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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El Triunfo (47 page)

BOOK: El Triunfo
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Saryon se quedó en silencio por unos instantes, incapaz de replicar. Cuando lo consiguió, su voz sonaba ronca.

—¡Hijo mío, incluso con la Espada Arcana no puedes derrotarlos a todos! ¿Sabes lo que estás diciendo? —Mantenía la cabeza inclinada, fingiendo ocuparse de la herida. Joram le tocó el rostro con la mano para que lo levantara y, al hacerlo, vio la respuesta en sus límpidos ojos castaños.

—Será mejor así, Padre —aseguró con sencillez.

—¿Qué pasará con tu esposa? —preguntó el catalista, cuando el ardiente dolor que sentía en el pecho le permitió hablar.

Joram miró al fondo del Templo, donde Gwen permanecía sentada entre las sombras, con aquel único rayo de brillante luz reluciendo en sus cabellos.

—Se enamoró de un hombre Muerto que no le trajo más que dolor. —La sombría e irónica sonrisa apareció en sus labios—. Me parece que le seré de más utilidad muerto que vivo. Y, al menos —lanzó un suspiro entre entristecido y melancólico—, es posible que entonces quiera hablar conmigo. —Su mano se cerró en torno al brazo de Saryon—. La dejo a vuestro cuidado, Padre.

«¡Hijo mío, yo no sobreviviré a esto!», eran las palabras que a Saryon le rezumaban en el corazón y estuvieron a punto de brotar de él. Pero las reprimió, tragándoselas junto con las lágrimas. No, era mejor que Joram encontrara paz en sus últimos momentos.

«Lo sostendré entre mis brazos, como hice cuando era un bebé. Y cuando sus ojos se cierren y descanse, cuando la lucha en que ha consistido su vida haya terminado, entonces me alzaré y, en ese torpe estilo mío, atacaré a esta Presencia fría e indiferente hasta que, también yo, caiga.»

Un destello cegador seguido de una explosión sacó a Saryon con brusquedad de sus tristes pensamientos. Un rayo de luz procedente del monstruo se estrelló contra el suelo cerca del altar de piedra, abriendo un enorme boquete en el suelo no muy lejos de donde yacía el cuerpo de Simkin. Varias columnas de humo se elevaron por el aire. La criatura de metal que flotaba sobre sus cabezas, empezaba a descender lentamente hacia el suelo.

Menju gritó al aparato.

—¿Qué dice? —inquirió Saryon en un susurro.

—Pregunta si han destruido al Señor de la Guerra. —Joram se calló y siguió escuchando, luego miró al catalista con una inexorable sonrisa—. Dicen que sí. Al menos sus pantallas no registran vida.

—¡No registran vida! ¡Idiotas! —masculló Saryon, pero, al ver que Joram le dirigía una mirada de advertencia, se apresuró a callar. Menju se acercó más a ellos mientras observaba el Jardín con recelo.

—Al parecer, nuestro amigo el pistolero ya no nos molestará —indicó el mago—. Preparémonos para salir. —Hizo un gesto en dirección a la parte posterior del Templo—. A menos que desees que tu esposa se quede aquí y se convierta en miembro permanente de su propio club, será mejor que la apartes de esos guardaespaldas fantasmales.

—Yo la traeré —se ofreció Saryon.

El catalista avanzó despacio, como una fácil presa para la desesperación que se aferraba a sus pasos y tiraba de su túnica, amenazando con hacerlo caer.

Gwendolyn estaba sentada en el suelo polvoriento, detrás del altar en ruinas, su cabeza reposaba sobre una gran urna de piedra. No levantó la mirada cuando Saryon se acercó, continuó dirigiéndola al frente, sin ver. El catalista la observó compadecido. Los dorados cabellos estaban llenos de barro, el vestido roto y sucio. No parecía importarle dónde estaba ni lo que estaba sucediendo, no parecía preocuparle ni Joram ni ella misma.

