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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (32 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Pero a Sandra se le escapaba algo.

—Por tanto, ¿el fin último del Vaticano es fingir que no se ha producido ninguna violación de las reglas?

—Exacto. Lo que interesa es arreglar los descosidos. Por ejemplo, es igual con los lefebvrianos, cuyo movimiento hace años que está en negociaciones con la Iglesia para volver al seno confesional. Con los penitenciarios ocurre lo mismo.

—El deber de un buen pastor es no abandonar a la oveja descarriada e intentar llevarla de nuevo al redil —ironizó Sandra—. Pero ¿cómo puedes saber tú estas cosas?

—Las sé igual que las sabía David. Pero teníamos visiones distintas, por eso nos peleamos. Cuando te rogué que no cometieras tú también el mismo error de tratar a los penitenciarios con demasiada indulgencia, precisamente me refería a lo que pensaba David.

—¿Porque tú tenías razón y, en cambio, él estaba equivocado?

Shalber se rascó la cabeza y resopló.

—Porque alguien lo mató por lo que había descubierto, mientras que yo todavía estoy vivo.

No era la enésima frase irrespetuosa referida a su marido. Sandra tuvo que admitir que se trataba de la verdad. Y ella estaba de acuerdo con aquella versión de los hechos. Es más, se sentía culpable. Aquella agradable cena le había servido para descargar la tensión, y era mérito de Shalber. No sólo se había abierto con ella contándole cosas personales, sino que también había contestado a sus preguntas sin pedir nada a cambio, cuando, por el contrario, ella le había mentido, callando su segundo encuentro con el penitenciario.

—¿Por qué no me has preguntado el motivo de que haya tardado tanto en volver después de ver a Zini?

—Ya te lo dije, no me gustan las mentiras.

—¿Temías que no te dijera la verdad?

—Las preguntas sirven para ofrecer un pretexto a los mentirosos. Si hubieras tenido algo que decirme, lo habrías hecho sin más. No me gusta forzar las cosas, prefiero que te fíes de mí.

Sandra apartó la mirada. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo, de modo que su sonido impetuoso llenara el silencio. Por un instante, estuvo tentada de contárselo todo. Shalber estaba unos pasos a su espalda. Mientras se apresuraba a lavar los platos, lo oyó aproximarse. Proyectaba su sombra protectora sobre ella. Entonces la cogió por la cadera y se acercó con el pecho a su espalda, de manera que se tocaran. Sandra lo dejó hacer. El corazón le palpitaba con fuerza y tuvo la tentación de cerrar los ojos. «Si los cierro, se acabó», se dijo. Estaba asustada, pero no encontraba la fuerza para rechazarlo. Se inclinó sobre ella y le apartó el pelo del cuello. Sintió el calor de su respiración en la piel. Instintivamente, dobló la cabeza hacia atrás, como para acoger aquel abrazo. Tenía las manos inmóviles bajo el chorro de agua. Sin darse cuenta, se levantó suavemente sobre la punta de los pies. Los párpados cedieron a la dulce turbación. Con los ojos cerrados, invadida por un estremecimiento, se volvió hacia él, en busca de sus labios.

En los últimos cinco meses había convivido con los recuerdos.

Ahora, por primera vez, Sandra olvidaba que era una viuda.

23.24 h

La puerta de la casa estaba abierta y daba golpes. No era una buena señal.

Se entretuvo poniéndose los guantes de látex y empujó la hoja. Los gatos de Zini salieron a recibir al nuevo huésped. Marcus comprendió por qué el policía ciego había elegido precisamente a los felinos para que le hicieran compañía.

Eran los únicos animales que podían vivir con él en la oscuridad.

Cerró el vendaval tras de sí. Después del fragor, se esperaba silencio. En cambio, oyó un sonido electrónico, estridente e intermitente, bastante cercano.

Entró para averiguar su procedencia. A los pocos pasos, entrevió un teléfono inalámbrico colocado en su base, junto a la nevera. La señal procedía del aparato: avisaba de que las baterías estaban a punto de agotarse.

El mismo teléfono zumbaba en vano cuando llamó al número de Zini desde casa de Federico Noni. Pero no fueron sus llamadas insistentes lo que lo habían descargado: alguien había cortado la electricidad.

¿Qué motivo tenía Figaro para quitar la luz en casa de un ciego?

—¡Zini! —llamó Marcus. Pero no obtuvo respuesta.

Entonces recorrió el pasillo que llevaba a las demás habitaciones. Tuvo que coger la linterna para orientarse. En cuanto la encendió, vio que algunos muebles impedían el paso, como si los hubieran movido durante una huida.

¿Se había producido una persecución?

Intentó reconstruir lo que había sucedido. La ceguera había abierto los ojos a Pietro Zini: el policía lo había deducido todo. Fue el correo anónimo lo que le puso en la pista correcta, tal vez despertando una antigua sospecha.

Él no es como tú.

