El último grumete de la Baquedano (8 page)

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Authors: Francisco Coloane

Tags: #Infantil - Juvenil

BOOK: El último grumete de la Baquedano
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Al día siguiente, por la tarde, después de haberse pertrechado de víveres y carbón, la corbeta zarpó rumbo al Cabo de Hornos, empleando navegación mixta: vela y máquina.

Al pasar frente a los últimos barcos fondeados al final de la bahía, el Sargento Escobedo, señalando con la mano un viejo velero, maltrecho y oxidado por los años, casi fundido con las leves sombras del atardecer, dijo a Alejandro:

—¡Ese es el “Leonora” del fantasma! Fui a ver la cruz en tierra, y me dijeron que nadie ha muerto aún a su bordo; como ves, yo desembrujé ese pontón.

La corbeta empezó a descender por la cola de América, a través del Canal Magdalena.

—¡Hace mucho frío y es extraña esta tierra!

—dijo un grumete una tarde en que la nieve caía silenciosamente tapizando la cubierta y engrosando fant6sticamente las jarcias.

Las nevadas impidieron la navegación a vela en los canales anchos.

En el terrible paso del “Brechnwock” la corbeta sintió un preludio del Cabo de Hornos. Enormes olas y raras corrientes la zarandearon durante el par de horas que duró la travesía.

Luego entró por el brazo Noreste del canal “Beagle”, famoso entre los navegantes por ser la ruta más austral del mundo, y pasó la temida Isla del Diablo, que marca la confluencia de los dos brazos del canal.

Una noche, en plena zona de ventisqueros, el Sargento Escobedo empezó a mostrarle a Alejandro y a otros grumetes las enormes montañas de hielo que veteaban la costa.

—¡Son los ventisqueros Italia y Romanche!

—dijo el sargento. Y continuó—: Una vez se desprendió de uno de éstos un témpano fantasma, que tuvo atemorizados por un buen tiempo a los navegantes. En medio de las tempestades aparecía de pronto entre las olas y hundía a las embarcaciones.

Sobre el témpano, un cadáver indicaba con su mano estirada que los navegantes volvieran al Norte, y cuando no obedecían, los hacía naufragar.

Los indios yaganes decían que era el Gran Espíritu de su raza que echaba a los blancos que iban a cazar las nutrias y lobos de sus mares.

Pero un día el témpano se deshizo y todo se descubrió: era un indio yagan que se había perdido en el ventisquero persiguiendo alguna nutria; murió helado, los hielos lo incrustaron, y, cuando el témpano se desprendió, salió al mar como un macabro pasajero del témpano.

—¡Esto ya es el fin del mundo —dijo Escobedo—; cuando pasemos por el canal Murray verán cómo las corrientes cambian, los lobos no les temen a los hombres y las estrellas en las noches parece que se pudieran alcanzar con la mano!

La Baquedano visito a Navarino, Gendegaia, Kamasaka, las Islas Lenox, Picton y Nueva, donde algunos esforzados pobladores llevan una vida de desterrados.

Todo es fiero allí: el mar, las montañas enormes, el viento, la nieve, la naturaleza toda. Acaba, en verdad, el mundo en esa tierra chilena.

Volvió la corbeta a recorrer esa parte del “Beagle” y bajó por el canal Murray, donde las corrientes son peligrosas y abundan las loberías.

Como en los grandes momentos, una mañana se dio la orden de izar todo el velamen: la corbeta iba a visitar el Gran Cabo de Hornos, y el comandante quería hacerlo como corresponde a un gran marino y a un gran velero.

La nave empezó a surcar las enormes olas y, navegando de un largo, se lanzó mar afuera, como un pez en el agua. La tripulación hinchó de nuevo el pecho de gusto.

Poco antes del atardecer, en la lejanía apareció un peñón que caía destrozado en grandes rocas al mar.

—¡Es el famoso Cabo de Hornos que marca la unión de los dos océanos: el Pacífico y el Atlántico! —dijo un sargento.

—¡Hoy está como una taza de leche! —dijo otro.

—¡No le hables así al ‘Cabo Tieso”! —dijo un marinero—; éste oye y se enfurece en un minuto.

La corbeta, gallardamente, dio un gran viraje frente al peñón. El lugar era de desolación: ni un ave, ni un animal, sólo ese peñón agreste y solitario a donde iban a romperse las enormes olas de los dos océanos en el fin de la América: el Pacífico y el Atlántico.