—¡Daos prisa, Padre! —ordenó Menju, perentorio—, o la dejaremos aquí. Vos seréis un rehén tan bueno como ella.

Quizás esa idea fuera más caritativa, pensó Saryon mientras le tendía la mano. Gwen lo miró. Tan dócil como siempre, se mostró totalmente dispuesta a ir con él y empezó a levantarse de su escondite. Sin embargo, manos invisibles la sujetaron, reteniéndola.

A través de aquel único rayo de luz que se filtraba entre el polvo, Saryon casi pudo ver los ojos invisibles que lo contemplaban suspicaces, las bocas silenciosas que le gritaban que abandonara aquel suelo sagrado que estaba violando. Tan vivida fue esta impresión que estuvo a punto de taparse los oídos con las manos, para cerrar el paso a aquellas voces que no podía oír, y de cerrar los ojos a aquella visión de cólera y angustia que no podía ver. «¡Esto es una locura!», pensó, lleno de pánico.

—¡Padre! —gritó Menju a modo de advertencia.

Saryon tomó a Gwendolyn de la mano con fuerza.

—Os agradezco lo que habéis hecho —se disculpó, hablando al aire—. Pero ella todavía pertenece al mundo de los vivos, no al nuestro. Debéis dejarla ir.

Por un instante pareció que no lo había conseguido. Los dedos helados de Gwen se cerraron sobre los suyos, pero cuando intentó atraerla hacia él, encontró tal resistencia que parecía como si intentara arrancar el Templo de la ladera de la montaña.

—¡Por favor! —suplicó apremiante, tirando de la joven mientras los muertos la aferraban. Era una situación absurda y sintió un salvaje impulso de echarse a reír histéricamente, pero se controló con un esfuerzo, consciente de que aquella risa sólo serviría para que acabase desmoronándose y se echara a llorar como una criatura. Los gritos de las voces silenciosas que lo rodeaban martilleaban en sus oídos, a pesar de que no percibía una sola palabra.

De pronto, aquel tumulto inaudible cesó, como si alguien hubiera dado una orden.

Gwen quedó libre, tan inesperadamente que dio un traspié hacia adelante y cayó en brazos del catalista, al que estuvo a punto de derribar. Éste la sujetó, la ayudó a mantener el equilibrio y le apartó los rubios cabellos que cubrían su rostro. No parecía que nada de lo ocurrido la hubiera alterado en lo más mínimo, y continuaba mirando a su alrededor con despreocupado interés, como si todo aquello le sucediera a otra persona.

—¿No venís? —preguntó, torciendo la cabeza para hablar a las sombras, mientras Saryon la arrastraba hacia adelante.

El catalista recibió la tétrica impresión de que legiones de fantasmas se amontonaban a su alrededor, sus silenciosas pisadas resonando con fuerza en la quietud del Templo.

Menju los esperaba impaciente, al borde de las escaleras del templo, apuntándolos con el arma. De pie junto a él, apoyado contra una columna, Joram observaba callado. A primera vista, parecía demasiado débil para mantenerse en pie, y mucho menos luchar. Sólo Saryon vio el fuego que ardía en las profundidades de su mirada sombría, el inquebrantable propósito que empezaba a tomar forma, forjándose en una hoja de hierro.

—Iremos todos juntos —ordenó Menju, e indicó a Saryon y a Gwen con un movimiento del arma que salieran. En la otra mano sostenía el aparato que le servía para comunicarse con la nave—. Joram, tengo a tu esposa y al catalista entre los dos. Ensaya alguna estratagema y uno de los dos morirá al instante.

—¿Qué pasa con el Verdugo? —inquirió el catalista, vacilando en la parte superior de las escaleras, con el desesperado deseo de conseguir que el tiempo se detuviera.

—¿Ese montón de cenizas? —Con una sonrisa, Menju señaló el agujero abierto en el suelo cerca del altar de piedra, y la apenas perceptible humareda que se elevaba de él—. No creo que tengáis nada que temer de él, Padre. ¡Ahora, muévanse! —Hizo otro ademán con el arma.