El cadáver de Villa Glori se lo había confirmado. Así que llamó a Federico Noni, posiblemente tuvieron un altercado y el policía lo amenazó con denunciarlo.

Pero ¿por qué no lo hizo, en vez de darle tiempo de que llegara allí para matarlo?

En esa casa, Zini intentó huir, pero obviamente Federico —que era más fuerte, por su condición de ex atleta y, sobre todo, porque veía— no le había dejado escapatoria.

Marcus tenía la certeza de que en ese lugar había muerto alguien.

Precedido por los gatos, se dirigió al estudio. Iba a cruzar el umbral, pero advirtió que para entrar los gatos daban un pequeño salto. Enfocó la linterna y vio que algo brillaba a pocos centímetros del suelo.

La cuerda de nailon estaba tensada y sólo los gatos podían atisbarla en la oscuridad. Se limitó a salvarla y entró en la habitación.

El viento se agitaba en el exterior de la casa, buscando una rendija por donde entrar. La linterna se paseó por el estudio apartando las sombras, que fueron a esconderse debajo de los muebles. Excepto una.

Pero no era una sombra. Era un hombre tendido en el suelo, con unas tijeras en la mano y otras clavadas en el cuello. Una mejilla se hundía en un charco de sangre muy oscura. Marcus se agachó sobre Federico Noni, que lo miraba con ojos inexpresivos y la boca torcida en una mueca. De repente se dio cuenta de lo que realmente había sucedido entre aquellas paredes.

Zini, hombre de justicia, había escogido la venganza.

Fue el ciego quien insistió para que Marcus se encontrara con la mujer policía. Así, mientras estaban en el museo de las almas del purgatorio, aprovechó para poner en marcha su plan. Telefoneó a Federico Noni y le dijo que conocía la verdad. Pero, en el fondo, se trataba de una invitación. Y éste cayó en la trampa.

Mientras esperaba su llegada, preparó los obstáculos y la cuerda de nailon. Al quitar la corriente, igualó la desventaja. Ninguno podría ver al otro.

El policía actuó como un felino. Y Federico era el ratón al que cazar.

Zini era más corpulento y más hábil en la oscuridad. Conocía la vivienda, sabía cómo moverse. Al final, consiguió salirse con la suya. Después de hacer que tropezara, lo atravesó con las tijeras. Un verdadero ojo por ojo.

Una ejecución.

Marcus estuvo un rato más observando la mirada hipnótica del cadáver. Había cometido otro error. Una vez más, era él quien había proporcionado la pieza que faltaba para la venganza.

Se volvió para salir, pero se dio cuenta de que los gatos se habían reunido delante de la puerta de cristal que daba al pequeño jardín.

Había algo allí fuera.

Abrió la puerta de par en par y el viento irrumpió, invadiendo la habitación. Los animales fueron a agruparse en torno a la hamaca en la que estaba sentado Pietro Zini, como la primera vez que lo había visto.

Marcus enfocó la linterna a sus ojos ausentes. No llevaba las gafas oscuras y tenía en su rostro una expresión resignada. Tenía la mano en el regazo, en la palma sostenía todavía la pistola con la que se había disparado en la boca.

Tendría que estar furioso con Zini. En el fondo, se había servido de él y, sobre todo, lo había despistado.

Ese chico, Federico Noni, ya ha sufrido bastante. Hace años perdió el uso de las piernas, precisamente él, que era un atleta. Si te quedas ciego a mi edad, incluso puedes aceptarlo. Luego mataron brutalmente a su hermana, prácticamente delante de sus ojos. ¿Puedes aunque sólo sea imaginar la idea de algo parecido? Piensa en lo impotente que debió de sentirse. A saber el sentimiento de culpa que guarda por ello, aunque no hiciera nada malo.

El policía podría haber denunciado a Federico Noni, restablecer la verdad y exculpar a un inocente encerrado en Regina Coeli. Pero Zini estaba convencido de que Nicola Costa estaba a punto de dar «el gran salto» cuando lo detuvieron. No sólo era un mitómano, sino un peligroso psicópata. La atención que recibió después de su arresto aplacó su instinto. Pero, en el fondo, era un paliativo. En él habitaba más de una personalidad. La narcisista no iba a prevalecer por mucho tiempo por delante de la sanguinaria.

Y, además, para Zini también era una cuestión de orgullo. Federico Noni se había reído de él, descubriendo su debilidad. A causa de su inminente ceguera, el policía sintió empatía por el chico. Fue la compasión lo que le jugó una mala pasada, cuando, en cambio, la primera regla de un policía era la de no creerse nunca a nadie.

Y, encima, al matar a su hermana Federico había cometido el más execrable de los delitos. ¿Qué ser actúa contra sus seres queridos? El chico no era capaz de detenerse ante nada. Por eso, según la ley de Zini, merecía morir.

