El Último Don (40 page)

Read El Último Don Online

Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
7.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por primera vez Cross lo miró con dureza, y de repente Pollard comprendió por qué razón se había ganado Cross la fama que tenía. La mirada era fría y parecía una sentencia capaz de condenarlo a muerte.

—Tú sabes por qué estoy interesado —dijo Cross. Bantz te debe de haber contado la historia. Te contrató para que me investigaras. Bueno, ¿sabes algo de ese gran secreto o lo saben los estudios?

—No, —contestó Pollard. Nadie lo sabe. Cross, estoy haciendo todo lo que puedo por ti, tú lo sabes.

—Lo sé —dijo Cross en tono súbitamente amable. Te voy a facilitar las cosas. Los estudios quieren saber cómo conseguiré que Athena Aquitane vuelva a trabajar. Yo te lo voy a decir. Pienso ofrecerle la mitad de los beneficios de la película, y no me importa que se lo digas a esa gente. Así harás méritos y puede que incluso te den una gratificación especial. Cross rebuscó en un cajón de su escritorio, sacó una bolsa redonda de cuero y la depositó en la mano de Pollard. Cinco mil en fichas negras —dijo. Cuando te pido que subas aquí por algún asunto de trabajo, siempre temo que pierdas dinero en el casino.

No hubiera tenido que temer nada. Andrew Pollard siempre entregaba las fichas en la caja del casino a cambio de dinero en efectivo.

Leonard Sossa aún no había terminado de instalarse en una protegida suite de trabajo del Xanadú cuando le entregaron el carnet de identidad de Pollard. Con sus instrumentos especiales falsificó cuatro carnets de identidad de la Pacific Ocean Security, junto con sus correspondiéntes carteritas de solapa abierta. Los carnets no hubieran superado con éxito una inspección de Pollard, pero tampoco era necesario pues Pollard jamás tendría ocasión de verlos. Cuando Sossa terminó su trabajo, varias horas más tarde, dos hombres lo acompañaron al pabellón de caza de la Sierra Nevada donde se instaló en un bungalow en medio del bosque.

Aquella tarde, sentado en el porche del bungalow, vio pasar un venado y un oso. Por la noche limpió las herramientas y esperó. No sabía dónde estaba ni qué hacía, y no quería saberlo. Le pagaban cien mil de los grandes al año y vivía al aire libre, disfrutando de su libertad. Se entretenía dibujando en cientos de hojas de papel los osos y venados que había visto, y después pasaba rápidamente las hojas para dar la impresión de que los venados perseguían a los osos.

Lia Vazzi fue recibido de una forma totalmente distinta. Cross lo abrazó y lo invitó a cenar en su suite. Durante los años que Vazzi llevaba en Estados Unidos, Cross había sido su jefe operativo en multitud de ocasiones. A pesar de la fuerza de su carácter, Vazzi jamás había intentado usurpar su autoridad, y por su parte Cross lo había tratado siempre con el respeto debido a un igual.

A lo largo de los años, Cross había acudido muchos fines de semana al pabellón de caza y habían salido juntos a cazar. Vazzi contaba historias sobre los males de Sicilia y lo distinta que era la vida en Estados Unidos. Cross correspondía, invitando a Vazzi y a su familia a Las Vegas con todos los gastos pagados, y les regalaba un crédito de cinco mil dólares en el casino cuyo pago jamás se les exigía.

Durante la cena hablaron de varias cosas. Vazzi aún no se acaba de creer la vida que llevaba en Norteamérica. Su hijo mayor estaba a punto de terminar sus estudios en la Universidad de California y no conocía la vida secreta de su padre, cosa que a Vazzi le producía una cierta inquietud.

A veces me parece que no lleva mi sangre —dijo. Se cree todo lo que le dicen los profesores. Cree que las mujeres son iguales a los hombres y que a los campesinos se les debería regalar la tierra. Pertenece al equipo de natación de la universidad. En toda mi vida en Sicilia, eso que Sicilia es una isla, jamás he visto nadar a un siciliano.

