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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (33 page)

BOOK: El último merovingio
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—¿Diga?

—Soy Hilda.

—Hola, Hilda.

—¿Es Eugene?

—Sí.

—Creo que ha ido a verle su amigo Michael.

—Sí. Estábamos charlando…

—Bien, creo que deberíamos llamar al Direktor ya. Así que si hace el favor de subir a mi despacho…

—Ahora mismo voy.

—¿Podría hablar un momento con Dieter?

—Eh… déjeme ver si está a la puerta. —Dunphy hizo una pausa y respiró profundamente varias veces. Luego añadió—: Creo que ha salido un momento.

—¿Cómo dice?

—Que ha ido a buscar una carpeta para mí. ¿Quiere que espere a que regrese o subo yo solo?

—Oh, bueno… mejor suba usted.

—Ahora voy.

Dunphy colgó el teléfono, se agachó y arrancó de la pared el

cordón telefónico. Luego se acercó a Dieter y lo cacheó. Encontró la llave en el bolsillo, se dirigió a la puerta, la entreabrió y miró a ambos lados.

Por el pasillo circulaba poca gente, y los que pasaban iban a lo suyo. Dunphy salió de la habitación y cerró la puerta con llave. Esbozó una sonrisa y se dirigió al ascensor caminando lo más despacio que fue capaz, pues debía reprimir el impulso de echar a correr. Se cruzó con la mirada de una mujer y, al desviar los ojos, se dio cuenta de que ella fruncía el ceño, como si pensara: «No me gusta ese tipo.»

Comprendió que no se trataba sólo de la sangre del labio ni de que su aspecto fuese un tanto desaliñado; eran las vibraciones que emitía. La mujer lo había percibido en su mirada, y sabía que Dunphy era consciente de que ella se había dado cuenta. Pero al pasar junto a la empleada, despacio y sonriente, ella no hizo nada. Sólo había sido un instante mientras se aproximaban el uno al otro, y ese instante había pasado ya. Debía de haber sido una impresión equivocada.

Al menos, eso esperaba que creyera la mujer.

Al llegar a las puertas del ascensor, pulsó el botón de llamada y aguardó durante lo que se le antojó una eternidad mientras temía oír un grito a su espalda. Las puertas se abrieron y fue como si hubiera salido a un escenario: media docena de personas lo miraron de arriba abajo (aunque sólo durante un segundo). Dunphy se situó en medio de todos ellos y las puertas se cerraron. Poco a poco, el ascensor empezó a subir en un silencio tan notorio, tan significativo y en cierto modo tan acusador que a Dunphy no se le ocurrió otra cosa que ponerse a silbar una melodía alegre.

Finalmente, el ascensor se detuvo y Dunphy se encontró en el vestíbulo. Avanzó de prisa hacia las puertas giratorias que lo separaban de la calle. Una, dos, tres zancadas. Ya había franqueado las puertas y bajaba trotando los escalones para dirigirse a su cita cuando una mano lo tocó en el hombro y oyó una voz de hombre que decía:

—Entschuldigen Sie mich? —Dunphy se dio la vuelta con la mano derecha baja, a un costado, dispuesto a golpear—. Ich denke, dafi Sie dieses fallenliefíen.

Dunphy no entendió aquellas palabras, y lo que era peor, debió de notársele porque la sonrisa del hombre desapareció y frunció el ceño. Llevaba en la mano un papel, y de un vistazo Dunphy se dio cuenta de lo que era: una de las cartas de Dulles,

que debía de habérsele caído del bolsillo en el vestíbulo. Al tender la mano para cogerla, los ojos del hombre se fijaron en el papel que sujetaba. Arrugó la nariz sin comprender muy bien qué sucedía, pero luego cayó en la cuenta y se sobresaltó. Durante unos instantes, ambos sujetaron la carta al mismo tiempo. Finalmente el hombre la soltó, se apartó hacia atrás, se volvió y echó a correr.

Dunphy caminó unos pasos de espaldas y se guardó la carta en el bolsillo. Luego dio media vuelta y, despacio al principio, emprendió el trayecto hacia el pequeño café donde Clementine debía de estar esperándolo. Mientras caminaba echó una ojeada al reloj y vio lo que esperaba: la manecilla grande indicaba «tron­co» y la pequeña decía: «¡Corre!»

23

Clementine llevaba un minuto de retraso.

O quizá había llegado un minuto antes. En todo caso, Dunphy se encontró plantado delante del café en Alpenstrasse mirando a derecha e izquierda, como los ciervos cuando se disponen a cruzar una carretera muy transitada. En cualquier momento, Hilda, que todavía debía de estar esperándolo, se preguntaría por qué no acudía a la cita. Dieter y Rhinegold volverían en sí tarde o temprano. El tipo que había encontrado la carta informaría de lo que había visto, y a continuación, saldría del Registro Especial un grupo armado y furioso que se encaminaría al norte, al sur, al este y al oeste y que no pararía hasta encontrarlo a él.

«¿Dónde se habrá metido? —se preguntó—. Debe de estar cogiendo el dinero.»

