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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (22 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Faltaban dos días para la festividad del 15 de agosto y él se encontraba en Berlín. Tenía que reunirse con unos amigos en Mikonos, habían organizado un crucero en velero todos juntos por las islas griegas. Pero aquella mañana no sonó el despertador. Se levantó tarde, aunque consiguió llegar al aeropuerto justo cuando cerraban el mostrador de facturación. Recordaba haber pensado: «¡Qué suerte!», sin saber todavía lo que, en cambio, le esperaba.

Para llegar a su destino, tenía que hacer escala en Roma. Sin embargo, antes de embarcar en el segundo vuelo, la compañía aérea le hizo saber que, por un error, habían extraviado su equipaje en Berlín.

Como no tenía ninguna intención de renunciar al viaje, tras ir corriendo a comprar otra maleta y ropa nueva en las tiendas del aeropuerto, se presentó puntualmente en el mostrador de facturación para coger la conexión directa a Atenas. Allí descubrió que, a causa de la intensa afluencia de veraneantes, había
overbooking.

A las once de la noche tendría que haber estado en la popa de un velero de tres mástiles, tomando ouzo helado junto a una espléndida modelo india a la que había conocido dos semanas atrás en Milán. Y, en cambio, se encontraba en una terminal de salidas atestada de turistas, rellenando los formularios de la compañía de seguros para que lo indemnizaran por el equipaje perdido.

Podría haber esperado hasta el día siguiente y salir con el primer vuelo disponible, pero pensó que no iba a soportarlo. Así que alquiló un coche con la intención de dirigirse al puerto de Brindisi y allí embarcarse en un ferry hacia Grecia.

Después de recorrer unos quinientos kilómetros, tras haber conducido toda la noche, vio despuntar el sol en la costa de Puglia. Los indicadores de la carretera anunciaban que estaba próximo a la meta, pero justo entonces el vehículo empezó a manifestar extraños problemas. Una progresiva pérdida de potencia culminó con el paro definitivo del motor.

Abandonado por el adverso destino en la cuneta de la nacional, David bajó del vehículo y, en lugar de quejarse de su mala suerte, dirigió la mirada al paisaje que lo rodeaba. A su derecha, una ciudad blanca resguardada en una altiplanicie. En el otro lado, a pocos centenares de metros, el mar.

Empezó a caminar en dirección a la playa, desierta a esa hora de la mañana. En la orilla, cogió uno de sus cigarrillos de anís y, con él en los labios, celebró el sol naciente.

Fue entonces cuando, al bajar la mirada, percibió unas pequeñas huellas de pasos, armoniosas y perfectamente simétricas, en la arena mojada. Instintivamente, su corazón se las atribuyó a una mujer que estaba haciendo
footing.
La costa se perdía en aquella dirección detrás de algunas ensenadas, por lo que quien las hubiera dejado ya se había perdido de su vista. Pero una cosa era cierta: no llevaban mucho tiempo allí, de otro modo la resaca las habría borrado todas.

A continuación, cuando explicaba la historia, siempre le resultaba difícil describir lo que se desencadenó en su mente en aquel momento. De repente, fue presa de la necesidad de seguir aquellas huellas. Así que se puso a correr.

Cuando llegaba a este punto de la narración, Sandra siempre le preguntaba cómo podía haber intuido que se trataba de una mujer.

—Lo cierto es que no lo sabía, pero tenía esa esperanza. ¿Te imaginas si me hubiera topado con un chiquillo o un hombre bajito?

La explicación nunca la convencía del todo. Era su instinto de policía lo que la empujaba a hacer preguntas del estilo:

—¿Y cómo supiste que se trataba de alguien que estaba haciendo
footing?

Pero David también estaba preparado para eso.

—Las huellas en la arena eran más profundas en la punta.

—De acuerdo, tiene sentido.

Y David retomaba la historia desde donde la había interrumpido. Decía que recorrió un centenar de metros y, después de superar una duna, descubrió la figura de una mujer. Vestía pantalones cortos, una camiseta ajustada y zapatillas de deporte. Llevaba el pelo rubio recogido en una coleta. No podía ver su rostro, pero aun así sintió el instinto de llamarla. Una idea bastante estúpida, ya que no sabía su nombre.

En ese momento aceleró el paso.

¿Qué iba a decirle cuando la hubiera alcanzado? Cuanto más se acercaba, más se percataba de que era necesario que se inventase algo para no quedar como un pobre mentecato. Pero no se le ocurría nada.

Con mucho esfuerzo, consiguió llegar hasta ella. Era muy bonita. Y cuando le oía decirlo, Sandra solía sonreír. Entonces le pidió disculpas y le rogó que se detuviera. La desconocida lo complació algo molesta, escrutando de los pies a la cabeza a aquel loco que se afanaba por recobrar el aliento. No debió de causarle muy buena impresión. Llevaba la misma ropa desde hacía veinticuatro horas, estaba desencajado después de una noche de insomnio, sudaba por la carrera y ciertamente no emanaba buen olor.

