—Se hará como Su Majestad ordena —respondió Darellon mirando a Vanion.
—Estoy firmemente convencido de la conveniencia de que los cirínicos y los genidios envíen fuerzas a su vez —opinó el anciano rey de Deira en dirección al rey Wargun y al rey Dregos—. Encerremos a esos pandion hasta que podamos discernir quién es inocente y quién es culpable.
—Encargaos de ello, Komier —ordenó el rey Wargun.
—Enviad también a vuestros caballeros, Abriel —indicó el rey Dregos al preceptor de los cirínicos. Dirigió una mirada cargada de odio a Vanion—. Me gustará observar los intentos de resistencia de vuestros secuaces —indicó con altanería.
—Una idea espléndida, Majestades —cumplimentó Annias con una reverencia—. Por mi parte, sugeriría además que tan pronto recibamos la confirmación de los asesinatos, Sus Majestades viajaran conmigo y con esos dos honestos testigos hasta Chyrellos. Una vez que hayamos expuesto la totalidad de los hechos ante la jerarquía de la Iglesia y el archiprelado, expresaremos nuestra ponderada recomendación acerca de la desarticulación de la orden. En términos estrictos, dicha orden se halla bajo la autoridad de la Iglesia y únicamente la Iglesia puede tomar las decisiones finales.
—Ciertamente —concedió Dregos—. Debemos librarnos de la plaga de los pandion definitivamente.
Annias esbozó una tenue sonrisa, que se borró de inmediato para dejar paso en su semblante a una mortal palidez, pues había percibido el momento en que Sephrenia había liberado su hechizo.
Llegado ese punto, Dolmant avanzó unos pasos y se deshizo de la capucha que le cubría el rostro.
—¿Puedo hablar, Majestades? —solicitó.
—S… Su Ilustrísima —tartamudeó Annias—. Ignoraba vuestra presencia en Cimmura.
—Ya lo suponía. Tal como vos habéis señalado, los pandion se acogen a la autoridad de la Iglesia. Como máximo eclesiástico presente, creo que me corresponde asumir la responsabilidad de esta investigación. No obstante, os hemos de agradecer la intensa preocupación que hasta ahora habéis dispensado al asunto.
—Pero…
—Eso es todo por el momento, Annias —lo acalló Dolmant antes de volverse hacia los monarcas y Lycheas, que lo observaba boquiabierto—. Majestades —comenzó el eclesiástico mientras recorría pausadamente la estancia en ambos sentidos con las manos entrecruzadas a la espalda, como sumido en profundas reflexiones—, realmente nos hallamos ante una acusación muy grave. Consideremos por un instante la naturaleza de los acusadores. Por un lado, tenemos a un mercader, y por el otro, a un siervo que ha huido de su morada. El acusado es el preceptor de una orden de caballeros de la Iglesia, un hombre cuyo honor ha sido siempre incuestionable. ¿Por qué debería cometer un hombre de la estatura de lord Vanion un crimen semejante? Además, no hemos recibido aún ninguna comprobación de que el crimen se hubiera llevado efectivamente a cabo. Sería preferible no pronunciarnos con tanta precipitación.
—Como ya he mencionado antes, Su Ilustrísima —intervino Annias—, he enviado a varios soldados eclesiásticos a Arcium para observar el escenario del crimen con sus propios ojos. También les he ordenado que busquen a los religiosos que se hallaban en el castillo del conde Radun y asistieron a la horrible matanza, para que los conduzcan a Cimmura. Sus informes disiparán todas las dudas al respecto.
—Ah, sí —acordó Dolmant—. Completamente. Sin embargo, creo que yo podría ahorrar un poco de tiempo en las pesquisas. De hecho, me acompaña el hombre que presenció lo acontecido en el castillo del conde Radun, y estoy seguro de que su testimonio será aceptado por todos los presentes. —Entonces dirigió la mirada al conde Radun, el cual, vestido con un hábito y tocado con una capucha, había permanecido en el anonimato en un rincón de la pieza, como integrante de la comitiva de Vanion—. ¿Seríais tan amable de acercaros, hermano? —le indicó.
