Son muchas las mujeres que esperan vivir una vida de novela: la que se casa aunque sueña con reencontrarse con el amor de su vida al doblar la esquina; la niña que crece esperando que su vecino se fije en ella, y la convencida de que su conquista cruzará un océano para buscarla.
Ésta es la novela de María José, que sufre un accidente justo cuando ha recuperado el control de su vida. Y la novela de su madre, tan parecidas sin quererlo. Y también la de Marga, su amiga, que sueña por las dos. Y la de Fermín, Paco y Joaquín. Es la historia de todas esas personas, unidos por lazos de amistad, de amor o de familia, y que a pesar de ello se convierten en desconocidos. Sólo una mirada desde la distancia los ayuda a recomponer su propio mapa vital.
Carmen Amoraga
El tiempo mientras tanto
ePUB v1.6
Mística14.07.12
Título original:
El tiempo mientras tanto
Carmen Amoraga, 2010.
Editor original: Mística (v1.0 a v1.6)
ePub base v2.0
A mis abuelos, por su recuerdo.
A mis padres, por su orgullo.
A Carlos, por no perder la ilusión.
Y a Carmen, por supuesto.
(ésta es la raíz de la raíz y el brote del brote
y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece
más alto de lo que el alma puede esperar o la mente ocultar)
y es la maravilla que mantiene a las estrellas separadas
llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón)
E. E. C
UMMINGS
,
Llevo tu corazón conmigo
Soñamos juntos
juntos despertamos
el tiempo hace o deshace
mientras tanto.
M
ARIO
B
ENEDETTI
, «Intimidad»
(Contra los puentes levadizos)
María José era una gran mujer que no tuvo suerte en la vida. A los dos meses no había otra cosa que le gustase más que la teta de su madre pero tuvo una bronconeumonía que la condenó al biberón (ardía de fiebre y a su madre se le cortó la leche del disgusto). A los cuatro años le detectaron reuma en la sangre (no era grave, pero un practicante tan antipático que ni siquiera le hacía la broma de voy a usar una aguja invisible le tenía que poner inyecciones dolorosísimas una vez por semana). A los seis empezó a sufrir ataques de acetona (nada del otro mundo, pero se convertía en la niña de
El exorcista
cuando empezaba a vomitar). A los once años pareció encontrar estabilidad en su molesta salud, pero a cambio le cogió gusto a comer y empezó a engordar. A los trece, coincidió en el ascensor con un vecino al que había visto al menos ciento cincuenta mil veces porque estudiaba séptimo en el mismo colegio en el que ella iba a octavo, y porque vivían en el mismo edificio (es decir, toda la vida) y que siempre le había dado lo mismo, hasta ese día. El niño le preguntó a qué piso vas, como si no lo supiera, y ella, muerta de vergüenza, le contestó al quinto. Era mentira.
La mujer que va a morir y no lo sabe, o quizá sí, tiene los ojos cerrados, el cuerpo rígido, las manos abiertas, los dedos extendidos. Las enfermeras le hablan, le dicen, venga, bonita, que vamos a cambiarte las sábanas; o huyyyy, pero qué buen aspecto tienes hoy, o guapa, alegra esa cara; o preciosa, levántame un poco el culete que te voy a hidratar; o pero qué pelos me llevas; o mira, voy a abrirte la cortina para que te dé el sol y te pongas morena; o no te asustes, cariño, que te voy a menear un poquito para que no te salgan llagas; o vamos, sonríe un poco, que hoy ha venido tu amiga Marga a verte. Pero la mujer que va a morir no mueve ni un músculo. No parece triste ni tampoco alegre. Su amiga Marga le da lo mismo porque le queda poco tiempo. Quizá no se dé cuenta. O quizá sí. Quizá note que cada día es como una despedida, que cada noche se convierte en una batalla ganada. O perdida. Tal vez tenga ganas de terminar. Quién sabe. Alguna vez, antes, cuando la vida ya era una resta, cuando ya estaba perdiendo la pelea contra la muerte pero no se daba cuenta, había hablado de cómo sería, palmarla, decían, palmarla y no morir, como para quitarle gravedad al hecho de dejar la vida. Si estaba con otras personas siempre recurría a lo mismo, lo típico, que estamos de paso, que no tiene tanta importancia, que todos nacemos y todos morimos, que esto no es más que una cuenta atrás, que la vida no es más que un rato, cuatro días al fin y al cabo, que lo importante no era cuánto, sino cómo.
