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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (7 page)

BOOK: El trono de diamante
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—Ya no vais a necesitarla —le dijo—. Puesto que he vuelto, yo mismo me haré cargo de ella.

—¡Annias! —pidió ayuda Lycheas, con voz alterada.

El primado dirigió una mirada al desapacible rostro del paladín de la reina y se convenció de inmediato de que era preferible no contradecir su decisión.

—Permitid que se la quede —opinó de forma abrupta.

—Pero…

—Seguid mi consejo —espetó el primado—. Nosotros no la necesitamos. No existe ninguna objeción a que el paladín de la reina guarde la llave de la habitación donde ella duerme.

El tono utilizado por el religioso dejaba traslucir una vil indirecta. Sparhawk contuvo su ira apretando su puño izquierdo, todavía revestido con el guantelete.

—¿Me haréis el honor de recorrer a mi lado el camino de regreso a la sala del consejo, sir Sparhawk? —medió el conde de Lenda, mientras apoyaba su mano en el antebrazo rodeado de acero de Sparhawk—. Mis pasos a veces son indecisos y me resulta reconfortante tener al lado a un fornido joven.

—Desde luego, mi señor —repuso el caballero, al tiempo que relajaba la presión de su puño.

Cuando Lycheas se hubo alejado a través del corredor al frente del resto de la comitiva, Sparhawk cerró la puerta y, después, ofreció la llave a su viejo amigo.

—¿Querréis guardarla en mi lugar, mi señor? —preguntó.

—Con mucho gusto, sir Sparhawk.

—Si es posible, mantened las velas encendidas en la sala del trono. No la dejéis sentada en medio de la oscuridad.

—Por supuesto.

Comenzaron a recorrer el pasillo.

—¿Queréis que os diga algo, Sparhawk? —propuso el anciano—. Olvidaron limar muchas asperezas cuando terminaron de pulir vuestro carácter.

Sparhawk esbozó una sonrisa.

—Realmente lográis ser muy ofensivo cuando os lo proponéis —remachó el conde de Lenda.

—No puedo evitarlo, mi señor.

—Tened mucho cuidado aquí en Cimmura —le previno gravemente el anciano en un murmullo de voz—. Annias tiene espías apostados en todos los rincones. Lycheas no osa ni siquiera estornudar sin su permiso. El primado es el verdadero dirigente de Elenia, y no debéis olvidar que os profesa un profundo odio.

—Puedo aseguraros que el sentimiento es recíproco —comentó Sparhawk tras una breve reflexión—. Hoy me habéis demostrado vuestra amistad, mi señor. ¿Creéis que estar de mi lado os acarreará algún peligro?

—Lo dudo mucho —respondió el conde de Lenda con una sonrisa—. Soy demasiado viejo e inofensivo para representar alguna amenaza para Annias. No paso de ser un personaje vagamente irritante, y, por otra parte, el primado es lo bastante calculador. No se arriesgaría a emprender cualquier acción contra mí.

El eclesiástico los aguardaba a la entrada de la cámara.

—El consejo ha estudiado vuestro caso, sir Sparhawk —declaró fríamente—. Es obvio que la reina se halla fuera de peligro. Su corazón late con fuerza y el cristal que la rodea es prácticamente impermeable. En estos momentos no necesita disponer de un protector. Por ello, el consejo os ordena regresar al castillo de vuestra orden en Cimmura y permanecer allí hasta recibir nuevas instrucciones. —Una sonrisa gélida recorrió entonces sus labios—. O hasta que la propia reina os llame a su presencia, obviamente.

—Obviamente —replicó con tono distante Sparhawk—. Estaba a punto de haceros la misma proposición, Su Ilustrísima. No soy más que un simple caballero y la compañía de mis hermanos en el castillo me será más grata que el trato palaciego. Realmente, aquí me siento fuera de lugar.

—Ya había reparado en ello.

—No abrigaba ninguna duda respecto a vuestra perspicacia.

Sparhawk dio un breve apretón de manos al conde de Lenda a modo de despedida y, a continuación, miró directamente a Annias.

—Hasta que volvamos a encontrarnos, Su Ilustrísima.

—Suponiendo que tengamos ocasión.

—Oh, nos veremos nuevamente, Annias. Estad seguro de ello.

Tras esta afirmación, Sparhawk giró sobre sus talones y comenzó a caminar por el pasillo.

Capítulo 3

La casa de los caballeros pandion de Cimmura se hallaba emplazada justo detrás de la Puerta del Este de la ciudad y era, en todos los sentidos, un auténtico castillo. Las almenas remataban sus altas murallas y torres de vigilancia coronaban cada uno de sus ángulos. Para llegar a ella había que atravesar un puente levadizo tendido sobre un profundo foso erizado de afiladas estacas. El puente estaba bajado, pero lo custodiaban cuatro pandion de armadura negra montados sobre caballos de combate.