Annias estaba mordiéndose las uñas. Su expresión mostraba claramente el desencanto que le había producido perder las riendas del debate, así como la aprensión que lo invadía ante el nuevo testigo aportado por Dolmant.
—¿Tendréis a bien revelar vuestra identidad, hermano? —preguntó amablemente Dolmant cuando el conde se halló junto a él delante de los monarcas.
La cara de Radun lucía una tensa sonrisa cuando dejó caer hacia atrás su embozo.
—¡Tío! —exclamó Dregos, atónito.
—¿Tío? —inquirió Wargun, al tiempo que se erguía y derramaba el contenido de su copa.
—Éste es el conde Radun, mi tío —presentó Dregos, todavía conmovido por la sorpresa.
—Según parece, os habéis recuperado de un modo asombroso, Radun —señaló Wargun entre carcajadas—. Mis felicitaciones. Decidme, ¿cómo habéis logrado acoplaros nuevamente la cabeza?
Annias, tremendamente pálido, lo contemplaba con incredulidad.
—¿Cómo habéis…? —inquirió bruscamente.
Se interrumpió y miró a su alrededor como un animal que tratara de escapar. Luego recobró la compostura.
—Majestades —comenzó a hablar vacilante—, he sido objeto del engaño de esos testigos. Os ruego que me perdonéis. —Giró sobre sus talones, empapado en un copioso sudor—. ¡Prended a esos embusteros! —ordenó en dirección a Tessera y a Veri, que aparecían visiblemente atemorizados.
Varios guardas de librea roja los sacaron de inmediato de la estancia.
—Annias hila los pensamientos con mucha rapidez, ¿no te parece? —murmuró Kalten a Sparhawk—. ¿Qué te apuestas a que esos dos desgraciados se las arreglarán de alguna manera para ahorcarse antes de la puesta del sol, con una cierta dosis de ayuda, por supuesto?
—No me gustan las apuestas, Kalten —replicó Sparhawk—. Al menos, no aquellas en las que se juega sobre hechos como este.
—¿Por qué no nos contáis lo que de veras sucedió en vuestro castillo, conde Radun? —sugirió Dolmant.
—Fue realmente muy sencillo, Su Ilustrísima —repuso Radun—. Sir Sparhawk y sir Kalten llegaron a las puertas de mi fortaleza hace algunos días y me avisaron de que un grupo de hombres vestidos con las armaduras de los pandion planeaba entrar allí, amparado por su atuendo, y asesinar después a mi familia y a mí. Con ellos habían acudido un número indeterminado de verdaderos pandion. Cuando llegaron los impostores, sir Sparhawk, con sus caballeros, arremetió contra ellos y los hizo retroceder.
—Providencial —observó el rey Obler—. ¿Cuál de estos leales caballeros es sir Sparhawk?
—Soy yo, Majestad —se presentó Sparhawk mientras se aproximaba.
—¿Cómo llegó a vuestros oídos la noticia del complot que se había tramado?
—Ocurrió de modo casi fortuito, Majestad. Escuché a escondidas una conversación al respecto. Informé inmediatamente de ello a lord Vanion y éste nos ordenó a Kalten y a mí que tomáramos las medidas para hacerlo fracasar.
El rey Dregos se puso en pie y descendió de la tarima.
—Os he juzgado mal, lord Vanion —declaró con voz firme—. Vuestro comportamiento ha sido intachable y yo os he acusado. ¿Podréis perdonarme la ofensa?
—No hay nada que perdonar, Majestad —replicó Vanion—. Yo me hubiera comportado de igual forma en semejantes circunstancias.
El soberano de Arcium tomó la mano del preceptor y la estrechó afectuosamente.