—Hola, soy David —le dijo, tendiéndole la mano.

Ella lo miró sin estrechársela, con repulsión, como si acabaran de ofrecerle un pescado podrido. Entonces él añadió:

—¿Sabes lo que decía Cari Gustav Jung con respecto a las coincidencias?

Y empezó a contarle, sin ninguna razón aparente, todas las aventuras a las que se había enfrentado desde que salió de Berlín el día anterior. Ella se quedó escuchándolo sin decir una palabra, tal vez tratando de adivinar adónde quería llegar con ese discurso.

Lo dejó terminar, después rebatió que aquello no podía considerarse propiamente una coincidencia. Porque, a pesar de la cadena de acontecimientos ajenos a su voluntad que lo habían conducido hasta aquella playa, él había decidido seguir sus huellas. Por eso, la teoría de la Sincronicidad no podía aplicarse a su encuentro.

—¿Y quién lo dice?

—Lo dice Jung.

Y a David le pareció una objeción tan categórica que enmudeció. Como no se le ocurrió nada más que decir, se despidió de ella compungido y volvió atrás. Por el camino de regreso, reflexionó sobre lo bonito que habría sido que aquella chica hubiera resultado ser especial, tal vez la mujer de su vida. Habría sido memorable enamorarse así y contar esa historia en los años venideros. Como transformar una serie de pequeñas desventuras en una gran epopeya de amor.

Todo por una maleta perdida.

La chica no fue tras él para decirle que había cambiado de idea. Y él, al final, ni siquiera supo su nombre. En compensación, después de esperar durante un mes a que la compañía aérea encontrara su maleta, fue a la comisaría de Milán para denunciar el hurto.

Allí, delante de una máquina de café, vio a Sandra por primera vez. Intercambiaron cuatro frases, se gustaron y, unas semanas después, se fueron a vivir juntos.

Ahora, después de despertarse en la cama de su habitación de hotel en Roma con un peso en el alma, a pesar del reciente descubrimiento de que habían asesinado a David y con la idea de tener que encontrar a su asesino, Sandra no podía evitar sonreír con aquel recuerdo.

Cada vez que su marido contaba aquella historia a un nuevo amigo, éste pensaba todo el tiempo que la chica de la playa era ella. En cambio, el aspecto extraordinario de todo el asunto era que la vida se sirve de los caminos más banales para ofrecernos las mayores oportunidades. Porque al corazón de un hombre y de una mujer no le hace falta seguir ninguna «huella».

A veces, entre millones de personas, sólo hay que encontrarse.

Si ella no hubiera llevado un billete de cinco euros y David monedas para cambiárselo, tal vez no habrían tenido un motivo para hablarse ante aquella máquina de café. Y, tras apenas haberse rozado, a la espera de sus respectivas bebidas, se habrían alejado como dos extraños, ignorantes del amor que habrían podido compartir y, lo más increíble, sin sufrir nunca por ello.

¿Cuántas veces ocurre lo mismo cada día y no lo sabemos? ¿Cuántas personas se conocen por casualidad y luego se despiden como si nada, sin saber si son perfectas la una para la otra?

Por eso, aunque David estuviera muerto, ella se sentía una privilegiada.

«¿Y qué fue lo de ayer por la noche?», se preguntó. Del encuentro con el hombre de la cicatriz en la sien le había quedado un estupor que ahora no sabía cómo interpretar. Creía estar frente a un asesino y, en cambio, había descubierto que se trataba de un sacerdote. No tenía dudas de que había sido sincero. Podría haber aprovechado el apagón para escapar en seguida, sin embargo se quedó para decirle quién era. Ante aquella revelación inesperada, el valor de apretar el gatillo se esfumó. Fue como oír la voz de su madre reprendiéndola: «Sandra, cariño, no puedes disparar a un cura. Eso no se hace.» Era ridículo.

Coincidencias.

Pero no había manera de establecer una relación entre David y ese individuo. Sandra se levantó de la cama y fue a observar su foto entre las que había revelado de la Leica. ¿Qué tenía que ver un cura con la investigación? En lugar de arrojar luz sobre el caso, esa imagen lo complicaba todo.

Notó cómo su estómago rugía y, a la vez, una sensación de decaimiento. Hacía horas que no comía y posiblemente tenía fiebre. Esa noche había vuelto al hotel empapada de lluvia.

Pero en la sacristía de San Luigi dei Francesi se dio cuenta de que no buscaba solamente justicia. Tenía una sed oculta que apagar. El sufrimiento provoca efectos extraños. Debilita y te hace más frágil. Pero al mismo tiempo refuerza una voluntad que creías poder mantener a raya. El deseo de infligir a los demás el mismo dolor, como si la venganza fuera el único remedio para aplacar el tuyo.