Sparhawk sujetó las riendas de
Faran
y aguardó. Había que cumplir ciertas formalidades antes de ganar la entrada al castillo de la orden. Observó que, curiosamente, aquel ritual no provocaba impaciencia en él. Lo había acatado durante todos los años de su noviciado, y la observancia de aquellas antiguas ceremonias parecía producir de algún modo una renovación y una reafirmación de su más genuina identidad. Mientras esperaba el quién vive de rigor, la imagen de la soleada ciudad de Jiroch y las mujeres que acudían a los pozos envueltas en la luz del alba se desdibujaba en su memoria, perdía inmediatez y quedaba postergada en un remoto rincón del recuerdo.

Dos de los caballeros cabalgaron acompasadamente a su encuentro; las herraduras de sus corceles retumbaron sobre las gruesas planchas del puente. Se detuvieron justo enfrente de Sparhawk.

—¿Quién sois vos, que imploráis la entrada en la casa de los soldados de Dios? —entonó uno de ellos.

Sparhawk levantó la visera. Este gesto simbolizaba sus intenciones pacíficas.

—Soy Sparhawk —repuso—, soldado de Dios y miembro de esta orden.

—¿Cómo podremos reconoceros? —inquirió el segundo caballero.

—Por esta señal.

Sparhawk alargó la mano y tiró del pesado amuleto de plata que colgaba de una cadena en torno a su cuello, el mismo que llevaban todos los caballeros pandion.

La pareja simuló observarlo detenidamente.

—En verdad, éste es sir Sparhawk, miembro de nuestra orden —declaró el primer caballero.

—En efecto —acordó su compañero—; por tanto, vamos a proceder…, humm… —titubeó, mientras arrugaba el entrecejo.

—A otorgarle el acceso a la casa de los soldados de Dios —apuntó Sparhawk.

—Nunca consigo recordar esa parte —murmuró el segundo caballero con una mueca—. Gracias, Sparhawk. En efecto —comenzó de nuevo tras aclararse la garganta—; por tanto, vamos a proceder a otorgarle el acceso a la casa de los soldados de Dios.

El primer guardián sonreía abiertamente.

—Tiene derecho a entrar libremente —indicó—, puesto que se trata de uno de los nuestros. Dios os guarde, sir Sparhawk. Os ruego que traspaséis estos muros. Que la paz sea con vos mientras permanezcáis bajo su techo.

—Y con vos y vuestro compañero, doquiera os dirijáis —repuso Sparhawk, con lo que concluyó la ceremonia.

—Bienvenido a casa, Sparhawk —saludó entonces con entusiasmo el primer caballero—. Habéis estado ausente largo tiempo.

—¿Os habíais percatado de ello? —bromeó Sparhawk—. ¿Ha venido Kurik?

—Hará una hora —respondió el segundo caballero—. Ha hablado con Vanion y después ha vuelto a salir.

—Entremos —sugirió el paladín de la reina—. Necesito un poco de esa paz que acabáis de mencionar, y debo entrevistarme con Vanion.

Los dos centinelas volvieron grupas y los tres cabalgaron juntos a través del puente.

—¿Todavía vive aquí Sephrenia? —preguntó Sparhawk.

—Sí —respondió el segundo caballero—. Ella y Vanion abandonaron Demos poco después de que la reina cayera enferma, y Sephrenia aún no ha regresado a la casa principal.

—Bien. También he de hablar con ella.

Detuvieron los caballos a la puerta del castillo.

—Éste es sir Sparhawk, miembro de nuestra orden —anunció el primer caballero a los dos que habían permanecido junto a la entrada—. Hemos comprobado su identidad y atestiguamos su derecho a entrar en la casa de los caballeros pandion.

—Pasad pues, sir Sparhawk, y que la paz sea con vos mientras permanezcáis en ella.

—Os doy las gracias, caballero, y que la paz asimismo os acompañe.

Los caballeros apartaron sus monturas y
Faran
avanzó pausadamente.

—Conocéis el ritual tan bien como yo, ¿eh? —murmuró Sparhawk.
Faran
respondió con un movimiento de orejas.

En el patio central un aprendiz de caballero que no había sido investido aún con la armadura de ceremonia ni con las espuelas se apresuró a tomar las riendas de
Faran
.

—Bienvenido, caballero —saludó.

Sparhawk prendió su escudo a la silla y descendió del caballo con un tintineo metálico producido por la armadura.

—Gracias —contestó—. ¿Sabéis dónde puedo encontrar a lord Vanion?

—Creo que se halla en la torre sur, mi señor.

—Gracias de nuevo. —Sparhawk comenzó a cruzar el patio, pero se detuvo súbitamente—. Oh, tened precaución con el caballo —avisó—. Muerde.

El novicio adoptó un aire de sorpresa y luego retrocedió unos pasos para apartarse del enorme y feo ruano, aunque, no obstante, mantenía firmemente sujetas las riendas.

El animal le dedicó una mirada de claro resentimiento.

—No hay que jugar sucio,
Faran
—explicó Sparhawk, mientras comenzaba a remontar los gastados escalones que daban acceso al antiguo castillo.

El interior era frío y húmedo, y los pocos miembros de la orden que encontró Sparhawk a su paso vestían hábitos de monje según lo acostumbrado dentro de los muros. Sin embargo, algún ocasional tintineo denunciaba el hecho de que, bajo su humilde atuendo, los pandion llevaban malla e iban inevitablemente armados. No se intercambiaron saludos, ya que los encapuchados hermanos acudían resueltamente a sus obligaciones con la cabeza inclinada y los rostros velados.

