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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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Todos los personajes de este libro parecen empeñados en confrontarse con el tiempo: el tiempo de las vicisitudes que han vivido o están viviendo y el de la memoria y la conciencia. Pero es como si en sus clepsidras se hubiera levantado una tormenta de arena: el tiempo huye y se detiene, da vueltas sobre sí mismo, se oculta, reaparece para exigir cuentas. Del pasado surgen fantasmas socarrones, las cosas que antes se distinguían claramente ahora se asemejan, las certezas estallan, las versiones oficiales y los destinos individuales no coinciden.

Como en un cuadro de Arcimboldo, en el que las figuras singulares componen en perspectiva la figura mayor que las alberga, los personajes de este libro dibujan el inefable rostro de una estación. Es nuestra época impiadosa y fútil, hecha de un tiempo anfibio que ya no escande la vida y del que nos sentimos huéspedes ajenos. Historias extraordinarias que penetran de modo indeleble en nuestra imaginación, por más que ya no pertenezcan al mundo de la imaginación, sino a una realidad cuyo código tal vez hayamos extraviado.

Antonio Tabucchi

El tiempo envejece deprisa

ePUB v1.1

ulyss
26.06.12

Título original:
Il tempo invecchia in frena

Antonio Tabucchi, 2009

Traducción: Carlos Gumpert

Diseño portada: Julio Vivas. Fotografía: Philippe Ramette

Editor original: ulyss (v1.0)

ePub base v2.0

μετα την σκιαν ταχιστα γηρασκει χρονος

«Persiguiendo la sombra, el tiempo envejece deprisa.»

Fragmento presocrático atribuido a
CRITIAS

El círculo

«Le pregunté sobre aquellos tiempos en que éramos aún tan jóvenes, ingenuos, entusiastas, tontos, inexpertos. Algo de eso ha quedado, excepto la juventud, respondió.»

El viejo profesor se había interrumpido, tenía una expresión casi contrita, se había enjugado precipitadamente una lágrima que se le había asomado a una pestaña, se había dado un golpecito en la frente, como diciendo qué idiota, perdonen, se había aflojado el corbatín de aquel increíble color anaranjado y había dicho con su francés marcado por un fuerte acento alemán: les ruego que me disculpen, les ruego que me disculpen, se me había olvidado, el título del poema es «El viejo catedrático», de la gran poetisa polaca Wisława Szymborska, y en ese momento se había señalado a sí mismo, como queriendo indicar que el personaje de ese poema en cierto modo coincidía con él, después se había bebido otro calvados, más responsable de su conmoción que el poema, y se le había escapado una especie de sollozo, todos de pie, consolándolo: Wolfgang, no hagas eso, sigue leyendo, el viejo profesor se había sonado la nariz con un amplio pañuelo de cuadros: «Le pregunté por la fotografía», prosiguió con voz estentórea, «esa en el marco, sobre el escritorio. Fueron, pasaron. Mi hermano, mi primo, mi cuñada, mi esposa, mi hijita sobre las rodillas de mi esposa, el gato en los brazos de mi hijita, y un cerezo en flor, y sobre el cerezo un pájaro volador no identificado, respondió.»
[1]

El resto ya no lo había escuchado, o tal vez ya no quiso seguir escuchándolo, qué amable el viejo profesor del cantón de San Galo, los primos de San Galo son un poco paletos, eran palabras de la tía abuela oídas en alguna ocasión en la cocina, criaturas extrañas, son buena gente, pero viven en ese sitio tan aislado entre montes y lagos, en cambio quien le parecía delicioso a ella era el viejo profesor de San Galo, hasta había hecho fotocopias del poema que quiso leer en el brindis, qué delicadeza, y las había dejado a disposición de los invitados sobre la mesa ya puesta, entre el postre y los quesos, porque, según decía, ése era el mejor homenaje a la memoria del abuelo, «mi añorado e inolvidable hermano Josef, en cuyo lugar el Señor hubiera debido llamarme a mí». Y, en cambio, era él el que estaba vivito y coleando, con sus abundantes venillas rojas en la nariz que el alcohol hacía aún más evidentes, y entretanto la abuela escuchaba embelesada (o acaso dormitaba) el elogio poético de su cuñado hacia su difunto marido, porque el aniversario de aquella muerte, ya hacía una década, era el motivo de la solemne reunión de familia, hay que conmemorar a los difuntos aunque a pesar de todo la vida siga, y la vida que sigue merece ser celebrada tanto o más que los difuntos, y que se fastidien los envidiosos, porque la familia es la familia, sobre todo una familia histórica como la nuestra, que ya a principios del siglo XIX tenía casas de postas que llegaban desde Ginebra hasta el cantón de San Galo, y desde el lago Constanza hasta Alemania, y desde Alemania hasta Polonia, quedan aún grabados y fotografías, están todos en el álbum familiar, de esas antiguas casas de postas nació después la red comercial que hace hoy célebre a la familia Ziegler en Suiza y en toda Europa, los fundadores hace tiempo que murieron, los herederos más viejos no tardarán en hacerla, pero la familia continúa, porque la vida continúa, por eso estamos aquí, para celebrar la vida que continúa, con nuestros hijos y nietos, concluyó triunfalmente el tío abuelo de San Galo.

