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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (41 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—Es probable, pero habría preferido que sólo fuera uno. El tiempo no corre a nuestro favor. Hasta ahora el penitenciario lo ha calculado todo, haciendo que cada día se consume una venganza. Primero la hermana de una de las víctimas de Jeremiah Smith lo encuentra agonizando en su casa y descubre la verdad. La noche siguiente, Raffaele Altieri mata a su padre, quien veinte años antes había encargado el homicidio de su madre. Ayer Pietro Zini mata a Federico Noni, culpable de ser un agresor en serie y de haber matado primero a su hermana Giorgia para hacerla callar, y luego a una chica enterrada en Villa Glori. ¿Te has fijado en que, en estos dos últimos casos, los mensajes del penitenciario a los vengadores han llegado con una increíble rapidez? Siempre nos ha dejado pocas horas para descubrir y detener el mecanismo que ha puesto en marcha. No creo que esta vez sea distinta de las demás. Por tanto, tenemos que darnos prisa: alguien intentará asesinar a Astor Goyash esta noche.

—No será tan fácil acercarse a él. Ya has visto los guardaespaldas que lleva, y siempre se mueve escoltado.

—De todos modos, necesito tu ayuda, Clemente.

—¿Mi ayuda? —dijo éste sorprendido.

—No puedo vigilar a las dos familias de los niños desaparecidos, es necesario que nos dividamos la tarea. Usaremos el buzón de voz para comunicarnos: en cuanto uno de los dos descubra algo, que deje un mensaje.

—¿Qué quieres que haga?

—Busca a los Martini, yo me encargaré de los padres de Filippo Rocca.

Ettore y Camilla Rocca vivían en la playa, en Ostia, en una pequeña casa de una planta que se asomaba al mar. Era una vivienda sin lujos, adquirida con sus ahorros.

Podrían definirse como una familia normal.

Muchas veces, Marcus había intentado dar un sentido más amplio a ese adjetivo. Podía significar un conjunto de pequeños sueños y expectativas cimentados en el tiempo, que constituían una coraza contra las probables asperezas de la vida, y también un verdadero proyecto de felicidad. Para algunos, la mayor aspiración era repetir una existencia tranquila y sin demasiados sobresaltos, siempre igual a sí misma. Era la condición de un tácito pacto con el destino, renovado día a día.

Ettore Rocca era representante de comercio y solía estar fuera de casa. Su mujer, Camilla, era asistente social y trabajaba en un consultorio que ayudaba a familias desfavorecidas y a jóvenes con problemas. Se desvivía por los demás, cuando ella también formaba parte de aquellos que necesitaban ayuda.

El matrimonio decidió vivir en la costa porque Ostia era más tranquila y también resultaba más económica. Cada día se desplazaban a Roma para trabajar, pero era un sacrificio tolerable.

Cuando se introdujo en su casa, Marcus tuvo por primera vez la sensación de ser un intruso. Aunque había rejas en puertas y ventanas, no tuvo dificultad en abrir la cerradura principal. Volvió a cerrarla una vez que estuvo en el interior. Le recibió una cocina que era a la vez comedor. Los colores dominantes eran el blanco y el azul. Había pocos muebles, todos de estilo marinero. La mesa parecía estar hecha con las tablas de una embarcación y sobre ella colgaba una lámpara de pesca. Fijado en la pared se veía un timón en el que habían insertado un reloj, y sobre una repisa descansaba una colección de conchas.

La arena conseguía colarse por las rendijas y crujía bajo los zapatos. Marcus se adentró intentando descubrir signos que lo llevaran al penitenciario. Lo primero que hizo fue revisar la nevera en la que había distinguido un papel fijado con un imán con forma de cangrejo. Era un mensaje de Ettore Rocca a su esposa.

Nos vemos dentro de diez días. Te quiero.

El hombre estaba de viaje de negocios, aunque también podía tratarse de una mentira para tranquilizar a su mujer. Tal vez estaba preparándose para matar a Goyash. Considerando el peligro, querría dejarla fuera de esa historia, para mantenerla a salvo. Una semana para prepararse, encerrado en un motel de las afueras de la ciudad. Pero Marcus no podía abandonarse a las conjeturas. Necesitaba pruebas. Siguió inspeccionando la primera sala y, a medida que procedía, notaba que faltaba algo.

No había dolor entre aquellas cosas.

Tal vez, de manera ingenua, se esperaba que la desaparición de Filippo hubiera creado una especie de fractura en la existencia de los padres. Como una herida que, en vez de verse en la carne, se ve en los objetos y sólo hay que acariciarlos para que sangren. Y, sin embargo, aquel niño de doce años había desaparecido de allí. No había fotografías, ni ningún recuerdo de él. Pero tal vez el dolor estuviera precisamente en ese vacío. Marcus no era capaz de percibirlo, porque sólo una madre y un padre podían verlo. Entonces lo entendió. Cuando observó el rostro del pequeño Filippo, junto a los de los demás menores en la página de la policía del Estado, se preguntó cómo podían seguir adelante sus familias. Era diferente de la muerte de un hijo. En los casos de desaparición, había que canalizar la duda. Podía insinuarse por todas partes, corroyéndolo todo desde dentro, sin que se dieran cuenta. Consumía los días, las horas. Los años pasaban sin respuestas. Marcus había pensado que, en comparación, es mucho mejor saber que un hijo ha sido asesinado.