—Excepto a algún pescador cuando cae al agua desde la barca —dijo Cross riendo.

—Ni siquiera entonces —dijo Vazzi. Todos se ahogan.

Una vez finalizada la cena hablaron de negocios. A Vazzi no le gustaba demasiado la comida de Las Vegas pero le encantaban el brandy y los puros habanos. Cross siempre le enviaba una caja de botellas de brandy de excelente calidad y una caja de puros habanos cada año por Navidad.

—Tengo que encomendarte algo muy difícil —le dijo Cross. Algo que hay que hacer con mucha inteligencia.

—Eso siempre es difícil —dijo Vazzi.

—Se tendrá que hacer en el pabellón de caza —dijo Cross. Llevaremos a cierta persona allí. Quiero que escriba unas cartas y que facilite una información.

Hizo una pausa al ver el gesto de displicencia de Vazzi. Vazzi había comentado muchas veces los argumentos de las películas norteamericanas en los que el héroe o el malo se negaban a facilitar información. Yo sería capaz de hacerles hablar en chino, decía.

—La dificultad estriba —dijo Cross en que no tiene que haber ninguna huella exterior en su cuerpo ni drogas en su interior. Además es una persona muy testaruda.

—Sólo las mujeres son capaces de hacer hablar a un hombre con sus besos —dijo Vazzi, saboreando su puro con expresión soñadora. Me da la impresión de que tú vas a intervenir personalmente en esta historia.

—No habrá más remedio —dijo Cross. Tendrán que participar los hombres de tu equipo, pero primero habrá que sacar a las mujeres y a los niños del pabellón.

Vazzi hizo un gesto con la mano en la que sostenía el puro.

—Los enviaremos a Disneylandia, ese maravilloso lugar de felicidad y descanso. Siempre los enviamos allí.

—¿A Disneylandia? —preguntó Cross entre risas.

—Yo nunca he estado allí —dijo Vazzi. Espero ir cuando me muera. ¿Eso tendrá que ser una
comunión?
o una
confirmación
...

—Una
confirmación
—contestó Cross.

Después entraron en los detalles del trabajo.. Cross le explicó la operación a Vazzi y el porqué y el cómo se tendría que hacer.

—¿Qué tal te suena? le preguntó.

—Eres mucho más siciliano que mi hijo, y eso que has nacido en América —dijo Vazzi, ¿pero qué ocurrirá si se obstina en no decir nada y no te da lo que tú quieres?

—Entonces la culpa será mía —contestó Cross. Y suya. Y tendremos que pagarlo. En eso América y Sicilia son iguales.

—Muy cierto —dijo Vazzi. Como China, Rusia y África.

—Como siempre díce el Don, entonces nos podremos ir todos a la mierda.

Elí Marrion, Bobby Bantz, Skippy Deere y Melo Stuart se encontraban reunidos en sesión de emergencia en casa de Marrion. Andrew Pollard había informado a Bantz sobre los planes secretos de Cross de Lena para conseguir que Athena regresara al trabajo. La información había sido confirmada por el investigador Jim Losey, que se negaba a divulgar su fuente.

—Eso es un atraco —dijo Bantz. Melo, tú eres su agente, eres responsable de ella y de todos tus clientes. ¿Signifia eso que cuando estemos en pleno rodaje de una gran película los grandes astros se negarán a trabajar a no ser que les entreguemos la mitad de los beneficios?

—Sólo si vosotros estáis lo suficientemente locos como para entregarselos —contestó Stuart. Dejemos que lo haga ese De Lena. No permanecerá mucho tiempo en el negocio.

—Melo —dijo Marrion, tú hablas de estrategias futuras, pero nosotros hablamos del presente. Si Athena vuelve al trabajo, seréis como unos atracadores de bancos. ¿Lo vas a permitir?