Pero si estaba sola, si se lo preguntaba estando sola, al instante se arrepentía de haberse formulado la pregunta, porque en realidad no le importaba qué era estar muerta, sino la certeza de la respuesta: lo poco que queda después, lo pequeño que es el hueco que dejamos, y esa marca, tan leve, tan efímera. Ella sabía que recordamos poco tiempo a los que se van. Lo único eterno son los genes. Lo oyó en la radio, y pensó que era verdad, que nuestro recuerdo no nos sobrevive tanto como nos gustaría y que lo indeleble de nuestra huella pasa desapercibido.
¿Cuánto de lo que era ella se lo debía a los que fueron antes?
Cuando le llegó la hora a su abuelo Julio, su padre lloró en el cementerio como lloran los críos, sin vergüenza, haciendo ruido, sorbiéndose los mocos, apartándose las lágrimas de la cara. Ay, papá, ay, perdóname todo lo que te he hecho. Ella se le acercó por detrás y le colocó una mano en el hombro. Notó su llanto, justo ahí, en la palma, y el contacto le dolió. Los sollozos de él la hacían vibrar con ritmo triste, ay, mi padre, María José, ay, ay, ay, se detuvo para mirarla, tragó saliva, y luego continuó ay, que se me ha ido mi padre, y ella no sintió pena, sino pudor, como si estuviese invadiendo un territorio privado, porque nunca había estado tan cerca de alguien que sufriese tanto. Tranquilo, papá, el abuelo ya ha dejado de sufrir.
Lo dijo porque lo sentía, ya está, ya ha descansado; lo que se calló fue que el abuelo Julio estaba más solo que la una porque llevaba años viviendo en una residencia de ancianos en Gandía, que le habían llevado a ésa en lugar de buscar otra más cerca porque les salía más barata con lo del bono residencia, y que desde hacía tiempo lo único que quería era o que lo sacaran de allí o morirse de una vez. Sus hijos, tres chicas y un varón, iban poco a visitarle. No es que no le quisieran, porque lo querían, pero no encontraban tiempo para ir a verle. El trabajo, las obligaciones, tú lo sabes, papá, tú has sido un hombre ocupado toda la vida. Venimos cuando podemos, y el abuelo Julio los miraba con una indiferencia fingida que en realidad era desprecio, y murmuraba hijos de puta, para esto me he deslomado, para esto me he privado yo de todo lo que me he privado, para esto he pasado la vida avergonzado por mis errores, arrepentido por haberos dejado sin nada, hijos de la grandísima puta, que eso es lo que sois, sacadme de aquí o dejad que me muera para que no os vea más, hijos de puta, hijos de puta, hijos de puta, una y otra vez, en voz muy baja, tan baja que había que estar muy atento para darse cuenta de que ni rezaba ni farfullaba locuras de viejo, sino que los insultaba sin perder ese aspecto apacible que no se le fue de la cara ni siquiera en el ataúd, cuando le quitaron la dentadura postiza y le metieron en un sudario blanco, una decisión de última hora para resolver el problema de sus pies. Mejor dicho, de sus zapatos: los había extraviado en la residencia. No es plan enterrarlo en zapatillas con suela de goma, con lo que él ha sido, que siempre iba hecho un figurín, dijo alguien. No, no es plan, convino el resto.
