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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (46 page)

BOOK: El Triunfo
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—¡Morirán miles de personas! —exclamó Saryon, horrorizado.

Miró al exterior, en dirección a la llanura y vio una brillante llamarada de luz, el destello que el sol arrancaba a los cuerpos de metal de las criaturas que se arrastraban, como hormigas, alrededor del perímetro de la ciudad. Eso era todo lo que podía atisbar con los ojos; mentalmente, veía muchas más cosas.

Al príncipe Garald —si es que aún estaba vivo— luchando valerosamente pero desconcertado y acobardado por este ataque inesperado. A lord y lady Samuels, a sus hijitos, y a otras innumerables familias de nobles, cuyos hogares estaban construidos sobre aquellas losas flotantes de mármol, que sufrían una muerte horrible, aplastados por los escombros derrumbados. Y también el Palacio de Cristal, estrellándose contra el pavimento y explotando en millones de pedazos de cristal cortantes como afilados cuchillos.

—Dejad vuestra vida —repitió Gwendolyn con tristeza.

—¡Si pudiera llegar allí! —exclamó Joram en voz baja—. Podría ayudar... pero ¿qué estoy diciendo? —Lanzó una amarga carcajada—. ¡Yo les he traído esto! —Se dejó caer de espaldas contra la columna, y se cubrió los ojos con su mano manchada de sangre.

—La hora de la Profecía ha llegado, Joram —repuso el Hechicero—. Abandónalos a su destino. ¿Cómo profetizaba esa encantadora cita?: «Y en su mano lleva la destrucción del mundo».

—O su salvación —repuso Gwendolyn.

Embargado por la desesperación, Joram no parecía haberla oído. Sin embargo, Saryon sí la escuchó; se volvió y la miró con atención. También ella contemplaba la ciudad sitiada, con los ojos bien abiertos y errantes y una sonrisa triste y dulce en los labios. Acercándose muy despacio y en silencio, para no asustarla, el catalista le colocó una mano sobre el hombro.

—¿Qué has dicho, querida?

—¡Está delirando! —saltó el Hechicero con impaciencia—. Ya es suficiente. Por si lo habéis olvidado, hay un asesino ahí afuera. Catalista, ¡abrid un Corredor!

Una Mano fue tendida en un intento por ayudar a Saryon a apartarse del borde del precipicio, tan sólo debía extender la suya y sujetarse a ella.

—Continúa, querida —la apremió, la voz le temblaba pero intentaba contener la excitación para no asustar a la mujer.

Gwendolyn miró a su alrededor con expresión soñadora.

—Hay alguien aquí: un viejo, un hombre anciano, un Patriarca. ¿Dónde estáis? ¡Ah, sí! Allí, al fondo —señaló a un punto vago—. Ha esperado durante siglos a que alguien lo escuchara. Fue una equivocación, asegura, el huir de nuestro hogar como niños mimados y enojados. Luego vinieron las Guerras de Hierro y todo empezó a desmoronarse, y él oró para encontrar la forma de cambiar al mundo. Almin contestó a sus plegarias, esperando que la humanidad se apartaría de aquel sendero tan peligroso. Pero el Patriarca estaba demasiado débil. Vio el futuro. Vio la terrible amenaza. Vio la redención que se les prometía. Aturdido por aquella visión falleció, y las palabras de Almin, que eran una advertencia, quedaron sin pronunciar. Y la humanidad, en su miedo, convirtió aquella advertencia en una Profecía.

—Miedo. Una advertencia —murmuró Saryon. La luz empezó a iluminar su espíritu—. Joram, ¿no lo comprendes?

Joram tenía la cabeza inclinada y ni siquiera la levantó; la mata de enredados cabellos le ocultaba el rostro.

—Olvidadlo, Padre —murmuró con voz ronca—. ¡No tiene sentido seguir luchando!

—¡Sí, sí lo tiene! —Extático, Saryon alzó las manos al cielo—. ¡Mi Dios! ¡Mi Creador! ¿Podéis perdonarme? Joram, existe una forma...

