El trono de diamante (8 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: El trono de diamante
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—Bienvenido a casa, querido —murmuró.

—Es grato hallarme de nuevo entre vosotros —afirmó—. Os he echado de menos.

—¿Aunque os regañara cuando eras un muchacho? —preguntó ella con una leve sonrisa.

—Las reprimendas no duelen mucho —repuso Sparhawk riendo—. Por alguna razón insospechada, incluso he añorado ese aspecto.

—Creo que quizás hemos moldeado bien a este pupilo —dijo la mujer al preceptor—. Entre los dos, hemos forjado un perfecto caballero pandion.

—Uno de los mejores —acordó Vanion—. Me parece que los fundadores de la orden pretendían contar con personas como Sparhawk.

La posición ocupada por Sephrenia entre los caballeros pandion era singular. Había aparecido a las puertas del antiguo castillo de Demos tras la muerte del tutor estirio encargado de transmitir a los novicios lo que entre este pueblo llamaban los secretos. Nadie la había seleccionado ni había reclamado su presencia, simplemente llegó y asumió las funciones de su predecesor. Por norma general, los elenios desdeñaban y temían a los estirios. Eran gentes poco comunes y que se marginaban en pequeñas y primitivas agrupaciones de casas hacinadas en las profundidades de los bosques y en las montañas. Adoraban a extraños dioses y practicaban la magia. Entre los sectores más crédulos de la sociedad elenia circulaban desde hacía siglos extraordinarias historias acerca de espantosos ritos en los que se utilizaba la carne y la sangre de los elenios, y, a consecuencia de estos rumores, los pueblos estirios sufrían periódicamente el ataque de turbas de campesinos borrachos que se ensañaban hasta llegar a la masacre. La Iglesia denunciaba enérgicamente tales atrocidades, pues profesaba un profundo respeto a sus tutores extranjeros. Incluso habían tomado medidas más drásticas: anunciaron que los ataques inmotivados a los asentamientos estirios tendrían una violenta y rápida respuesta. Pese a dicha protección organizada, cualquier estirio que penetrase en un pueblo elenio debía soportar burlas y vejaciones y, en ocasiones, una lluvia de piedras y desperdicios. Por todo ello, la aparición de Sephrenia en Demos había resultado ciertamente arriesgada. Nunca llegó a aclararse qué la impulsó; sin embargo, había servido fielmente a la orden durante años y sus miembros habían aprendido a amarla y respetarla. Más aún, Vanion, su cabeza visible, solicitaba a menudo sus consejos.

Sparhawk miró el libro que reposaba junto a ella.

—¿Un libro, Sephrenia? —preguntó con asombro burlón—. ¿Ha logrado Vanion enseñaros a leer por fin?

—Conocéis mis creencias respecto a esa práctica —replicó—. Simplemente contemplaba los dibujos. Siempre me han atraído los colores llamativos —explicó, al tiempo que señalaba las brillantes ilustraciones de una página.

Sparhawk tomó asiento y su armadura produjo un crujido.

—¿Habéis visto a Ehlana? —inquirió Vanion mientras se sentaba nuevamente.

—Sí. ¿Cómo lo hicisteis? —preguntó Sparhawk en dirección a Sephrenia—. Me refiero a aislarla de ese modo.

—Es algo complejo.

Se calló y lo observó con mirada penetrante.

—Tal vez estéis preparado para esto —murmuró, y se puso de pie—. Venid aquí, Sparhawk —le indicó, encaminándose a la chimenea.

Éste la siguió, desconcertado.

—Contemplad las llamas, querido —indicó ella suavemente con la antigua forma de tratamiento estirio que utilizaba cuando él era su alumno.

Compelido por su voz, miró el fuego. La oyó susurrar quedamente unas palabras en estirio y luego vio cómo su mano recorría lentamente las llamas. Inconscientemente, cayó de rodillas y observó fijamente el hogar.

Sparhawk percibió algo que se movía y, tras inclinarse hacia adelante, concentró su atención en las espirales azules que danzaban en el extremo de uno de los troncos de encima. El color azul se extendió, ganando cada vez más espacio, y, en el interior de su centelleante aureola, comenzó a distinguir un grupo de siluetas que se agitaban al compás de las llamaradas. La imagen iba perfilándose progresivamente; Sparhawk advirtió por fin que se trataba de la sala del trono del palacio, ubicado a muchas millas de distancia. Doce caballeros pandion, revestidos con armaduras, atravesaban la estancia sosteniendo el frágil cuerpo de una joven. No la llevaban en una litera, sino sobre los lomos de doce rutilantes espadas que mantenían firmemente unidas. Los caballeros se detuvieron ante el trono y, entonces, Sephrenia surgió de entre las sombras. Levantó una mano y pareció decir algo, pero Sparhawk sólo alcanzó a oír el crepitar del fuego. Con un horrible movimiento espasmódico, la muchacha se enderezó. Era Ehlana. Su semblante estaba distorsionado y sus ojos, desmesuradamente abiertos, contemplaban el vacío.

Irreflexivamente, Sparhawk alargó la mano hacia ella y la introdujo en las llamas.