La muerte se adueñaba de los recuerdos, incluso de los más bonitos, y los inseminaba con el dolor, convirtiendo la memoria en insoportable. La muerte se convertía en propietaria del pasado. La duda era peor, porque se adueñaba del futuro.

Entró en la habitación de Ettore y Camilla. Sobre las almohadas de la cama de matrimonio descansaban sus respectivos pijamas. El edredón no tenía ni una arruga, las zapatillas estaban emparejadas. Cada cosa en su sitio. Como si con el orden se pudiera hacer frente al dolor, al desconcierto generado por un drama. Domesticando todo lo que nos rodea. Amaestrando los objetos en la farsa de la normalidad, para que nos repitan siempre la reconfortante noticia de que todo va bien.

Y en aquel escenario idílico, al final encontró a Filippo.

Sonreía en un marco, junto a sus padres. No lo habían olvidado. Pero él también tenía su sitio: sobre una cómoda, bajo un espejo. Marcus estaba a punto de salir de la habitación cuando su mirada tropezó con un objeto y vio que se había equivocado.

Sobre la mesilla de noche del lado en que dormía Camilla había un vigilabebés.

Sólo podía haber una razón para explicar la presencia de ese objeto. Servía para velar el sueño de un niño.

Impresionado por el descubrimiento, Marcus prosiguió hacia la habitación contigua. La puerta estaba cerrada. Al abrirla, descubrió que en el que tiempo atrás había sido el dormitorio de Filippo, ahora había una cuna junto a la cama. El espacio estaba dividido equitativamente. Había pósteres de su equipo favorito, un escritorio para hacer los deberes, pero también un cambiador, una trona y una montaña de juguetes de la primera infancia. Y un carillón con pequeñas abejas que formaban un carrusel.

Filippo todavía no lo sabía, pero había tenido un hermanito o una hermanita.

«La vida es el único antídoto contra el dolor», se dijo Marcus, y comprendió lo que había hecho el matrimonio Rocca para encontrar un motivo para recuperar el futuro, arrancándolo de las tinieblas de la duda. A pesar de ello, no acababa de convencerse. ¿De verdad aquella familia iba a poner en peligro su intento de tener un poco de serenidad a cambio de consumar una venganza? ¿Cómo reaccionarían si supieran que su primogénito estaba muerto? «Siempre y cuando Filippo fuera la víctima de Canestrari», se recordó a sí mismo.

Iba ya a abandonar la casa, con la intención de interceptar a Camilla Rocca en el consultorio donde trabajaba y seguirla durante el resto de la jornada, cuando notó las vibraciones de un motor. Apartó la cortina de una ventana y vio un utilitario que acababa de aparcar en la calle. Al volante estaba la asistente social.

Cogido por sorpresa y ante la imposibilidad de salir, buscó desesperadamente un lugar donde esconderse. Encontró una habitación que utilizaban para la plancha y que también hacía las veces de trastero. Se situó en la esquina de detrás de la puerta y esperó. Oyó abrirse la cerradura. Luego a Camilla, que entraba y cerraba la puerta. El sonido de las llaves dejadas sobre una mesa. Los tacones repiqueteando en el suelo. La mujer se quitó los zapatos y los dejó caer, uno tras otro. Marcus la entrevió a través del resquicio de la puerta. Caminaba descalza y llevaba consigo unas bolsas de papel. Había ido de compras y había regresado a casa antes de lo previsto. Pero su hijo, o su hija, no estaba con ella. Entró en la habitación de la plancha para colgar un vestido nuevo en una percha. Realizó la operación sin darse la vuelta. Sólo los separaba la fina capa de madera de la puerta. Si la mujer la hubiera cerrado, se lo habría encontrado de frente. Pero no lo hizo. Se dirigió al baño y cerró la puerta.

Marcus oyó caer el agua de la ducha y salió de su refugio. Pasó por delante de la puerta cerrada y, de nuevo en el comedor, vio que sobre la mesa se hallaba un paquete envuelto en papel de regalo.

De alguna manera, en aquella casa la vida había vuelto a empezar.

En vez de consolarlo, ese pensamiento lo sobresaltó. Le invadió un sentimiento de angustia y de pánico.

—Clemente —murmuró, consciente de que probablemente la familia que buscaban le había tocado en suerte a su amigo.

Aprovechando el hecho de que Camilla Rocca estaba debajo de la ducha, cogió el teléfono que estaba colgado en la pared de la cocina y marcó el número del buzón de voz. Había un mensaje de Clemente. El tono era agitado.

—Tienes que venir en seguida: el padre de Alice Martini está metiendo las maletas en el coche y me temo que se prepara para salir de la ciudad. Y hay otra cosa: el hombre posee una pistola de manera ilegal.