Estalló una detonación, se escuchó un zumbido y fragmentos de piedra estallaron a su alrededor.

Joram derribó a Saryon sobre el suelo. Menju se aplastó contra una columna.

—¡Gwen! —gritó Joram, mientras intentaba alcanzar a su esposa.

Desconcertada por el ruido, ésta permanecía al descubierto, mirando a su alrededor confusa. No obstante, antes de que Joram pudiera llegar junto a ella, unas manos invisibles la arrastraron hacia atrás, poniéndola a salvo, y se la llevaron de allí, a la parte posterior del Templo.

—¡No te preocupes, Joram! ¡Los muertos la protegerán! —gritó Saryon.

Una nueva explosión rebotó por el Templo, estrellándose contra una pared a su espalda.

—¡Hemos de salir de aquí! —Menju se metió la mano en el bolsillo de su túnica y sacó su láser, lo ajustó, y disparó un chorro de luz contra un movimiento apenas perceptible que había distinguido cerca del altar de piedra. Una humareda y esquirlas de roca brotaron de la piedra, dejando tras ellos una marca chamuscada.

Joram aprovechó aquel fuego de cobertura para recoger la Espada Arcana y luego se refugió tras una columna, junto al Hechicero.

—¡Aquí, Padre! ¡Venid a rastras!

Deslizándose sobre el estómago por el helado suelo de piedra, Saryon llegó hasta las columnas. Joram, apoyado en una de ellas, atisbó al exterior, al Jardín. No se veía al enemigo por ninguna parte. Menju volvió a disparar y erró de nuevo.

—¡Abrid un Corredor, Padre! —aulló.

—¡No puedo! —jadeó Saryon.

Una nueva detonación hendió el aire. Menju se echó hacia atrás, apretándose contra su columna. Saryon se encogió y buscó refugio en el suelo. Por su parte, Joram parecía demasiado débil para moverse, quizás incluso para preocuparse; sujetaba la Espada Arcana sin fuerzas, y su herida sangraba de nuevo; la mancha de la manga se extendía progresivamente.

Inquieto, el catalista apartó la vista de Joram para dirigirla hacia Gwen. Apenas podía distinguirla. De una forma u otra, los muertos habían conseguido convencerla de que se refugiara detrás del altar en ruinas. Un polvoriento rayo de luz que entraba por una grieta del techo brillaba sobre sus dorados cabellos e iluminaba sus brillantes ojos azules.

Menju siguió su mirada.

—¡Sacadnos de aquí, catalista, o por los dioses, utilizaré esto contra ella! —Apuntó el arma hacia Gwendolyn—. A menos que seas más rápido que la velocidad de la luz, no intentes nada, Joram.

—¡Joram, detente! —Saryon puso su mano sobre el brazo de su amigo y se volvió hacia el mago—. ¡No puedo abrir un Corredor aquí dentro porque no hay ninguno disponible!

—¡Estáis mintiendo! —El Hechicero continuó apuntando a Gwen con el láser.

—¡Por Almin, ojalá fuera así! —exclamó Saryon con ardor—. ¡No existe ningún Corredor dentro del Templo de los Nigromantes! Esto era terreno santificado, un lugar sagrado; sólo se permitía a los Nigromantes entrar en el recinto. Jamás permitieron que se abriera un Corredor aquí. Tan sólo hay uno allí fuera —Saryon indicó con la cabeza—, cerca del altar de piedra.

—¡Y el Verdugo lo sabe! —aseguró Joram sombrío. El sudor le cubría el rostro, la húmeda cabellera se le rizaba alrededor de su pálido rostro—. Por eso ha emplazado allí su posición.

Menju miró a Saryon y estudió el rostro del catalista con atención; luego, con un juramento, bajó el arma.

—¡Así que estamos atrapados aquí dentro!