Marcus cerró la puerta como si bajara el telón de aquel espectáculo. En el estudio, en seguida distinguió el ordenador con la pantalla especial en braille. A pesar de que no había electricidad, estaba encendido. Se alimentaba de una fuente continua.

Era una señal.

Por la tarde, los altavoces conectados al sintetizador de voz habían servido para escuchar el contenido del correo anónimo que Pietro Zini había recibido unos días atrás. Pero Marcus estaba seguro de que había algo más en ese mensaje y que el policía lo había interrumpido antes de que el ordenador desvelara el resto.

Por ese motivo, tras identificar la tecla adecuada, Marcus accionó nuevamente el aparato. La fría e impersonal voz electrónica volvió a silabear palabras misteriosas que, sin embargo, ahora era capaz de descifrar.

«Él-no-es-co-mo-tú… bus-ca-en-el-par-que-de-vi-lla-glo-ri.»

Ésta era la parte que conocía. Y, como había previsto, también había algo más.

«El-chi-co-te-en-ga-ñó… pron-to-ten-drás-un-in-vi-ta-do.»

El segundo fragmento se refería directamente a Federico Noni e, indirectamente, a Marcus, anunciando su visita a Zini.

Pero lo que más lo desconcertó fue la última estrofa de la letanía electrónica.

«Ya-ha-o-cu-rri-do… vol-ve-rá-a-o-cu-rrir… "c.g. 925-31-073".»

Se desorientó fundamentalmente por tres razones: a causa de la profecía que anunciaba
—ya ha ocurrido, volverá a ocurrir—,
por el código referente a otro caso de injusticia —«925-31-073»—, y, sobre todo, por las dos letras que precedían a la secuencia de números.

Culpa gravis.

Ahora Marcus lo sabía.
Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto. Nosotros somos los guardianes que defienden esa frontera. Pero de vez en cuando algo consigue cruzar… Yo tengo que devolverlo a la oscuridad.

Quien ponía a las víctimas en contacto con los verdugos era un penitenciario como él.

Un año antes

Kiev

—El gran sueño terminó cuando cambiamos nuestra integridad por un poco de consenso, nos fuimos a dormir con una esperanza y nos levantamos al lado de una puta cuyo nombre ni siquiera recordábamos.

Con esa única frase, el doctor Norienko había sintetizado la Perestroika, la caída del Muro, el desmembramiento de las repúblicas e incluso la aparición de los ricos señores del petróleo y del gas, nueva oligarquía indiscutible de la economía y de la política. En total, veinte años de historia soviética.

—Y mire esto… —dijo golpeando con el índice en la primera página del
Khar'kovskii Kurier—.
Todo se desmorona, y ellos ¿qué dicen? Nada. Y, entonces, ¿de qué nos ha servido la libertad?

Nikolai Norienko miró de soslayo a su invitado, que asentía. Parecía interesado, pero no tan partícipe de aquella invectiva como al psicólogo le hubiera gustado. En ese momento observó su mano vendada.

—¿Ha dicho que era americano, doctor Foster?

—En realidad soy inglés —respondió el cazador, intentando apartar la atención del hombre de la herida que le había provocado el mordisco de la joven Angelina en el hospital psiquiátrico de Ciudad de México.

El despacho en el que se encontraba estaba en la segunda planta del palacete que albergaba la Dirección del Centro Estatal para la Asistencia a la Infancia, al oeste de Kiev. Desde un amplio ventanal se podía disfrutar de la vista de un parque de abedules que presentaba los colores de un otoño precoz. En la decoración imperaba la fórmica: todo estaba revestido de ella, desde el escritorio hasta las paredes. En una de ellas todavía eran muy visibles tres sombras rectangulares alineadas. En su lugar, tiempo atrás, debían de colgar los retratos de Lenin y Stalin —los padres de la patria— y el del secretario del PCUS en el cargo. En la habitación se percibía un olor penetrante a tabaco; el cenicero que Norienko tenía enfrente estaba repleto de colillas. A pesar de que tenía poco más de cincuenta años, el aspecto dejado y la tos malsana que entrecortaba sus frases lo hacían parecer mucho más viejo. Además del catarro, incubaba una mezcla de rencor y humillación. El marco sin foto en una mesilla y las cortinas recogidas en la punta de un sofá de piel daban la impresión de que un matrimonio hubiera acabado mal. En la época del régimen debía de haber sido un hombre respetado. Ahora era la melancólica parodia de un funcionario estatal con el salario de un barrendero.

El psicólogo cogió la hoja con las falsas referencias que el cazador le había mostrado cuando se presentaron poco antes y volvió a observarla.

—Aquí dice que usted es el director de la revista de psicología forense de la Universidad de Cambridge. Es admirable a su edad, doctor Foster, enhorabuena.

El cazador sabía que ese detalle llamaría su atención, quería adular el ego herido de Norienko y lo estaba consiguiendo. Éste, satisfecho, volvió a dejar el papel.

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