17.14 h

No dijo nada a sus compañeros del peligro que había corrido en la galería de debajo de la casa de Lara. Tampoco se lo comentó al comisario Camusso. «Esto no tiene nada que ver con la chica —se dijo—. Sólo nos atañe a David y a mí.»

Y, además, ya no tenía miedo. Había entendido que quien la seguía buscaba algo más, no quería matarla. Al menos no todavía. En ese túnel habría podido hacerlo antes de que ella se pusiera a llamar por teléfono. No había simplemente desaprovechado la ocasión, se había refrenado a propósito.

Estaba controlándola.

Pero Camusso se percató de que había algo en ella que no cuadraba. La encontró fuera de sí y Sandra atribuyó la culpa al cansancio y al hambre. Así que el figurín del comisario la invitó al Francesco, una típica
trattoria
romana en la piazza del Fico. Comieron una pizza a media tarde, disfrutando de los perfumes y los sonidos del barrio sentados a una mesa exterior. En torno a ellos, Roma con sus calles de piedra, los edificios con las fachadas rugosas, la hiedra que trepaba, caprichosa, hacia los balcones.

Inmediatamente después volvieron a comisaría. Camusso le hizo de cicerone, mostrándole el bonito edificio en el que tenía la suerte de trabajar. Sandra evitó decirle que lo conocía porque había estado investigando en el archivo después de engatusar a un compañero.

Se acomodaron en el despacho del comisario. Allí también se apreciaban los frescos de la bóveda, pero la decoración no reflejaba el excéntrico gusto del hombre. Era sobrio y minimalista, a diferencia de Camusso, que se movía como una mancha de color por la habitación. Mientras colgaba su americana encarnada en la silla de detrás del escritorio, Sandra se fijó en que en los puños llevaba unos gemelos con piedras turquesas, y se le escapó una sonrisa.

—¿Está realmente segura de que Lara está embarazada?

Ya habían hablado del tema en el restaurante. Camusso no se resignaba a la idea de que las mujeres poseyeran un sexto sentido para ciertas cosas, aunque ella tenía unos buenos elementos probatorios para sustentar su hipótesis.

—¿Por qué lo duda?

Camusso estiró los brazos.

—Hablamos con sus amigos y sus compañeros de universidad: nadie dijo nada sobre la existencia de un novio o de un acompañante ocasional. Por los resultados obtenidos del análisis de las llamadas del teléfono de la chica y de su correo electrónico, no parece que mantuviera ninguna relación.

—No es necesario tener una relación para quedarse embarazada —lo dijo como si fuera la cosa más obvia del mundo. Aunque también entendía la reticencia del comisario: Lara no parecía ser de las que tenían relaciones esporádicas—. Me preguntaba una cosa respecto a Jeremiah Smith. Dejando a un lado esta última vez, en las ocasiones anteriores embaucó a sus víctimas a plena luz del día, convenciéndolas de que tomaran algo con él. ¿Qué tipo de atracción podía ejercer en esas chicas un tipo así?

—Sigo el caso de este asesino en serie desde hace seis años y no me lo explico. Cualquiera que fuese la treta que usara, era condenadamente eficaz —dijo Camusso, sacudiendo la cabeza, con los ojos bajos—. Cada vez la misma historia: la chica desaparecía, empleábamos todos nuestros recursos en buscarla, sabiendo que sólo disponíamos de un mes. Treinta días en los que teníamos que interpretar nuestro papel para las familias, la prensa y la opinión pública. Siempre las mismas frases, las mismas mentiras. Luego, el tiempo pasaba y encontrábamos su cadáver —hizo una larga pausa—. Cuando la otra noche supe que el tipo que estaba en coma era el culpable, exhalé un suspiro de alivio. Era feliz. ¿Sabe qué significa?

—No.

—Me regocijaba porque un ser humano estaba muñéndose. Me dije: «Dios, ¿qué me está pasando?» Es terrible lo que nos ha hecho ese hombre. Ha conseguido que seamos como él. Porque sólo los monstruos pueden disfrutar con la muerte. Intentaba convencerme de que, en el fondo, con su fin otras chicas iban a salvarse. Ese suceso salvaba vidas. ¿Y las nuestras? ¿Quién iba a salvarnos por la alegría que sentíamos?

—¿Quiere decir que descubrir que había sido él quien raptó a la chica ha sido como un alivio?

—Si Lara todavía está viva, obviamente —Camusso sonrió con amargura—. Aunque suena bastante monstruoso, ¿no le parece?

—Creo que sí —admitió Sandra—. Como el hecho de que su salvación dependa de que Jeremiah Smith se despierte.

—Ese hombre probablemente se quede como un vegetal el resto de sus días.

—¿Qué dicen los médicos?

—Aunque parezca extraño, no lo ven claro. Al principio pensaban que era un infarto, pero tras minuciosos exámenes médicos lo han descartado. Están buscando daños neurológicos, pero aún no han conseguido identificar ninguno.

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