchas ganas que tengas de contarles tus recuerdos a los demás, podrán escuchar tu relato y puede incluso que lo entiendan todo hasta en sus mínimos detalles, pero ese recuerdo seguirá siendo tuyo y sólo tuyo, no se convertirá en un recuerdo ajeno porque se lo hayas contado a los demás, los recuerdos se cuentan, pero no se transmiten. Y fue entonces cuando él, visto que el razonamiento venía a cuento, dijo: a propósito de memoria, papá, me ha dicho el médico que te niegas a tomarte tus medicinas, la enfermera se ha dado cuenta de que finges engullir las pastillas y después las echas al lavabo, ¿por qué lo haces? Estos médicos no me gustan, murmuró el viejo, no entienden nada, créeme, no son más que unos sabiondos ignorantes. No creo que haya mucho que entender, papá, replicó él, lo único que intentan es ayudar a una persona de tu edad, eso es todo, por lo demás el diagnóstico es alentador, no hay ninguna patología seria como nos temíamos, en caso contrario tu actitud sería comprensible porque no sería una actitud, sino el indicio de una patología progresiva, aunque en tu caso es una actitud, o tal vez un hecho puramente psicológico, eso es lo que dicen los médicos, por eso te han prescrito estas píldoras, es un psicofármaco muy ligero, nada especial, una simple ayuda. El viejo lo miró con una expresión que le pareció de conmiseración, tal vez hubiera un tono irónico en su voz. Ayudar, dijo, claro, naturalmente, ayudar, lo que esa gente pretende es abrillantarte la memoria como un espejo, ésa es la cuestión, que pueda funcionar no como ella quiere sino como quieren ellos, que deje de obedecerse a sí misma, a su propia naturaleza, que no es de forma geométrica, la memoria no puedes representarla con un precioso dibujito geométrico, adquiere la forma que más le place según el momento, según el tiempo, según quién sabe qué, y ellos, esos doctorcitos, pretenden trigonometrizártela, ésa es la palabra adecuada, de modo que resulte perfectamente medible, como un dado, por ejemplo, eso les conforta, un dado tiene seis caras, le vas dando vueltas y ves todas las caras, ¿tú crees que la memoria es un dado? Hizo un gesto con la mano como si espantara una mosca. Calló. Sus manos habían dejado de alisarse la raya de los pantalones. Con los ojos cerrados, la cabeza apoyada en el cojín de la butaca, parecía como si se hubiera quedado dormido. Hace muchos años, susurró, tenía un sueño recurrente, empecé a soñarlo a los quince años, en el campo de concentración, y durante media vida me lo llevé arrastrando, era raro que pasase una noche sin que lo soñara, a decir verdad ni siquiera era un sueño, porque los sueños, incluso los más desarticulados, tienen una historia en todo caso, y el mío era más bien una imagen, como si fuera una fotografía, mejor dicho, era mi cabeza la que sacaba aquella fotografía, si es que puede decirse así, porque yo estaba allí de pie, mirando la niebla y en determinado momento, clic, mi cerebro sacaba una fotografía y ante mí se dibujaba un paisaje, mejor dicho, no había ningún paisaje, era un paisaje hecho de nada, había sobre todo una verja, una magnífica verja blanca, abierta de par en par ante un paisaje que no existía, nada más que aquella imagen, el sueño era fundamentalmente lo que yo sentía al mirar aquella imagen que mi cerebro había fotografiado, porque los sueños no son tanto lo que sucede como la emoción que sientes al vivir lo que sucede, y no sabría explicarte bien la emoción que sentía, porque las emociones no pueden explicarse, para explicarlas hay que transformarlas en sentimientos, eso lo entendió muy bien Baruch, pero el sueño no es lugar adecuado para transformar una emoción en sentimiento, lo que puedo decirte es que era un gran aflicción, porque sentía al mismo tiempo un gran deseo de lanzarme a la carrera, cruzar aquella verja y sumergirme en lo ignoto que se abría ante ella, huir hacia no sé qué, pero al mismo tiempo experimentaba una sensación de vergüenza, como una culpa que no había cometido, el miedo a oír la voz de mi padre reprochándome algo, aunque no hubiera ninguna voz en aquel sueño, era un sueño mudo, con el miedo a oír alguna voz. Aquel sueño desapareció la primera noche que llegamos a este país. Dormimos en Jaffa en casa de unos amigos a los que no llegaste a conocer, murieron pronto, a tu madre ya no le estaba la ropa, teníamos sólo dos maletas y soplaban vientos de guerra, por lo demás en este país son vientos que nunca han cesado, dormimos en la terraza, sobre dos jergones improvisados, hacía calor, se oían sirenas en la lejanía y de las calles provenían ruidos poco tranquilizadores para quienes estábamos acostumbrados al silencio de las noches de Bucarest, y sin embargo aquella noche dormí como un niño, y aquella especie de sueño no volvió a presentarse.