Una nueva detonación fue a estrellarse contra la columna de piedra cerca del Hechicero, y una esquirla le produjo un rasguño en el rostro. Con una maldición, se limpió la sangre de la mejilla con el dorso de la mano y empezó a disparar de nuevo. Luego se detuvo y miró pensativo a la llanura que se veía más allá.

—Estamos atrapados —repitió—, pero no por mucho tiempo.

Sacó un segundo artefacto de metal, y apretó el pulgar contra él. Se encendió una luz y unos chirridos, que a Saryon le recordaron a un animal de largas garras que luchara por escaparse, empezaron a surgir de él.

El Hechicero se llevó el aparato a la altura de la boca y le habló:

—¡Mayor Boris! ¡Mayor Boris!

Se oyó una voz respondiendo, pero acompañada de tantos chirridos que resultaba difícil comprender las palabras. El Hechicero, con gesto hosco, sacudió el aparato ligeramente.

—¡Mayor Boris! —volvió a llamar, enojado.

Saryon contempló aquel artefacto, horrorizado.

—¡Almin bendito! —cuchicheó a Joram—. ¿Tiene al mayor Boris encerrado ahí dentro?

—No —respondió Joram, fatigado, casi con una sonrisa. Seguía de pie, pero sólo, al parecer, por un esfuerzo ingente de voluntad—. El mayor está en Merilon. Lleva un aparato como éste y, a través de él, dos hombres pueden comunicarse entre ellos. ¡No, silencio! ¡Dejadme escuchar! —Le hizo una señal a Saryon para que permaneciera en silencio.

El catalista no comprendía las palabras de Menju, que hablaba en su propia lengua. Observó a Joram en busca de una pista de lo que sucedía.

Al ver que los labios de su amigo se apretaban para formar una línea recta y severa, Saryon le preguntó en voz baja:

—¿Qué ocurre?

—Ha pedido un ataque aéreo. Van a desviar una de las naves de asalto del ataque a Merilon y la enviarán aquí.

—Sí, una salida muy simple, en realidad —señaló el Hechicero, complacido mientras cerraba el aparato y lo guardaba de nuevo entre sus ropas—. Los láseres de la nave barrerán todo el Jardín, e incinerarán por completo a nuestro enemigo. Luego la nave aterrizará y nos transportará lejos de aquí. Habrá un sanitario a bordo, Joram; te dará un estimulante que te ayude a soportar la debilidad y puedas ayudar a ganar la batalla de Merilon con la Espada Arcana. Recordando siempre, claro, que tendré a tu encantadora esposa al alcance de la mano, sin mencionar al catalista, los cuales lo pagarán si intentas, ¿cómo diríamos?, echarme del escenario.

Echó hacia atrás una de las mangas de la túnica y consultó un artilugio que llevaba en la muñeca.

—Llegará en cuestión de minutos.

Si Saryon no comprendió aquellas palabras que le eran desconocidas, sí comprendió su significado. Miró a Joram. Su rostro carecía de expresión y sus ojos se mantenían cerrados. ¿Se sentiría tan desesperanzado, tan derrotado, tan herido como para rendirse? ¿Realmente, como había dicho, no valía la pena seguir luchando?

El catalista intentó rezar a Almin, convocar aquella Presencia; con desesperación trató de agarrar la Mano que se tendía hacia él. Pero fue el miedo quien en su lugar se apoderó de él; se agarró a su garganta con dedos de piedra y ahogó la fe de Saryon. La Mano vaciló, luego desapareció y el catalista comprendió, con amargura, que todo había sido una ilusión.

11. La destrucción del mundo

Un profundo zumbido se dejó oír cada vez con más fuerza. Saryon, sobresaltado, vio aparecer una expresión satisfecha en el rostro de Menju. La mirada del mago estaba fija en el cielo, con aire expectante, y Saryon se arriesgó a asomar la cabeza desde detrás de la columna. Mientras lo hacía, advirtió que no les habían arrojado más proyectiles desde hacía algunos minutos. A lo mejor el Verdugo había desistido.

—¡Una idea propia de un estúpido! —murmuró Saryon para sí con amargura.