No había elección ni esperanza. Saryon inclinó la cabeza, atrajo a Gwendolyn hacia él y salió al exterior. Después de la penumbra del Templo, la luz del sol resultaba cegadora. Gwen se llevó la mano a los ojos, incapaz de ver, y tropezó al iniciar el descenso de los nueve escalones; Saryon la sujetó y la ayudó a bajarlos, observando mientras lo hacía a Joram, que iba delante de ellos.

Éste se movía con lentitud, sin fuerzas, su respiración resultaba trabajosa, como si hacerlo le supusiese un penoso esfuerzo, pero Saryon vio que su mano estaba firmemente cerrada alrededor de la empuñadura de la Espada Arcana.

A pesar de que se comportaba como alguien seguro de sí mismo, era evidente que Menju estaba nervioso. De cuando en cuando, empujaba a Saryon y a Gwen con el arma, ordenándoles impaciente que se dieran prisa, e intentaba no perder de vista a. Joram. Pero casi toda su atención se concentraba en la criatura plateada que —por lo que Saryon podía comprender de lo que mascullaba Menju— aparentemente no aterrizaba con la velocidad deseada por el mago. Irritado, el Hechicero gritó por el aparato de comunicación.

Joram se volvió, al parecer para averiguar qué había sido de su esposa, y miró a Saryon con fijeza al tiempo que articulaba en silencio: «¡Quedaos atrás!».

El terrible dolor que invadía al catalista era tan insoportable que casi se sintió agradecido de que fuera a terminar pronto. Siguiendo las órdenes de Joram, empezó a moverse cada vez más despacio, tarea fácil puesto que Gwendolyn miraba a su alrededor con vaga curiosidad, ajena a todo lo que sucedía. Menju iba ahora unos pasos por delante de ellos. Absorto en la contemplación de su monstruo alado, no se había percatado de que se habían detenido. El mago iba a llevarse el aparato a la boca para accionarlo de nuevo cuando unas voces, que salían de él, lo interrumpieron. Sobresaltado y maldiciendo por lo bajo, Menju se giró y miró al cielo, a su espalda.

Una sombra oscura pasó sobre ellos, la sombra que proyectaban unas gigantescas alas verdes que sobresalían de un enorme cuerpo de reptil. Entonces, el Verdugo hizo su aparición, surgiendo de la nada. De pie junto al altar de piedra, ordenó con tranquilidad al dragón que atacara, y éste se precipitó directamente sobre la criatura plateada, con un estridente grito de odio, y las enormes garras extendidas para descargar su golpe.

Del aparato que Menju sostenía surgieron unos gritos confusos. Al instante, el monstruo plateado realizó una maniobra de evasión, virando de lado en un desesperado intento de evitar al enemigo. Las garras del dragón golpearon el extremo de una de las alas metálicas y el artefacto salió despedido por los aires, mientras el reptil se remontaba, utilizando las corrientes de aire, y se daba la vuelta para ensayar un nuevo ataque. La criatura plateada estuvo a punto de estrellarse contra la ladera de la montaña y consiguió eludir la colisión en el último instante: un chorro de fuego surgió de su cola, y se elevó contrarrestando su descenso en picado.

El dragón voló hacia ella de nuevo, pero esta vez la criatura se preparó para la embestida y disparó un rayo de luz a su reluciente enemigo verde y dorado. La punta del ala del dragón empezó a arder. Con un alarido de dolor y rabia, la criatura soltó su ardiente aliento y una bola de fuego la envolvió. Los gritos que surgían del transmisor eran aullidos llenos de terror y, de repente, Saryon ya no oyó nada porque, entonces,
su
mundo empezó a arder a su alrededor.