Sandra comprendió que tenía que enfrentarse a un lado oscuro que no creía poseer. «No quiero volverme así», se dijo. Pero temía que algo había cambiado inevitablemente.

Dejó a un lado las fotos en las que aparecía el cura de la cicatriz en la sien y se concentró en las dos que le quedaban por descifrar.

Una oscura. Y la otra con David delante del espejo, saludando tristemente con la mano levantada.

Sostenía las dos imágenes delante de sus ojos, como si quisiera descubrir en ellas una conexión. Pero no le sugerían nada. Volvió a bajarlas; se quedó paralizada. Su mirada se clavó en el suelo.

Había un papel bajo la puerta.

Lo observó durante algunos segundos, inmóvil. Después se decidió a cogerlo, con un gesto rápido, como si tuviera miedo. Alguien debía de haberlo deslizado durante la noche, en las pocas horas en las que el sueño la había vencido. Lo miró. Era una estampa con la efigie de un fraile dominico.

San Raimundo de Peñafort.

El nombre estaba impreso detrás, junto a una oración en latín para pedir su intercesión. Algunas frases eran ilegibles, porque encima había algo escrito con tinta roja que hizo temblar a Sandra. Una palabra. Una firma.
Fred.

07.00 h

Necesitaba un lugar concurrido. El McDonald's cerca de la piazza di Spagna, a esas horas de la mañana, era ideal. La clientela estaba compuesta principalmente por turistas extranjeros, incapaces de adaptarse a la dulce inconsistencia de un desayuno a la italiana.

Marcus escogió ese lugar porque necesitaba notar a su alrededor a otras personas. Saber que el mundo era capaz de seguir adelante a pesar de los horrores de los que él era testigo todos los días. Tener la certeza de no estar solo en aquella lucha, porque las familias que lo circundaban —dando a luz a sus hijos, criándolos con amor y educándolos de manera que siguieran sus mismos pasos en el futuro— desempeñaban un papel determinante en la salvación del género humano.

Por eso, apartó a una esquina de la mesa un vaso de café aguado, que ni siquiera había tocado, y colocó en el centro el expediente que Clemente había escondido para él, media hora antes, en un confesionario; otro de los sitios seguros que utilizaban para intercambiar información.

El dibujo infantil del niño con las tijeras que encontraron en el desván de Jeremiah Smith en seguida hizo que a la memoria de Clemente acudiera un hecho acontecido tres años atrás. Se lo explicó resumidamente mientras todavía permanecían en la villa. Pero después de marcharse, fue corriendo al archivo a buscarlo. El código de la portada era «c.g. 554-33-1», que para todos había sido el caso Fígaro, tal como los medios de comunicación bautizaron —con indudable habilidad, pero poco respeto por las víctimas— al autor de aquel crimen.

Marcus abrió el expediente y comenzó a leer el resumen.

La escena que se encontraron los policías en una pequeña casa del barrio Nuovo Salario, un viernes por la noche, era espeluznante. Un chico de veintisiete años semiinconsciente en un charco de su vómito, a los pies de la escalera que conducía a la planta superior de la vivienda. No muy lejos de él, la silla de ruedas que le servía para moverse, destrozada. Federico Noni era parapléjico y, a primera vista, los agentes pensaron que se había caído violentamente. Pero luego subieron a la segunda planta y allí hicieron el macabro descubrimiento.

En uno de los dormitorios hallaron el cadáver destrozado de su hermana, Giorgia Noni.

La chica, de veinticinco años, estaba desnuda y presentaba profundas heridas de arma blanca en todo el cuerpo. Con todo, la más grave era la que le había desgarrado el vientre.

Al analizar las lesiones, el médico forense estableció que el arma del crimen eran unas tijeras. Clemente le había anticipado que el objeto era tristemente famoso para las fuerzas del orden, porque un maníaco había agredido con anterioridad a tres mujeres del mismo modo, de ahí el sobrenombre de Fígaro. Las otras se habían salvado. Pero, al parecer, el agresor había querido ir más allá convirtiéndose en un asesino.

Maníaco
era una definición imperfecta, consideró Marcus. Porque ese individuo era mucho más. En su imaginario perverso y enfermo, lo que hacía con las tijeras le servía para procurarse placer. Quería sentir el olor del miedo en sus víctimas, mezclado con el de la sangre que manaba de las heridas.

Marcus levantó un instante la mirada de las hojas. Necesitaba una bocanada de normalidad. La encontró en una niña que, unas mesas más allá, abría con cuidado un Happy Meal. Tenía la lengua sobre el labio y los ojos brillantes por la excitación.

«¿En qué momento cambiamos? —se preguntó—. ¿En qué momento la historia de cada persona se modifica de manera irreversible?» Pero a veces no sucede. De vez en cuando, todo va como tiene que ir.

La visión de la niña fue suficiente para devolverle un poco de confianza en la humanidad. Podía volver a sumergirse en el abismo del expediente que tenía delante.

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