—No —lo atajó Sephrenia con brusquedad, al tiempo que se la apartaba—. Solamente podéis mirar.

Con un temblor incontrolable, la imagen de Ehlana se puso en pie; al parecer, obedecía los inaudibles mandatos de la menuda mujer vestida de blanco. Sephrenia señaló imperiosamente el trono, y la joven, tambaleándose, ascendió los escalones de la tarima para ocupar el lugar que por derecho le correspondía.

Sparhawk estalló en sollozos y trató de llegar de nuevo hasta su reina con la mano, pero Sephrenia lo contuvo con una suave caricia que, extrañamente, encerraba la misma fuerza que una cadena de hierro.

—Recordad que sólo podéis observarla, querido —indicó.

Los doce caballeros formaron entonces un círculo en torno a la reina sentada en el trono, con la mujer de vestido blanco de pie junto a ella. Reverentemente, extendieron las espadas de modo que las dos ocupantes del estrado quedaron rodeadas de un anillo de acero. Sephrenia levantó de nuevo el brazo y pronunció unas palabras. Sparhawk advirtió claramente la tensión de su rostro al murmurar un encantamiento cuyo sentido era incapaz de desentrañar.

La punta de cada una de las doce espadas comenzó a centellear con intensidad progresiva hasta bañar el estrado con una refulgente luz plateada. El resplandor de las doce armas parecía afluir hacia Ehlana y su trono. En ese momento Sephrenia articuló una sola palabra y bajó el brazo con un gesto sorprendentemente incisivo. Al instante, el fulgor que rodeaba a la reina se solidificó para formar la envoltura que había visto Sparhawk. La imagen de Sephrenia languideció hasta desaparecer de la tarima.

Las lágrimas fluían copiosamente de los ojos del caballero y Sephrenia le rodeó con suavidad la cabeza con sus brazos y lo atrajo hacia sí.

—Sé que no resulta fácil, Sparhawk —lo consoló—. Contemplar las entrañas del fuego abre el corazón y permite que salga a la luz nuestro verdadero ser. Abrigáis mucha más ternura de la que nos hacéis partícipes.

—¿Durante cuánto tiempo la protegerá el cristal? —preguntó, al tiempo que se enjugaba con el dorso de la mano las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Mientras continuemos vivos los trece que estábamos presentes —repuso Sephrenia—. Un año a lo sumo, según el calendario elenio.

Sparhawk la miró fijamente.

—Nuestra fuerza vital impulsa los latidos de su corazón. Al correr de las estaciones, sucumbiremos uno tras otro, con lo que llegará un momento en que uno de nosotros deberá asumir la carga de los que mueran. Sin embargo, será eventual; cuando cada uno de nosotros lo haya dado todo, vuestra reina perecerá.

—¡No! —exclamó Sparhawk fieramente—. ¿Estabais vos también allí? —inquirió en dirección a Vanion.

Éste hizo un gesto afirmativo.

—¿Quiénes eran los otros?

—No os serviría de nada conocer sus nombres, Sparhawk. Todos nos ofrecimos por propia voluntad y sabíamos cuáles podían ser las consecuencias.

—¿Quién asumirá la carga que habéis mencionado? —interrogó Sparhawk a Sephrenia.

—Yo.

—Todavía no está resuelto ese punto —intervino Vanion—. De hecho, cualquiera de nosotros puede hacerse cargo.

—Para ello deberíamos modificar el hechizo, Vanion —indicó la mujer con cierto aire de suficiencia.

—Ya veremos —zanjó el preceptor.

—Pero ¿de qué servirá? —inquirió Sparhawk—. Vuestros esfuerzos sólo le garantizan un año más de vida. El precio que debéis pagar es espantoso. Ehlana ni siquiera tiene conciencia de ello.

—Si podemos determinar la causa de su enfermedad y encontrar un remedio, el hechizo puede revocarse —replicó Sephrenia—. Mantenemos su vida en suspenso para ganar tiempo.

—¿Habéis realizado algún avance?

—Todos los médicos de Elenia investigan sobre ello —explicó Vanion—. Además, he enviado aviso a otros expertos de diferentes reinos de Eosia. Sephrenia ha sugerido la posibilidad de que su dolencia tal vez no derive de causas puramente naturales. No obstante, nos topamos con ciertos obstáculos; los médicos de la corte rehúsan cooperar.

—En ese caso, regresaré a palacio —decidió airadamente Sparhawk—. Quizá logre hacerlos entrar en razón.

—Ya habíamos pensado en ello, pero Annias los mantiene estrechamente vigilados.

—¿Qué es lo que pretende? —exclamó furioso Sparhawk—. Únicamente intentamos contribuir a la recuperación de la reina. ¿Por qué dificulta nuestro propósito? ¿Acaso quiere el trono para sí mismo?

—Creo que desea lograr un trono desde el que pueda ostentar un poder superior —apuntó Vanion—. El archiprelado Cluvonus es ya muy anciano, y su estado de salud, precario. No me extrañaría en absoluto que Annias estimara que la mitra de archiprelado es el tocado que más le favorecería.

—¿Annias? ¿Archiprelado? Vanion, eso es absurdo.