—Decidme, sir Sparhawk —inquirió el rey Obler—, ¿podríais por un azar identificar a los autores de esa trama?
—No pude ver sus rostros, Majestad.
—Es francamente desafortunado —afirmó el anciano monarca en un suspiro de desaliento—. Al parecer, mucha gente se hallaba implicada. Las dos personas que testificaron ante nosotros, cuyo cometido consistía en recitar una sarta preestablecida de mentiras, deben de ser una mera parte del engranaje.
—Comparto vuestra opinión, Majestad —acordó Sparhawk.
—Pero ¿quién había detrás de todo este plan? ¿Y contra quién iba dirigido realmente? ¿Contra el conde Radun, tal vez? ¿O contra el rey Dregos? ¿O acaso contra el propio lord Vanion?
—Quizá sea imposible descubrir la verdad, a menos que los supuestos testigos se avengan a identificar a sus cómplices.
—Buena idea, sir Sparhawk. —El rey Obler miró con severidad al primado Annias—. Sobre vos, Ilustrísima, recae la responsabilidad de aseguraros de que el mercader Tessera y el siervo Veri estén disponibles para responder a un interrogatorio. Nos afligiría sobremanera que les sobreviniera algún accidente de naturaleza irreversible.
—Me encargaré de que se los vigile estrechamente, Majestad —aseguró Annias al rey de Deira, con envarado gesto.
Después hizo una señal a uno de sus soldados, quien, tras escuchar sus instrucciones, palideció ligeramente y salió apresuradamente de la estancia.
—Sir Sparhawk —vociferó Lycheas—, recibisteis orden de viajar a Demos y permanecer allí hasta recibir permiso para abandonar la ciudad. ¿Por qué razón…?
—Callaos, Lycheas —espetó Annias.
Un leve rubor se extendió por la cara plagada de espinillas del príncipe.
—Debo recordaros que tenéis que excusaros con lord Vanion, Annias —indicó mordazmente Dolmant.
Con el semblante demudado, Annias se volvió altivamente hacia el dirigente pandion.
—Os ruego aceptéis mis disculpas, lord Vanion —declaró secamente—. He sido víctima de viles embusteros.
—Por supuesto, mi querido primado —replicó Vanion—. Todos cometemos errores alguna vez, ¿no es cierto?
—Creo que hemos llegado a la conclusión de este asunto —dijo Dolmant, a la vez que miraba de reojo a Annias, quien evidenciaba un gran esfuerzo por controlar sus emociones—. Podéis estar seguro, Annias —agregó el patriarca de Demos—, de que otorgaré el trato más caritativo posible a este incidente cuando informe de él a la jerarquía de Chyrellos. Me esforzaré para que no os tomen por un completo idiota.
Annias se mordió el labio.
—Decidnos, sir Sparhawk —tomó la palabra el rey Obler—, ¿podríais identificar de algún modo a la gente que se dirigía al castillo del conde?
—El hombre que los encabezaba se llama Adus, Majestad —le respondió Sparhawk—. Es un salvaje corto de mente que trabaja a las órdenes de un pandion renegado llamado Martel. La mayoría de sus secuaces eran mercenarios, y el resto, rendorianos.
—Podríamos consumir mucho tiempo entregados a las especulaciones, Dregos —afirmó el rey Wargun mientras alargaba su copa vacía a un sirviente para que se la llenara—. Aproximadamente una hora en el potro bastará sin duda para inducir al mercader y al siervo que se encuentran en las mazmorras a confesarnos lo que saben acerca de sus cómplices.
—La Iglesia no aprueba tales métodos, Majestad —objetó Dolmant.
—Las mazmorras situadas bajo la basílica de Chyrellos son famosas por los métodos empleados por los más expertos interrogadores del orbe —repuso Wargun con burla.
—Dichas prácticas han sido suspendidas.