Eso era: el dinero. A Dunphy se le ocurrió, y no por primera vez, que había una buena cantidad en la caja fuerte del banco de Banhnhofstrasse. Y después del modo en que había tratado a Clementine al desaparecer durante varios meses sin avisar, no le sorprendería que ahora la muchacha se largara con el dinero. Se iría en avión a Río, se pasaría dos años bronceándose al sol y se enamoraría de alguien que no anduviese por el mundo huyendo.

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Aunque, pensándolo bien, ¿dónde iba a encontrar Clem a alguien tan divertido como él?

Al mirar atrás Dunphy sintió, más que vio, el alboroto que se estaba formando en la acera, justo a la puerta del edificio del Registro Especial. Media docena de individuos ataviados con trajes negros como los Blues Brothers miraban sin parar a un lado y a otro buscando algo. «Soy hombre muerto —se dijo—. Me descu­brirán en cualquier momento. Oh, Clem, no puedo creer que me hayas jodido de esta manera.» Y mientras pensaba eso no dejaba de mover los ojos a derecha e izquierda, en busca de un coche que robar.

Y entonces la vio. Venía por Alpenstrasse en el Golf alquilado y hacía sonar la bocina a base de toques cortos y agudos, al tiempo que saludaba con la mano como si fuera una madre que va a recoger a los niños al polideportivo después de un gran partido. Clementine no tenía nada que ver con la típica suiza, pensó Dunphy mientras cubría de unas cuantas zancadas la distancia que lo separaba del coche. Abrió la puerta de un tirón y subió a toda prisa.

—¿Quieres conducir? —preguntó ella.

—No —contestó Dunphy, al tiempo que se agachaba para que no se le viera la cabeza por encima del salpicadero.

—De verdad que no me importa.

—No, está bien así.

—Si te apetece…

—¿Quieres arrancar de una maldita vez?

Clementine lo miró con detenimiento y luego metió primera.

—No hace falta que te pongas así —replicó al tiempo que el coche empezaba a moverse.

—Perdona —se disculpó Dunphy apretando los dientes—. Es que resulta que hay unas cuantas personas que desean matarme. Así que, por favor, dime qué ves, ¿quieres?

—Veo gente. A decir verdad, veo mucha gente. Salen de un edificio… a toda prisa.

—¿De qué edificio?

—No sé. De uno antiguo. Del número 15.

—¡Dios mío!

—¿Es ahí donde has estado?

—Sí.

—Pues da la impresión de que estén haciendo una especie de… como un simulacro de incendio.

—No mires.

—¿Por qué no?

—Tú conduce.

—Es bastante difícil no mirarlos —le aseguró Clem—. Están por todas partes.

Dunphy notó que el coche frenaba y que luego se detenía.

—¿Y ahora qué pasa?

—Que estamos parados.

—Ya me doy cuenta de eso. Pero… ¿por qué nos hemos detenido?

—Porque el semáforo está en rojo. ¿O es que quieres que me lo salte?

—¡No!

—Estupendo, porque no me gusta ni un pelo la gente que no deja de darme instrucciones mientras conduzco… sobre todo si van sentados a mi lado y tienen la cabeza metida debajo de la guantera.

«Qué hija de puta», pensó Dunphy. Era como si estuvieran casados.

—Bueno… tú avísame cuando hayamos salido de la ciudad, ¿vale?

—Faltaría más.

El coche dio una sacudida y salió disparado hacia adelante. Doblado sobre sí mismo en el asiento, Dunphy guardó silencio hasta que Clem le confirmó que ya estaban en el campo. Entonces se incorporó, se sentó debidamente y echó un vistazo a su alrededor. Iban camino del aeropuerto por una carretera tortuosa que discurría entre montañas.

—¿Tienes los billetes? —le preguntó a Clementine.

—Claro, y de primera clase. Me han costado una verdadera fortuna.

—¿Y el dinero?

Clem asintió.

Dunphy dejó escapar un suspiro de alivio y metió la mano en el bolso de la muchacha buscando los cigarrillos. Sacó un paquete de Marlboro y encendió un pitillo. Se recostó en el asiento y exhaló el humo con deleite. La mente le trabajaba a toda velocidad y sus pensamientos iban de Dulles a Jung y de éste a Brading y a sus vacas.

Al cabo de un rato, Clem se volvió hacia él y con una ceja levantada le preguntó…

—Bueno, ¿y qué?

Dunphy la miró.

—¿A qué te refieres?

—¿Has encontrado lo que buscabas?

Se quedó pensativo.

—No estoy seguro —respondió finalmente—. Creo que sí…

pero es bastante complicado. Tengo que pensar las cosas con detenimiento e intentar ponerlas en claro.

Clementine le dirigió una mirada de escepticismo y siguió conduciendo.