El sargento Escobedo se acercó al grumete Alejandro, que contemplaba sobrecogido el Cabo de Hornos, y le dijo:

—Aquí está la sepultura del Diablo; está amarrado y fondeado con tres toneladas de grilletes y cadenas! ¡En las noches de tempestad arrastra sus cadenas debajo del mar, y los pocos marinos que lo han oído y están vivos dicen que es un ruido terrible, que queda en los oídos para siempre! ¡Más horrible que el de la tempestad!

Acababa de decir estas frases el sargento carpintero, cuando las grandes olas empezaron a ennegrecer, algunas bocanadas de viento vinieron tanto del Pacífico como del Atlántico, y la corbeta emprendió velozmente el regreso.

Detrás de los témpanos

¡Mañana entraremos en la zona inexplorada que sólo se conoce con el nombre que le dan los indios yaganes, “Detrás de los Témpanos”! —dijo el comandante a un oficial.

La corbeta ascendía por unos extraños canales, rodeados de cordilleras cubiertas de nieve.

El mar en algunas partes estaba helado, y las gaviotas y palomas del Cabo, acosadas por el hambre, por no poder pescar su alimento, descendían patinando sobre la superficie helada.

Muy de tarde en tarde asomaban los bigotes de algún gran lobo, que rompía el hielo como un monstruoso maniquí que quebrara los cristales de una gran vidriera.

Al día siguiente, el oficial de ruta ordenaba:

—¡No es prudente seguir más adelante; el canal se angosta cada vez más y el aumento de sargazos indica la presencia de peligrosas rocas submarinas!

La corbeta buscó un buen fondeadero, y ese mismo día empezaron a prepararse las chalupas que debían continuar las exploraciones en el interior de esos desconocidos fiordos y canales.

—¡Disponemos de siete días para explorar y levantar las respectivas cartas de navegación! Mañana, a primera hora, deben partir dos comisiones hidrográficas —ordenó el comandante a su segundo.

Escudriñando con sus catalejos, un oficial, de pronto, exclamó:

—¡Algo se mueve allá en el fondo del canal, parecen canoas que avanzan!

Al poco rato se confirmaba la suposición: una flotilla de cinco canoas se acercaba; pero estas canoas eran mejor construidas que las de los indios alacalufes, más esbeltas y llevaban un mástil para la vela.

—¡Son yaganes! —continuó el oficial—. Aprenden a leer en dos meses; cuando los primeros navegantes los descubrieron eran alrededor de quince mil almas, de las que ahora sólo quedan unas quinientas.

Las canoas se acercaron al costado del buque.

Entre la veintena de indios de rostros morenos y ojos oblicuos, parecidos a los japoneses, se destacaba la cara blanca de un hombre corpulento.

—¡Hay un blanco entre ellos! —profirió el oficial de guardia.

—¡Puede ser algún reo evadido del presidio argentino de Usuahía, o bien algún aventurero buscador de oro que se ha quedado entre los indios! —comentó un oficial.

La canoa en que venía el hombre blanco se acercó a la escalera del buque y por ella subió el extraño compañero de los yaganes, cubierto con un traje de pieles de nutria.

—¡Quisiera hablar con el capitán del buque!

—dijo al oficial que le salió al encuentro en el portalón.

—Si desea víveres, no hay necesidad de molestar al comandante; le daremos unos pocos! —le contestó el guardiamarina.

—¡No somos como otros indios; no recibimos las cosas de limosna, sino que las compramos; par a eso tenemos pieles y pepas de oro! —replicó el visitante.

—¡Pero usted no es indio!

—Eso no interesa, es lo mismo que si lo fuera!

El oficial no quiso discutir más, y lo llevó a presencia del comandante.

Al pasar el portalón, casi tropezó con el grumete de guardia, que mantenía su carabina al hombro.

Al cruzarse sus miradas, quedaron como sorprendidos, y algo extraño pasó por los ojos del grumete y el visitante. Sólo fue un rápido instante; éste siguió hacia la cámara del comandante.

Un compañero se acercó al grumete de guardia, y le dijo:

—¡Oye, Alejandro, ni hermano que fueras del que entró; tu cara y la de él son parecidas!