Se interrumpió. Abrió los ojos un instante para mirar a su hijo y volvió a cerrarlos después. Empezó de nuevo a hablar con una voz tan baja que tuvo que inclinarse hacia delante para poder escuchado. La semana pasada regresó, susurró, exactamente igual, la misma verja de hierro, blanquísima, los sueños no se oxidan, evidentemente, ni tampoco las emociones que los acompañan, es exactamente igual como lo que sentía en otros tiempos, la misma aflicción, el deseo de echar a correr y de cruzarla, correr para ver lo que oculta y adónde conduce, y algo me retiene, pero no es la voz de mi padre, la mía es una película muda al igual que son mudas las fotografías, no es la voz de mi padre, si por lo menos oyera su voz, es el miedo a oírla, y ahora ya basta.

Abrió los ojos y con voz firme preguntó: ¿cuándo te marchas? Él contestó: el miércoles, papá, pero volveré a visitarte dentro de un mes. No malgastes así tu dinero, dijo el viejo, quién sabe cuánto costará un billete aéreo desde Roma hasta aquí. Papá, dijo él despidiéndose, no me seas un viejo judío tacaño, te lo ruego. Yo soy un viejo judío tacaño, dijo el viejo, ¿qué otra cosa podía ser más que un viejo judío tacaño?, antes de irte abre la ventana, por favor, si la enfermera nota el olor a humo se enfada.

* * *

Por suerte sólo llevaba equipaje de mano, lo suficiente para un fin de semana, en caso contrario, la espera en las cintas de recogida de equipajes le habría hecho perder quién sabe cuánto tiempo, lo sabía. Cuando desde la sala de las llegadas salió al vestíbulo del aeropuerto le embistió una luz cegadora mucho más feroz que la de Roma, y sobre todo notó el calor y casi se sorprendió por ello, como si hubiera olvidado que a finales de abril en Tel Aviv ya es prácticamente verano, y su olfato captó algunos aromas familiares que le estimularon el apetito. Debía de haber por allí cerca el carrito de algún vendedor que estaba friendo
falafel
, miró a su alrededor porque se le ocurrió la idea de comprar un paquetito para llevárselo a su padre, sabía perfectamente que le tocaría oír que los
falafel
no podían compararse con los
covrigi
rumanos que su madre había cocinado durante toda su vida, pero en el aeropuerto Ben Gurión no podía pretender encontrar
covrigi
, hubiera podido encontrarlos en algún bistró rumano cerca del mercado del Carmel, pero quién sabe cuánto tiempo hubiera perdido a causa del tráfico. Localizó al hombrecillo que vendía los
falafel
y compró un pequeño cucurucho, salió a la luz que le hería los ojos y se puso en fila para coger un taxi. Le tocó uno conducido por un joven palestino, un muchacho imberbe con una tentativa de pelusa sobre el labio superior que así, a ojo, ni siquiera le pareció mayor de edad. Le habló en árabe, para no obligarlo a hablar en hebreo. ¿Tienes carné?, le preguntó. El muchacho lo miró con los ojos muy abiertos. ¿Es que cree que quiero que me detengan?, contestó, esa gente detiene a todo el mundo, uno acaba en la cárcel por mucho menos. La respuesta le dejó turbado: esa gente detiene a todo el mundo, ¿esa gente?, ¿quiénes?, si es su país, pensó, «esa gente» era su país. Le indicó el destino de manera aproximativa. Cerca de Ben Yehuda, dijo, ya te explicaré después el lugar exacto. Un lugar elegante, observó el muchacho con una sonrisa pícara. Elegantísimo, dijo él, es un hospicio para viejos. El taxista acababa de meterse en el tráfico cuando se le ocurrió una idea. ¿Conoces una buena pastelería palestina? Ya tenía los
falafel
, los
covrigi
no tenía ganas de ir a buscados, ¿por qué no llevarle a su padre una especialidad palestina?, le había oído decir durante toda su infancia que los judíos rumanos son los otros palestinos de Israel. Conozco una extraordinaria, contestó el taxista con entusiasmo, en la que trabaja mi hermano, hacen incluso un
baklava
que no se encuentra en ninguna otra parte. El
baklava
no es palestino, es iraquí, dijo él, disculpa, pero es iraquí, no te ofendas. Qué va a ser iraquí, contestó el muchacho, escandalizado, mira con lo que me sale.

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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