Ir al aeropuerto de Kloten suponía un riesgo, pero no tanto como lo había sido llegar a Heathrow unos días antes, ya que la Agencia no tenía tanta influencia en Suiza como en Inglaterra. A los suizos les gustaba proteger su independencia y su neutralidad, y guardar las distancias con los servicios secretos de otros países, incluidos los de Estados Unidos. Eso significaba que las cosas tenían tendencia a hacerse bastante despacio y dentro de la más estricta legalidad, de modo que si en la CÍA querían poner vigilancia en el aeropuerto, no les quedaría otro remedio que encargarse ellos mismos de hacerlo.

Por otra parte, era imposible que hubiesen actuado con tanta rapidez. Había menos de una hora desde Zug hasta el aeropuerto, y una vez allí Dunphy y Clem se habían registrado en el vuelo que pensaban tomar después de devolver el coche de alquiler. Durante los treinta minutos siguientes permanecieron sentados en la sala de Swissair, tomando una taza de café tras otra mientras aguardaban a que los llamasen para embarcar. Dunphy esperaba que de un momento a otro apareciera Rhinegold con media docena de matones a su lado, pero sin embargo no fue así. A las 14.55 llamaron a los pasajeros de su vuelo para embarcar. Y media hora después se hallaba en el aire, sobrevolando la Bernese Oberland, camino de Madrid. Dunphy bebía champán en una copa alta.

Una vez más, había logrado escapar.

—Cuéntame —le pidió Clem.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Qué está pasando.

Se quedó pensando en ello. Ciertamente, Clementine tenía derecho a saber qué ocurría, pues ella también estaba involucrada en el asunto y corría el mismo peligro que él. Aunque, por otra parte, en realidad Dunphy tampoco entendía exactamente de qué iba todo aquello.

—Yo sólo sé una parte —comenzó a explicar—. Algunos retazos sueltos. Y tengo también un par de nombres. Pero ni siquiera sé quiénes son algunos de los implicados ni la importancia que tienen.

—De todos modos, cuéntamelo.

Dunphy se volvió y miró hacia atrás por encima del hombro. El asiento situado detrás de ellos se encontraba vacío, y delante sólo tenían la cabina del piloto. Al otro lado del pasillo, un joven africano se había arrellanado en el asiento con los ojos cerrados y escuchaba música por un walkman. Dunphy alcanzaba a oírla, un zumbido débil que le resultaba familiar; se trataba de Cesaría Evora.

—Es que pensarás que me he vuelto loco —repuso él.

—No.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque… bueno, verás, se trata de una especie de sociedad secreta.

Clem le dirigió una mirada irónica.

—¿Que existe hoy día? —preguntó.

—Aja —dijo Dunphy, sonriendo con tristeza.

Clementine le sostuvo la mirada hasta que se cercioró de que hablaba en serio.

—No bromeas, ¿verdad?

—No.

La muchacha se quedó pensando en ello durante unos instantes.

—¿Algo parecido a los masones? —preguntó finalmente.

—No, no exactamente —negó él con la cabeza.

—Entonces, ¿de qué se trata?

Dunphy bebió un poco de champán.

—No lo sé —confesó—. Sólo sé que lleva por nombre la Sociedad Magdalena y que es muy antigua.

—¿Cómo de antigua?

Dunphy se encogió de hombros.

—No lo sé exactamente, pero según ellos, Francis Bacon ya era miembro de la misma.

—Me tomas el pelo —se mofó Clementine.

—No.

Ella pareció dudar.

—Pues, si realmente es así, esa sociedad tiene cuatrocientos años.

Él negó con la cabeza.

—Afirman que Bacon fue miembro de la sociedad, no que fuera el primer miembro. Podría ser todavía más antigua; tal vez mucho más antigua.

Dunphy miró por la ventanilla lo que bien podría haber sido una tarjeta postal de Suiza. Cielos de un azul intenso y montañas umbrías cubiertas de nieve; un mundo hermoso visto a once mil metros de altitud.

Pero resultaba peligroso en tierra.

Reclinó el asiento, se recostó y cerró los ojos.

«Este asunto es demasiado importante —pensó—. Sea lo que sea, es demasiado grande. Nunca lograremos salir con bien de ésta. —Abrió los ojos y volvió a mirar por la ventana—. No importa cuánto llegue a averiguar. ¿Qué voy a hacer con la información que obtenga? ¿Acudir a la policía? ¿Contárselo a la prensa?»

—Daría cualquier cosa por saber en qué estás pensando —comentó Clem.

En realidad, Dunphy pensaba que aquellos tipos iban a matarlos, pero, sin embargo, dijo:

—En nada en especial.

Clem levantó la copa y bebió un sorbo, tras lo cual la dejó en la bandeja que tenía delante.

—No me has dicho por qué vamos a Tenerife.

—Allí vive un amigo mío.

Otra mirada escéptica.

—Nadie tiene amigos en Tenerife —señaló ella—. Está en mitad de la nada.

Dunphy sonrió.

—Pero Tommy es especial.

—¿Por qué?

—Pues porque está metido en el mismo asunto que nosotros.

Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos pronunciase una palabra. Dunphy miraba las nubes que se enroscaban alrededor de los Alpes y Clementine hojeaba un ejemplar de Mein schoner Garten. Al cabo, la muchacha metió la revista en la bolsa del asiento y preguntó:

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