Y ahí estaban, los herederos de tanta tradición. El gesto teatral del tío abuelo de San Galo, que declamaba con voz conmovida el poema, parecía dirigirse precisamente a ellos: al chiquitín de ricitos rubios que ya llevaba corbata y a la niñita del rostro lleno de pecas, ignaros ambos de que aquella mano se dirigía precisamente a ellos, e ignaros de la memoria del desconocido abuelo Josef, abstraídos como estaban en disputarse una porción de tarta de chocolate, y el varón, que había sobrepujado a su hermana, llevaba ya el signo de la victoria bajo la nariz, como unos bigotes en un teatrillo de títeres, y la última nuera, la blanca Greta, tan cumplida, con una servilletita de encaje, de San Galo también, como el tío abuelo, limpió la mancha de chocolate del rostro de su hijo y sonrió. Una hermosa sonrisa sobre un lozano rostro de leche y de sangre, como había oído decir una vez en aquel pueblo, aunque tal vez no fuera en Ginebra, sino en Lugano: leche y sangre. Qué extraña mezcla, la primera vez que había oído esa expresión le había causado un extraño efecto, casi de náusea, tal vez porque se había imaginado una jarra de leche en la que caían unas gotas de sangre. Y su pensamiento, por su cuenta, había vuelto a una infancia que no era la suya, sin embargo, a una aldea perdida en el tiempo, a los pies de las montañas de un país que allí, en esa ciudad donde estaban conmemorando ahora a un abuelo Josef que no era el suyo y a quien no llegó a conocer, llamaban el Magreb, como si perteneciera a una abstracta geografía. Cuando ella era niña, no sabía que el lugar en el que vivían sus padres se llamaba Magreb, ni siquiera ellos lo sabían, vivían allí y nada más, y no lo sabía tampoco su abuela, cuya imagen le afloró desde el recuerdo como desde un pozo enterrado, qué extraño, porque no era el recuerdo de una persona, era el recuerdo de una persona que le habían contado, ella no llegó a conocer a su abuela, ¿cómo podía acordarse tan bien de un rostro que nunca había visto? Y después se le vino a la cabeza su madre, porque su madre era fuerte, pero muy frágil también, y qué hermosa era, con ese perfil altivo y los ojos grandes, y se acordó de su forma de hablar, y de su acento antiguo, antiquísimo, porque provenía del corazón del desierto, donde nunca se habían atrevido a penetrar los saqueadores árabes que comerciaban con los cuerpos de las personas, ni los sacerdotes católicos, que comerciaban con las almas, lo mejor era dejar en paz a los bereberes, son personas no comerciables. Y pensó al mismo tiempo de dónde provenía esa profunda percepción de sí misma que sintió aflorar por un instante frente al gesto perfecto y decidido con el que Greta limpiaba la mancha de chocolate de la mejilla de su hijo. De la nada, esa percepción provenía de la nada, como su recuerdo, que no era un verdadero recuerdo, sino el recuerdo de un relato, y no era aún un sentimiento, era una emoción y, en el fondo, ni siquiera emoción era, no eran más que imágenes que su fantasía había construido de niña escuchando recuerdos ajenos, pero de aquel lugar remoto e imaginario se había olvidado después, y eso la sorprendió. ¿Por qué aquellos lugares de arena de los que le había hablado su madre cuando ella era una niña habían quedado sepultados en las arenas de su memoria? Los Grands Boulevards, ésa era la geografía que pertenecía a su memoria, las grandes avenidas de París donde su padre tenía un elegante despacho de notario con florido papel pintado en las paredes y sillones de cuero, su padre, conocido abogado de un gran despacho parisiense. En la planta de encima del despacho estaba el piso en el que se había criado, un piso de ventanas altísimas y molduras de estuco en los techos: es un edificio construido por Haussmann, en casa siempre se había dicho eso: es un edificio de Haussmann, y Haussmann era Haussmann, punto y final, pero ¿qué tenía Haussmann que ver con lo que ella era?