—La vida está llena de cosas inverosímiles, Sparhawk. Las órdenes militares coinciden en oponerse a él y nuestra opinión influye notablemente sobre la jerarquía eclesiástica; sin embargo, Annias hace uso a manos llenas del tesoro de Elenia, incluso para distribuir sobornos con largueza. Ehlana hubiera podido impedirle el acceso a ese dinero, pero cayó enferma. Seguramente su falta de entusiasmo por verla recuperada se halla estrechamente ligada a esta cuestión.

—¿Y pretende que el hijo bastardo de Arissa ocupe el trono en su lugar? —La rabia de Sparhawk aumentaba por instantes—. Vanion, acabo de ver a Lycheas. Supera en debilidad y en estupidez al rey Aldreas. Además es ilegítimo.

Vanion extendió las manos.

—Un voto del consejo real podría legitimarlo, y Annias controla el consejo.

—No en su totalidad —objetó con crispación Sparhawk—. Técnicamente, yo también soy uno de los miembros, y creo que, llegado el caso, sería capaz de cambiar la posición de alguno de los votantes. Uno o dos duelos públicos podrían producir un efecto determinante.

—Sois un imprudente —lo regañó Sephrenia.

—No, simplemente estoy furioso. Siento una apremiante necesidad de atacar a ciertos individuos.

—Aún no podemos tomar ninguna decisión —advirtió Vanion con un suspiro, después sacudió la cabeza y pasó a otro tema—. ¿Qué es lo que sucede realmente en Rendor? —preguntó—. Voren escribe sus informes de una manera bastante críptica como prevención de la posibilidad de que caigan en manos enemigas.

Sparhawk se levantó y fue a acodarse en el alféizar de la ventana. El cielo seguía cubierto de nubes de color gris y la ciudad parecía empequeñecerse bajo ellas como si se afianzara en el suelo para resistir un invierno más.

—Allá reinan el calor —musitó casi para sí—, la sequedad y el polvo. El sol se refleja en las paredes y deslumbra los ojos. Con las primeras luces del día, antes de que salga el sol, cuando el cielo parece bañado de plata fundida, mujeres de rostros velados y ataviadas con oscuros vestidos atraviesan las calles con vasijas de barro a los hombros en dirección a los pozos.

—Os había juzgado mal, Sparhawk —le interrumpió Sephrenia con su melodiosa voz—. Tenéis el alma de un poeta.

—No se trata de eso, Sephrenia. Lo que ocurre es que es preciso adentrarse en el ambiente de Rendor para comprender lo que allí sucede. El sol es como un martillo que se abate incesantemente sobre las cabezas y el aire es tan caliente y seco que no deja margen para pensar. Los rendorianos buscan respuestas simples. El sol no les otorga ninguna tregua para ponderar las cosas. Este ambiente podría explicar en primer lugar el fenómeno acaecido con Eshand. Un humilde pastor con el cerebro medio sorbido por la intemperie no es el receptáculo lógico de ningún tipo de epifanía seria. En mi opinión, la exasperación producida por el sol confirió el primer ímpetu a la herejía eshandista. Esos pobres idiotas hubieran aceptado cualquier idea, aunque fuese totalmente descabellada, con tal de alcanzar la posibilidad de moverse y de encontrar tal vez alguna sombra.

—Es una explicación insólita para un movimiento que sumió a toda Eosia en una guerra de tres siglos —observó Vanion.

—Es algo que deberíais experimentar —insistió Sparhawk tras volver a tomar asiento—. Dejemos al margen las causas, el caso es que hace unos veinte años apareció en Dabour otro de esos entusiastas de mente disecada.

—¿Arasham? —conjeturó Vanion—. Hemos oído hablar de él.

—Así es como se hace llamar —repuso Sparhawk—. Aunque probablemente lo bautizaron con otro nombre. Los líderes religiosos tienden a cambiar con harta frecuencia sus apelativos para adaptarlos a los prejuicios de sus seguidores. Por lo que tengo entendido, se trata de un inculto y desharrapado fanático con una tenue noción de la realidad. Tiene unos ochenta años y experimenta visiones y oye voces. Sus partidarios poseen menos inteligencia que sus corderos. Atacarían con gusto los reinos del norte si alcanzaran a determinar en qué dirección se halla. Éste es un tema seriamente debatido en Rendor. He visto a algunos de estos hombres. Esos herejes que hacen temblar a los miembros de la jerarquía de Chyrellos son poco más que lunáticos derviches del desierto. Además, cuentan con un armamento escaso y carecen de entrenamiento militar. Francamente, Vanion, me preocuparía más la próxima nevada invernal que cualquier clase de resurgimiento de la herejía eshandista en Rendor.

—He aquí una interpretación categórica.

—He desperdiciado diez años de mi vida rodeado de un peligro inexistente. Confío en que disculparéis las dosis de descontento que esta pérdida ha provocado en mí.

—Una vez que alcancéis la madurez, aprenderéis a ser paciente, Sparhawk —afirmó Sephrenia con una sonrisa.

—Creí que ya había llegado a ese punto.

—Aún os halláis a mitad de camino.

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