Al oír la palabra hermano, el niño abrió la boca como si de súbito hubiera descubierto algo enorme, y sólo atinó a exclamar:

—¡A lo mejor es él!

—¿Qué te pasa? —le dijo, asombrado, el otro grumete.

—¡Ando buscando a mi hermano Manuel, que partió al Sur hace muchos años, cuando yo era pequeño! —dijo el grumete revelando el secreto que también era causa de su viaje.

Ante la intransigencia del visitante, el comandante ordenó que se le cambiaran víveres por pieles, bajo el control del Teniente Contador, para venderlas en el Norte y mejorar el rancho o comprar algo para el bienestar de la tripulación. Como asimismo, si algún tripulante quería venderles ropas, debía hacerse ante el oficial paras evitar abusos con los indígenas.

Al salir de la cámara, el grumete Alejandro Silva se cuadró ante el oficial que conducía al visitante, y le dijo:

—¡Permiso, mi guardiamarina, para hablar con este hombre!

El oficial accedió con un movimiento de cabeza, sorprendido.

—¿Para qué? —intervino, secamente, el aludido.

—¡Quisiera saber su nombre! —dijo el niño.

—¡Eso no interesa en estas tierras! —replicó molesto el visitante.

El guardiamarina, de pronto, se dio cuenta del parecido de las dos personas, y esperó con curiosidad el término del diálogo.

—¡Es que!... —balbució el grumete; pero el extraño interrumpió:

—¡Mi nombre no interesa a nadie aquí; no soy un escapado del presidio de Usuahía, sino un pacifico cacique de esta tribu de yaganes que vive libremente de la caza! —terminó el cazador, y sin esperar más siguió su camino.

Alejandro quedó atónito, desolado; iba a decir algo, pero se le trabó la lengua de emoción. Estuvo al borde de una felicidad inmensa, que ahora parecía escapársele por ese nudo de angustia que le apretaba la garganta.

—¡Oiga, deténgase! —ordenó el oficial, y continuó—: ¿Por qué no le dice su nombre al grumete? ¡De todas maneras va a tener que decirlo, porque no se le venderá nada sin firmar las facturas en que conste lo que ha recibido y entregado!

—¡Bueno, si es así, lo diré! —dijo el cazador—:

¡Me llamo Manuel Silva Cáceres!

—¡Mi hermano! —gritó Alejandro, abalanzándose a abrazarlo.

La escena que presenciaron los tripulantes que estaban cerca fue patética. Los dos hermanos estaban abrazados con la más profunda emoción.

Manuel se separó un poco, y con el entrecejo ceñido de emoción, contempló la cara de su joven hermano, cuyas lágrimas rodaban por su rostro, y le dijo:

—¡Por eso, algo raro me pasó cuando te encontré en el portalón; al verte, la cara de mi madre se me vino a la memorial ¡Pero jamás pensé que tú pudieras ser el pequeño Alejandro que dejé un día en Talcahuano!

El paraiso de las Nutrias

NADIE puede llegar hasta aquí —dijo Manuel a Alejandro, señal ando un formidable ventisquero que cerraba, de pronto, totalmente el canal, y prosiguió—: Si algún ser humano llegó alguna vez hasta aquí, no habrá pasado más adelante, porque ha creído que el canal termina en el ventisquero; pero más adelante verás el secreto.

—¡No olvides que el Oficial del Detalle me dio sólo tres días de permiso! —dijo Alejandro, mientras se acomodaba en la popa de la canoa junto a su hermano.

La flotilla de cinco canoas tripuladas por yaganes llegaba a un ventisquero gigante que daba término al tortuoso canal.

El Segundo Comandante, en vista de los acontecimientos, había concedido tres días de permiso para que el grumete visitara los dominios de su extraño y aventurero hermano, ya que la corbeta iba a estar anclada una semana en ese lugar, efectuando levantamientos de cartas.

Los dos hermanos con alma de aventureros se habían contado sus vidas. Simple y corta la una, larga y accidentada la otra.

—¡Es muy difícil escribir desde estos lugares, visitado sólo por uno que otro cúter lobero en el año! expresó Manuel—. Además, no quería apenar a mi pobre vieja contándole mi decisión.

“Vine aquí desde puerto Haberton. Allí los indios eran explotados canallescamente por un ex presidiario que capitaneaba una banda de buscadores de oro, crueles y desalmados."

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