Todos se quedaron asombrados. Por regla general, Marrion no solía ser tan directo, por lo menos desde que ya no era joven. Stuart se alarmó.

—Athena no sabe nada de todo eso —dijo. Me lo hubiera dicho.

—¿Aceptaría el trato si lo supiera? —preguntó Deere.

—Yo le aconsejaría aceptarlo, y después mediante una carta confidencial repartirlo a partes iguales con los estudios —contestó Stuart.

—En tal caso, todas sus manifestaciones de temor serían una burla —dijo Bantz en tono cortante. Un cuento, vamos. Y tú, Melo, tienes un morro que te lo pisas. ¿Crees que los estudios se conformarían con la mitad de lo que Athena recibiera de De Lena? Todo ese dinero nos pertenece por derecho propio. Puede que ella se haga rica con De Lena, pero eso significará el final de su carrera cinematográfica. Ningún estudio la volverá a contratar.

—Los extranjeros sí; —terció Skippy. Los extranjeros podrían correr el riesgo.

Marrion cogió el teléfono y se lo pasó a Stuart.

—Estamos perdiendo el tiempo. Llama a Athena. Dile lo que Cross de Lena piensa ofrecerle y pregúntale si va a aceptar.

—Desapareció el fin de semana —dijo Deere.

—Ya ha vuelto —dijo Stuart. Suele desaparecer los fines de semana —añadió, pulsando los botones del teléfono.

La conversación fue muy breve. Stuart colgó el teléfono sonriendo.

—Dice que no ha recibido ninguna oferta, y que semejante oferta no la induciría a volver al trabajo. Le importa una mierda su carrera. —Stuart hizo una pausa y después añadió con admiración—: Me gustaría conocer a ese Skannet. Algo bueno tiene que tener un hombre que es capaz de asustar a una actriz hasta el punto de obligarla a abandonar su carrera.

—Entonces ya está todo resuelto —dijo Marrion. Hemos recuperado nuestras pérdidas en una situación desesperada. Pero es una lástima, Athena era una actriz extraordinaria.

Y Andrew Pollard ya había recibido sus instrucciones. La primera de ellas había sido la de informar a Bantz de las intenciones de Cross de Lena con respecto a Athena. La segunda sería retirar el equipo de vigilancia que controlaba los movimientos de Skanet. Y la tercera, visitar a Boz Skannet y hacerle una propuesta.

Skannet iba en ropa interior y olía a colonia cuando le abrió la puerta a Pollard de su suite del hotel Beverly Hills.

—Me acabo de afeitar explicó. Este hotel tiene más perfumes de baño que una casa de putas.

—No tendría usted que estar en esta ciudad —le dijo Pollard en tono de reproche.

Skannet le dio una palmada en la espalda.

—Ya lo sé, pero me voy mañana. Sólo tengo que atar unos cabos sueltos.

La perversa sonrisa que iluminó su semblante y los músculos de su poderoso tronco hubieran asustado a Pollard en otras circunstancias, pero ahora que Cross estaba mezclado de lleno en el asunto sólo le inspiraron compasión, aunque tendría que andarse con cuidado.

—Athena no se sorprende de que usted no se haya ido —dijo. Cree que los estudios no le comprenden a usted, pero ella sí le comprende, así que le gustaría reunirse personalmente con usted. Cree que ustedes dos a solas podrían llegar a un acuérdo.

Al ver el momentáneo arrebol de emoción que tiñó el rostro de Skannet, Pollard comprendió que Cross tenía razón. Aquel tipo seguía estando enamorado y picaría el anzuelo.

De repente Boz Skannet se puso en guardia.

—Eso no me parece muy propio de Athena. No soporta verme, y no se lo reprocho. Soltó una carcajada. Le hace falta esa cara tan bonita que tiene.

—Quiere hacerle una oferta muy seria —dijo Pollard. Una pensión anual de por vida. Un porcentaje de sus ganancias durante el resto de su vida, si usted quiere, pero exige hablar directamente con usted en secreto. También quiere otra cosa.