Una pared de fuego mágico creada por el Verdugo surgió de la roca viva. De llamas verdes y doradas, su intenso calor empezó a hacer brotar ampollas en las manos y en el rostro del catalista, y el aire sobrecalentado le abrasó los pulmones. Tiró de Gwendolyn hacia él, en un intento de protegerla con su cuerpo, pero se la arrancaron de los brazos y no pudo seguir su rastro a causa del brillante resplandor y el espeso humo que provocaban las llamas.

Un grito horrible surgió de entre el humo y el fuego delante de él. Intentando evitar las lenguas de fuego que lamían los peldaños a sus pies, Saryon atisbó por entre la espesa humareda con ojos llorosos y escocidos. Una figura emergió ante él, ¡una figura envuelta en llamas! Era Menju, sus rojas vestiduras parecían teas de aquel mágico fuego verde y crecían sus alaridos aterradores mientras se debatía entre horribles sufrimientos. El catalista tuvo una rápida y confusa visión de la boca desencajada y aullante del mago, de la carne de su rostro ennegrecida por el fuego y, luego, el Hechicero se sumergió entre el humo que se arremolinaba en la escalinata.

«¡Yo soy el siguiente!», pensó Saryon, al contemplar cómo las llamas verdes subían las escaleras hacia él. Entonces, Joram apareció de un salto delante de Saryon, empuñando la Espada Arcana, y se colocó entre él y el fuego.

Tan pronto como Joram alzó la espada, el fuego saltó de la piedra directo a la hoja y Saryon observó cómo su protegido quedaba envuelto de repente en aquel resplandor mágico. La espada absorbió ávida todas las llamas, el fuego disminuyó, el fulgor azulado de la Espada Arcana brilló con más y más fuerza a medida que las ígneas lenguas verdes se extinguían, y Saryon vio de pie, delante de ellos, al Verdugo.

El Señor de la Guerra había desechado la pistola de proyectiles y utilizaba ahora la magia. La Espada Arcana le arrebataba la Vida con rapidez. No obstante, ya se había enfrentado a ella anteriormente y sabía esperar. Posó la mirada en la cumbre rocosa, por encima del Templo e hizo un gesto. Obediente, un pedazo de la montaña se desgajó y la gigantesca mole empezó a descender rodando por la montaña en dirección a Joram.

Como su atención se concentraba en el Verdugo, Joram no se percató del peligro. No había tiempo de avisarle, y Saryon se arrojó hacia adelante, derribándolo. Ambos cayeron por las escaleras y la Espada Arcana salió despedida de la mano de Joram.

Saryon tuvo una confusa impresión de la roca estrellándose contra la escalinata, de una piedra que le golpeaba y de un dolor que le estallaba en la cabeza. Luego, empezó a hundirse en una profunda oscuridad...

«Pero no puedo morir. ¡Joram! No puedo abandonar a Joram...»

Forcejeando con la oscuridad y el dolor, Saryon abrió los ojos. El Templo se deslizaba y retorcía ante su vista. Sacudió la cabeza para aclararla y sintió un dolor punzante que casi le hizo vomitar.

—¡Joram! —repitió aturdido, olvidando su dolor en el temor que sentía por su amigo. Al levantar la cabeza para mirar a su alrededor, vio que estaba tendido al pie de las escaleras, entre los restos de la roca. Joram yacía cerca de él, los ojos cerrados, el rostro pálido, sereno... en paz por fin.

—¡Adiós, hijo mío! —murmuró Saryon. No sentía dolor. Era mejor así, mucho mejor. Al estirar la mano para tocar la enmarañada cabellera negra, vislumbró un movimiento por el rabillo del ojo.

El Verdugo apareció, de pie junto a ellos. Saryon oyó una explosión que provenía de algún lugar por encima de sus cabezas, y cayeron escombros del cielo, pero no les prestó atención. Tras dedicar una rápida mirada al brujo, también lo desatendió. La mano del catalista se cerró sobre la de Joram. «Matadme», pensó Saryon. «¡Matadme ahora! ¡Acabad deprisa!»

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