—Tal vez —dudó Wargun—, pero nos hallamos ante un caso civil. No tenemos que atenernos a las limitaciones derivadas de la delicadeza de la Iglesia, y no tengo intención de aguardar a que arranquéis con súplicas una respuesta a esos dos rufianes.
Lycheas, a quien había afilado el espíritu el impetuoso reproche de Annias, se arrellanó en su sillón.
—Estamos encantados de que este incidente haya quedado resuelto de manera tan amigable —anunció—, y nos congratulamos de que los informes concernientes a la muerte del conde Radun fueran infundados. De acuerdo con la opinión expresada por el patriarca de Demos, considero concluido este debate, a no ser que el excelente testigo de lord Vanion pueda aportar más información para ayudarnos a dilucidar quién inspiró esta monstruosa conspiración.
—No, Alteza —le dijo Vanion—. No estamos preparados para hacerlo en esta ocasión.
—Nuestro tiempo, Majestades, es escaso —añadió Lycheas en dirección a los soberanos de Thalesia, Deira y Arcium, en un vano intento de mostrarse a la altura de su cargo—. Todos tenemos reinos que gobernar y otras cuestiones reclaman nuestra atención. Sugiero que expresemos a lord Vanion nuestro agradecimiento por su colaboración a la hora de clarificar esta situación y le concedamos permiso para retirarse de manera que podamos consagrarnos a nuestros asuntos de Estado.
Los monarcas indicaron con diversos gestos su aceptación de lo propuesto por el príncipe.
—Vos y vuestros amigos podéis partir ahora, lord Vanion —concedió Lycheas majestuosamente.
—Gracias, Alteza —repuso Vanion con una altiva reverencia—. Nos complace haberos servido de ayuda —agregó antes de volverse para encaminarse a la puerta.
—Un momento, lord Vanion —le llamó Darellon, el corpulento preceptor de los caballeros alciones, mientras se acercaba a él—. Puesto que la conversación de Sus Majestades versará ahora sobre asuntos de Estado, creo que lord Komier, lord Abriel y yo nos retiraremos también. Estamos poco versados en asuntos de gobierno y poco podríamos contribuir a sus deliberaciones. Por otra parte, la conspiración descubierta esta mañana evidencia la necesidad de una colaboración más estrecha entre las órdenes militares. Debemos prepararnos ante una eventual iteración de tales ataques.
—Bien dicho —mostró su acuerdo Komier.
—Una espléndida idea, Darellon —aprobó el rey Obler—. Que no nos vuelvan a sorprender. Mantenedme al corriente del fruto de vuestra conversación.
—Podéis confiar en mí, Majestad.
Los preceptores de las tres órdenes descendieron de la tarima para unirse a Vanion, el cual inició la salida de la lujosa sala de audiencia. Cuando se hallaron en el corredor, Komier, el voluminoso preceptor de los caballeros genidios, sonrió abiertamente.
—Buena jugada, Vanion —dijo.
—Me alegra que os haya gustado —respondió Vanion, a la vez que le devolvía la sonrisa.
—Debía de tener la cabeza totalmente embotada esta mañana —confesó Komier—. ¿Me creeréis si os aseguro que estaba a punto de aceptar toda esa farsa?
—No sois enteramente responsable de ello, lord Komier —indicó Sephrenia.
El caballero la interrogó con la mirada.
—Permitidme reflexionar sobre este punto un momento —pidió ella mientras fruncía el entrecejo.
—Ha sido Annias, ¿no es cierto? —apuntó astutamente el corpulento thalesiano cuando avanzaban por el pasillo—. Él es el autor de la trama, ¿me equivoco?
Vanion asintió con la cabeza.
—La presencia de los pandion en Elenia entorpece sus operaciones. Con este asunto intentaba apartarnos de la escena.
—La política elenia a veces se vuelve un poco obstrusa. En Thalesia somos más directos. ¿Hasta dónde alcanza el poder ostentado por el primado de Cimmura?