Sparhawk levantó la palma de la mano delante de uno de sus compañeros.

—Excusad, hermano —dijo—. ¿Sabéis si Vanion se halla aún en la torre sur?

—En efecto —repuso el caballero interpelado.

—Gracias, hermano. La paz sea con vos.

—Y con vos, caballero.

Sparhawk continuó su camino a lo largo del corredor flanqueado de antorchas hasta llegar a una estrecha escalera que ascendía por la torre sur entre macizos bloques de piedra superpuestos. Arriba, una pesada puerta era custodiada por dos jóvenes pandion.

—Necesito hablar con Vanion —les informó—. Mi nombre es Sparhawk.

—¿Podéis identificaros? —preguntó uno de ellos, tratando de conferir un tono ronco a su voz juvenil.

—Acabo de hacerlo.

Hubo unos instantes de silencio mientras los dos jóvenes caballeros intentaban encontrar una salida airosa a su desliz.

—¿Por qué no abrís la puerta simplemente y comunicáis a Vanion mi presencia? —sugirió Sparhawk—. Si me reconoce, no hay problema; de lo contrario, podéis tratar de arrojarme por las escaleras entre los dos —concluyó, sin poner especial énfasis en la palabra tratar.

Después de intercambiar una mirada con su compañero, uno de los guardianes abrió, y se asomó al otro lado.

—Mil perdones, mi señor Vanion —se disculpó—, pero hay aquí un pandion que dice llamarse Sparhawk y desea hablar con vos.

—Bien —respondió una voz familiar desde el interior—. Lo esperaba. Hacedlo entrar.

Los dos caballeros dejaron el paso libre a Sparhawk, con el desconcierto pintado en sus rostros.

—Gracias, hermanos míos —musitó Sparhawk—. Que la paz sea con vosotros.

Acto seguido traspuso el umbral y penetró en una amplia estancia de paredes de piedra. Las angostas ventanas se encontraban cubiertas con cortinajes verde oscuro y sobre el suelo se extendía una alfombra marrón. En un rincón de la habitación crepitaba una fogata bajo el arco de la chimenea y en el centro había una mesa con velas rodeada de pesadas sillas.

Vanion, el preceptor de los caballeros pandion, había envejecido un poco durante aquellos diez años. Su barba y su cabello habían adquirido una tonalidad gris. Su rostro presentaba más surcos, pero no mostraba ningún signo de debilidad. Llevaba una cota de malla y una capa plateada. Al entrar Sparhawk, se levantó y rodeó la mesa.

—Acababa de decidirme a enviar un grupo de rescate al palacio —dijo al tiempo que lo abrazaba—. No debisteis ir allí solo.

—Tal vez no. Sin embargo, no he tenido ningún contratiempo —objetó Sparhawk mientras se desprendía de guanteletes, yelmo y espada y los depositaba sobre la mesa—. Me alegro de veros, Vanion —agregó, tomando la mano de su superior entre las suyas.

Vanion siempre había sido un instructor severo; no toleraba ningún fallo en los jóvenes caballeros que había entrenado para sustentar la orden. A pesar de que Sparhawk no había estado lejos de odiar a aquel hombre durante su noviciado, actualmente consideraba a su estricto profesor como uno de sus mejores amigos; en consecuencia, su apretón de manos fue cálido e, incluso, afectuoso.

Después el fornido caballero se volvió hacia la mujer. Era bajita y lucía aquella singular nitidez de formas de la que gozan a veces las gentes de poca estatura. Tenía el cabello negro como el azabache, lo cual aportaba un peculiar contraste con el intenso color azul de sus ojos. Evidentemente, sus rasgos no se ajustaban a los de los elenios; por el contrario, presentaban un carácter extrañamente foráneo que apuntaba a su procedencia estiria. Llevaba por único atuendo un suave vestido blanco, y tenía ante ella un libro apoyado sobre la mesa.

—Sephrenia —cumplimentó Sparhawk cordialmente—, tenéis buen aspecto.

Tras estas palabras, hincó una rodilla en tierra, le tomó las dos manos y besó sus palmas, el saludo ritual estirio.

—Vuestra ausencia ha sido larga, sir Sparhawk —repuso ella, con una voz dulce y musical.

—¿Me haréis el honor de concederme vuestra bendición, pequeña madre? —preguntó, con el curtido semblante alumbrado por una sonrisa.

El tratamiento que había dado a la mujer representaba asimismo una costumbre estiria, a la vez que reflejaba el particular vínculo entre profesor y alumno, que se venía forjando ininterrumpidamente desde el inicio de los tiempos.

—De buen grado —respondió Sephrenia; puso sus manos sobre el rostro del caballero y pronunció una bendición en la lengua de los estirios.

—Gracias —añadió simplemente Sparhawk.

A continuación, la mujer procedió como raramente lo hacía: con el rostro todavía entre las manos, se inclinó hacia adelante y lo besó con suavidad.

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