—Ya sé lo que quiere —dijo Skannet poniéndo una cara muy rara.

Pollard había visto la misma expresión en los rostros de muchos nostálgicos violadores arrepentidos.

—A las siete en punto —dijo Pollard. Dos de mis hombres pasarán a recogerle y lo conducirán al lugar de la cita. Permanecerán con ella y serán sus guardaespaldas. Son dos de mis mejores hombres e irán armados, para que a usted no se le ocurra hacer ninguna tontería.

—No se preocupe por mí —dijo Skannet sonriendo.

—Muy bien —dijo Pollard retirándose.

Cuando se cerró la puerta, Skannet levantó en alto la mano derecha. Volvería a ver a Athena, y ella sólo contaría con la protección de un par de investigadores privados de tres al cuarto. Y él tendría la prueba de que había sido ella quien había pedido reunirse con él y de que él no había incumplido la orden judicial que limitaba sus movimientos.

Se pasó el resto del día soñando con la cita. Había sido una sorpresa. Mientras lo pensaba adivinó que Athena utilizaría su cuerpo para convencerle de que aceptara el trato. Permaneció tendido en la cama, imaginando la sensación de volver a estar con ella. La imagen de su cuerpo estaba múy clara. La blancura de su piel, la redondez de su vientre, los pechos con los rosados pezones, la luz de sus ojos verdes, su cálidá y delicada boca, su aliento, los reflejos de su cabello como el cobrizo resplandor del sol en medio de las sombras del crepúsculo. Por un instante se sintió invadido por su antiguo amor, el amor que sentía por la inteligencia de Athena y por aquella valentía suya que él había convertido en temor. Después, por primera vez desde que tenía dieciséis años, empezó a acariciarse. En su mente aparecieron unas imágenes de Athena instándole a seguir adelante hasta que experimentó el orgasmo. Por un momento se sintió feliz y la amó.

De repente todo empezó a dar vueltas. Se sintió avergonzado y humillado, y la volvió a odiar. Y tuvo el convencimiento de que aquello era una trampa. ¿Qué sabía en realidad de aquel Pollard? Se vistió a toda prisa y examinó la tarjeta que Pollard le había enttregado. Las oficinas estaban a sólo veinte minutos en coche del hotel. Bajó corriendo a la entrada del hotel y un empleado le acercó el coche.

Al entrar en el edificio de la Pacific Ocean Secúrity se sorprendió de la envergadura y opulencia de la empresa. Se dirigió al mostrador de recepción e indicó el asunto que lo había llevado hasta allí. Un guardia de seguridad armado lo acompañó al despacho de Pollard. Skannet observó que las paredes estaban decoradas con galardones del Departamento de Policía de Los Ángeles, la Asociación de Ayuda a los Sin Techo y otras organizaciones, entre ellas los Boy Scouts de América. Había incluso una especie de premio cinematográfico. Andrew Pollard lo miró con asombro y una cierta preocupación. Skannet lo tranquilizó.

—Quería decírle simplemente que acudiré a la cita en mi propio automovil —le dijo. Sus hombres pueden acompañarme e indicarme el camino.

Pollard se encogió de hombros. Aquello ya no era asunto suyo. Él había hecho lo que le habían mandado.

—Muy bien —dijo. Pero me podría haber llamado.

—Por supuesto —dijo Skannet sonriendo, pero quería ver sus oficinas. Además quiero llamar a Athena para asegurarme de que la cosa va por buen camino. He pensado que podría usted llamarla en mi lugar. A lo mejor no atiende mi llamada.

Other books

El jardín de los dioses by Gerald Durrell
Ceasefire by Black, Scarlett
Burning the Reichstag by Hett, Benjamin Carter
Tidal Wave by Roberta Latow
Crucible: Kirk by David R. George III
The Memory of Eva Ryker by Donald Stanwood