Ellos, los hijos, habían establecido turnos para ir a visitarle un par de horas los sábados o los domingos. A veces los acompañaban los nietos y empujaban una silla de ruedas hasta la playa, y tomaban un refresco frente al mar. Qué bien lo hemos pasado, ¿eh, abuelo? Julio respondía con su letanía inaudible (hijos de puta y demás), porque para él, que pasaba las horas mirando por la ventana esperando que llegase el momento de desayunar, de comer, de cenar, de acostarse, de desayunar, de comer, de cenar, de acostarse, un día tras otro, y que aguardaba esa sucesión de acontecimientos al lado de Trini (una anciana que conservaba el pelo negro y toda su dentadura pero había perdido la memoria y no se sentaba nunca porque estaba convencida de que iban a ir a por ella y no quería malgastar tiempo en levantarse de la silla), o de Roberto (que se pasaba el día llorando desde que se le murió su mujer en la cama de al lado y los hijos se empeñaban en decirle que estaba muy mala en el hospital), o de Vicente (que planeaba fugas continuamente como si, en lugar de en un asilo de lujo, estuviera en una prisión), esas horas que sus hijos le entregaban como se entrega un regalo le daban por el culo más que cualquier otra cosa.
Así que ella lo dijo de verdad, el abuelo ya ha descansado, ya está, papá, pero su padre se dio la vuelta y la miró con la misma tristeza con la que lo miraba todo, porque su padre era un hombre de naturaleza triste, con esa misma mirada, pero elevada al cubo, y le dijo sí, pero ¿y ahora qué?, ¿ahora quién se va a acordar de él?, ¿quién va a saber que le gustaba comer sardinas de bota pisadas en la puerta, que le daban pánico los dentistas, que no había llorado hasta que cumplió los setenta y cuatro años, que guardaba la gabardina gris que le llegaba hasta las rodillas que se compró con el primer dinero que pudo ahorrar?, ¿quién va a saberlo?, ¿quién?, dime quién, dime cuánto tiempo vamos a tardar en olvidarlo. Eso dijo, y hubiera dicho mucho más, pero la voz se le volvió de plomo en la garganta y no tuvo más remedio que callarse.
Cuando pensaba en la muerte estando sola, María José se acordaba del abuelo Julio, porque él había muerto mucho tiempo antes de morirse de verdad. Se murió cuando empezó a marchitarse, a perder las ganas de vivir, a dejar de ser el hombre que había sido, ese que se comía el mundo a bocados, ese que tuvo la idea de abrir La Belle, una perfumería en la calle de la Paz, en pleno centro, y el acierto de hacer correr la voz de que los productos que vendía venían de París para que todas las clientas se volviesen locas comprando exactamente lo mismo que en cualquier otra tienda, pero que se llevaban de ésa porque estaban convencidas de que era mejor porque llegaba de Francia; ese que amasó una pequeña fortuna, que se gastó todo lo que tenía en partidas clandestinas de bacarrá y en putas justo cuando su hijo varón, que se creía que el dinero manaba del cielo y que por lo tanto era tan inagotable como la lluvia que caía de él, estaba a punto de casarse con Pilar; ese que, después de todo, miraba a los demás fingiendo un orgullo que estaba lejos de sentir, y decía ¿y qué?, el dinero es mío y me lo gasto en lo que me sale de los cojones; ese que no se achantó cuando su mujer dejó de hablarle y que les plantó cara a sus hijas, que no tenían otra aspiración más que ser herederas toda la vida. ¿Y ahora qué hacemos? Pues trabajar, coño, ¿qué vais a hacer?
Ya no era su abuelo, qué va, no era el mismo que al día siguiente de descubrirse su pufo convenció a un vecino para que le prestase veinte duros, a otro para que le dejase doscientas pesetas, a varios para que le diesen cincuenta, y con lo que juntó compró en un almacén una partida de bragas y las vendió a voces por las calles de los pueblos de los alrededores de Valencia, y así volvió a empezar. Ese abuelo Julio, ese que se partía de la risa cuando decía estos presumidos nunca me han perdonado que me volviese gitano, ya se había ido hacía mucho, y cuando lo ingresaron en esa residencia no le quedó más remedio que olvidarse de él. Fue duro, pero así fue. Se le hacía un mundo coger el coche, ir a verle, sostenerle de la mano, ¿qué tal, abuelo?, pues aquí, ya me ves, ¿qué tal todo?, bien, ¿cómo está tu marido?, bien, ¿comes bien?, sí, huy, qué tarde es, vale, adiós. Así que ella prefería recordarle tal como había sido, antes, cuando de verdad estaba vivo.