Se lo preguntó mientras Greta limpiaba con el pañuelo de San Galo la mancha de chocolate del rostro de su hijo, y eso que se preguntaba a sí misma le hubiera gustado preguntárselo a todos los comensales de aquella fiesta familiar, a aquella familia tan hospitalaria y generosa que celebraba a un abuelo emprendedor que había sabido transformar unas viejas casas de postas en una rentable empresa comercial que ahora le pertenecía a ella también, porque le pertenecía a Michel. Pero ¿a qué propósito sacar a relucir ahora a Monsieur Haussmann? La habrían mirado como si estuviera loca. Querida mía, le habría dicho Greta (quizá se lo hubiera dicho Greta precisamente), pero ¿a qué viene eso de Haussmann? Es el mayor urbanista francés del siglo XIX, rehízo París, tú te criaste en uno de los edificios que él construyó, ¿por qué se te ha venido a la cabeza Haussmann? Greta se sentía acomplejada por vivir en Ginebra, que en comparación con París consideraba una ciudad de provincias y tal vez lo hubiera tomado como una provocación. La verdad es que no era algo que pudiera decirse en el comedor de una fiesta familiar, en aquella sólida casa de amplias ventanas que daban al lago, ante una mesa aparejada en la que había de todo, hubiera podido hablar del desierto, pero le habrían preguntado a qué venía eso del desierto, ella hubiera podido contestar que el desierto, si tenía algo que ver, era por oposición, pues vosotros, aquí, delante de vosotros, tenéis un magnífico lago rebosante de agua que tiene incluso un surtidor en el centro que lanza el agua verticalmente a cien metros de altura, y en cambio mi abuela estaba rodeada de arena y cuando era niña, para ir a coger un cántaro de agua, por la mañana tenía que ir al pozo de Al Karib, ahora se me ha venido a la cabeza hasta el nombre, y ella tenía que recorrer tres kilómetros a oscuras de ida y tres kilómetros bajo un sol ardiente para volver con el cántaro sobre la cabeza, y vosotros no podéis saber lo que es de verdad el agua, porque tenéis demasiada.

¿Eran ésas cosas que debían decirse? ¿Y ellos qué culpa tenían? ¿A lo mejor podía decirles que se le había venido a la cabeza la expresión leche y sangre, realmente monstruosa, en su opinión, porque cuando era muy pequeña su abuela se la llevaba con ella a veces por la noche al establo y ella miraba fascinada aquel líquido cándido que su abuela extraía de las ubres de las cabras en una palangana de zinc, y después lo llevaban a casa con la reverencia debida a un regalo divino, pero si en ese cándido líquido hubieran caído unas gotas de sangre, habría resultado monstruoso, habría huido espantada, pero no podía decirlo, porque no era un recuerdo, era una fantasía, un falso recuerdo, ella nunca había estado en aquel establo, y así, huyendo de un falso recuerdo, ahora me hallo aquí, pensó, con esta amable familia que con tanto afecto me ha abierto sus brazos, pido disculpas a todos, lo que digo no tiene lógica, será porque estaba mirando mis manos algo más oscuras y la expresión leche y sangre me ha sonado realmente extraña, es que quizá me haga falta un poco de aire fresco, en verano en Ginebra hace más calor incluso que en París, hay más humedad, quizá lo que me haga falta es tomar el aire, esta fiesta me ha gustado mucho, sois todos de lo más amable, pero es como si realmente me hiciera falta un poco de aire, hace años, cuando éramos novios, Michel me llevó hasta unos prados de los montes, fuimos en autobús, el que llega a la última aldea, si no recuerdo mal, en el fondo no estaban muy lejos, si cojo un taxi llegaré en media hora, en el fondo los prados no están ni a mil metros, Michel debe de haberse ido ya a echar la siesta, decidle que no se preocupe, estaré de regreso antes de cenar.

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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