Escudriñó el cielo azul claro sin ver nada, a pesar de que el sonido se percibía cada vez más nítido. El Verdugo nunca se daría por vencido, nunca admitiría que había fracasado en la tarea asignada. Su Orden consideraba la muerte como la única excusa válida para el fracaso, y el Verdugo no resultaría un hombre fácil de matar. Aunque Joram le había arrebatado parte de su Vida mágica, seguía siendo una amenaza, un peligro. Al fin y al cabo, era el más poderoso de los Señores de la Guerra de Thimhallan.

«¿Se da cuenta este Hechicero venido de otro mundo de contra quién lucha?», se preguntó Saryon, mientras contemplaba a Menju especulativo. Al observar su comportamiento tranquilo y su sonrisa de autocomplacencia, Saryon se contestó negativamente. Después de todo, Joram le había dicho que Menju era un joven, sólo tenía veinte años, cuando lo arrojaron de aquel mundo. Probablemente sabía poco sobre los
Duuk-tsarith
y sobre los enormes poderes de su Orden: su agudo sentido auditivo, que les permitía detectar la proximidad de una mariposa por el revoloteo de sus alas y su fina vista, con la que podían atravesar el cráneo de un hombre y leer sus pensamientos.

Menju estaba satisfecho con sus recién recuperadas habilidades mágicas, pero había olvidado su auténtico poder. Las consideraba un juguete, una diversión, nada más. Cuando había una crisis, prefería confiar en la Tecnología.

—Ahí está la nave de asalto —anunció animado—. Pronto acabará esta situación. —Dirigió una rápida mirada a Joram—. ¿Podrá andar nuestro amigo, Padre? Tendréis que ayudarlo, yo tengo que dirigir el fuego de la nave.

Volvió a hablar al aparato. Esta vez los chirridos eran mucho menores; las voces que respondían desde el dispositivo que sostenía en la mano sonaban más claras y Saryon consideró, por la atención con que Menju miraba al cielo mientras hablaba, que se comunicaba con el monstruo al que había convocado.

El catalista siguió la mirada del mago pero continuó sin ver nada; empezaba a preguntarse si sería una criatura invisible cuando percibió un destello. Se quedó sin aliento, ya que no había imaginado la tremenda velocidad a que viajaba aquella máquina. Al principio parecía una diminuta estrella de gran brillo que se había confundido y había salido en pleno día en lugar de durante la noche y, al momento siguiente, su tamaño superaba al del sol; al cabo de otro instante, era mayor que diez soles. Ahora la podía observar con claridad, y la contempló atónito.

Saryon no había estado presente durante la batalla del Campo de la Gloria. Había oído únicamente descripciones de las enormes criaturas de hierro y de los extraños humanos de piel plateada y cabezas metálicas. Era la primera vez que se enfrentaba a una de las creaciones de las Artes Arcanas y su alma se estremeció de miedo.

El monstruo era plateado, su cuerpo brillaba bajo el sol. Tenía alas, pero eran rígidas, sin movimiento, y Saryon no podía comprender cómo conseguía volar tan deprisa. El monstruo no tenía ni cuello ni cabeza, tan sólo unos ojos parpadeantes y multicolores crecían en la parte superior de su cuerpo: El único sonido que emitía era aquel zumbido, que ahora era tan fuerte que prácticamente ahogaba las palabras de Menju.

Saryon sintió la mano de Joram, cálida y tranquilizadora, sobre el brazo.

—Tranquilo, Padre —le dijo con suavidad y, luego, lo atrajo hacia él y añadió en un susurro—: Haced como si estuvierais cuidando mi herida.

Tras una veloz mirada al mago, que estaba absorto impartiendo órdenes al monstruo, Saryon se inclinó más sobre Joram.

—No podemos dejar que nos lleve a bordo de esa nave. Cuando nos haga salir, estad atento a mi señal. —Joram se detuvo, después siguió con suavidad—: Cuando llegue el momento, poned a salvo a Gwen.

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