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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (31 page)

BOOK: El último merovingio
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Dunphy se rascó la cabeza. «¿Qué es eso del Apocryphon —se preguntó—, y qué significa todo esto?» No había manera de saberlo. Aquellas cartas estaban llenas de misterios, unos grandes, otros pequeños, unos importantes, otros menos importantes. Leer aquellas misivas era como escuchar sólo a una de las partes en una conversación telefónica. Algunas cosas resultaban obvias, se revelaban con claridad, pero todo lo demás quedaba en el terreno de la mera conjetura.

12 de julio de 1941

Mi querido Cari:

He quedado encantado al saber que ha convencido usted al señor Pound de que probablemente nuestro joven no se encuentre a salvo en París. Ninguno de nosotros puede predecir lo que ocurrirá el año próximo, pero la prudencia dicta que por lo menos él debería estar en un lugar alejado de las hostilidades. Él es, al fin y al cabo, nuestra raison d'étre, y sin él no nos queda nada, ni esperanzas ni objetivos.

Como usted sugiere, Suiza es un sitio bastante seguro… y no sólo para nuestro Gomelez. Los bienes de la Sociedad Magdalena resultarán esenciales para nuestra misión en la posguerra, llegue ésta cuando llegue, y también hay que salvaguardarlos. Dada la magnitud de estos bienes, conviene tomar precauciones para que el hecho de sacarlos de los países ahora en liza no cause innecesarios trastornos ni publicidad. Yo sugiero, por tanto, que dichas transferencias se dejen en manos de nuestros contactos en el Banco para Transacciones Internacionales de Basilea. Ellos sabrán cómo liquidar los diversos valores, que después podrán volver a invertirse en Zurich y en Vaduz. Opino que nuestra meta en estos momentos tendría que ser la conservación del capital, más que el crecimiento del mismo.

«De manera que "nuestro joven" tiene nombre —pensó Dunphy—: Gomelez. ¿Quién será?» Tras preguntárselo, dejó de lado la cuestión; no había manera de saberlo por el momento.

Sin embargo, había algo que le resultaba cada vez más evidente: Dulles y Jung iban accediendo a responsabilidades más y más importantes dentro de la sociedad secreta a la que pertenecían.

Mi querido Cari:

Cuando lea esta carta yo ya habré asumido mis deberes confidenciales en Berna. Agradezco su ofrecimiento de actuar como enlace entre nuestro Timonel y yo, pero me temo que entrar y salir de Italia sea algo que ninguno de los dos toma en consideración.

No obstante, acepto su ofrecimiento de encontrarme clandestinamente con Herr Speer. ¿Debo entender con ello que es de los nuestros? Eso me ha sorprendido. ¿Cómo es que nunca he tenido oportunidad de conocerlo? Por otra parte, tengo los nombres de varias personas que creo haríamos bien manteniendo en el extranjero. Ninguno de esos caballeros será una sorpresa para nadie. Ya hemos hablado de su bona fides en varias ocasiones anteriormente, y usted los ha conocido a ambos en distintos actos sociales. Me refiero al doctor Vannevar Bush y al joven Angleton. Por favor, considere esta carta como una propuesta firme para que ambos entren a formar parte de nuestra sociedad.

Dunphy se recostó en el sillón; le apetecía fumarse un cigarrillo. Vannevar Bush y «el joven Angleton». ¿Sería posible? ¿A cuántos Angleton habría conocido Dulles? Probablemente sólo a uno, a James Jesús Angleton, que en los años posteriores a la guerra había sido el jefe del personal de contraespionaje de la CÍA. Era un espía legendario, un hombre metido hasta las orejas en todo, desde la política israelí hasta la Comisión Warren. ¿Pero dónde se hallaba Angleton, y qué era, en el año 42? Dunphy consideró el asunto. Sólo un estudiante universitario, aunque estupendamente relacionado… que ya había entrado en la Oficina de Servicios Estratégicos, o iba camino de hacerlo.

Dunphy estaba menos familiarizado con Bush, pero recordaba que éste había dirigido la investigación científica y el desarrollo armamentístico de Estados Unidos durante la segunda guerra mundial.

«Hombres útiles para tenerlos de parte de uno —se dijo Dunphy—, especialmente si ese uno dirige una sociedad secreta.» Pero… ¿Speer? ¿Albert Speer? ¿Qué era, exactamente? Arquitecto de Hitler y… ministro de Armamento. Bonito contacto para alguien como Dulles, que dirigía las operaciones de espionaje para los Aliados desde Suiza. Pero… ¿era posible que un nazi como Speer tuviera algo en común, y en particular algo secreto en común, con personas como Dulles y Jung?

Dunphy masculló algo para sus adentros. ¿Y por qué no iba a tener nada en común con ellos? Estaba claro que la Sociedad Magdalena tenía sus propios objetivos, y no había razón para creer que esos objetivos fueran coincidentes con los de Estados Unidos… ni liberales. Por el contrario, el tipo que dirigía el cotarro, o que se suponía que lo dirigía (el Timonel), era un poeta lunático pro fascista que emitía propaganda desde Italia y proclamaba a los cuatro vientos que Mussolini era un salvador. Dunphy sabía todo eso de sus clases de historia. Así que, ¿por qué no Speer? Seguro que, por lo menos, no era tan excéntrico como Pound. Además, Dunphy cada vez tenía más claro que la Sociedad Magdalena —al menos la organización tenía nombre— era una especie de iglesia secreta.

Pero ¿de qué tipo? Del nombre no se podía deducir nada: María Magdalena había sido una prostituta convertida a la religión. Con ella se ponía de manifiesto la idea de que incluso los mayores pecadores podían ser perdonados. Pero ¿qué tenía eso que ver?

Tal vez mucho o tal vez nada. Pero lo cierto era que si la Sociedad Magdalena era como parecía una especie de iglesia, sus adeptos podían proceder de todos los rincones del planeta sin tener en cuenta fronteras políticas, ni siquiera las fronteras de países que estaban en guerra entre sí.

Todo ello sólo venía a confirmar la idea de que, aunque la política hace extraños compañeros de cama, la religión los hace aún más extraños.

Dunphy consultó el reloj. Eran las diez menos cinco. Le quedaban aún tres horas; después, con un poco de suerte, se convertiría en calabaza o en un tronco, en el peor de los casos.

Llamaron suavemente a la puerta y entró Dieter con un montón de expedientes en los brazos. Los puso sobre el escritorio, hizo un gesto extraño y dijo:

—El expediente de Dunphy no se encuentra disponible.

—Querrá decir Dunphy.

—Sí, bueno… ése. Pero… como le digo, no está disponible.

—¿Por qué?

—Pues porque alguien lo está usando en estos momentos.

Dunphy intentó que no se le notara mucho la decepción… ni el interés.

—¿Sabe usted quién?

—El Direktor —asintió Dieter.

Dunphy esbozó una sonrisa. Y a continuación sintió un escalofrío.

—Hace frío aquí dentro —se quejó.

—Uno se acostumbra —repuso Dieter.

Cuando aquel hombre corpulento se marchó, Dunphy volvió a concentrarse en el expediente de Schidlof. Dulles, después de trasladarse a Berna, veía a Jung más a menudo, pero le escribía con menos frecuencia, quizá porque la guerra hacía que las comunicaciones supusieran un riesgo. Aun así, había algunas joyas entre las pocas misivas escritas del 42 al 44. Dulles escribió en 1943, poco después hacerle una visita a Jung en Küsnacht:

Estoy particularmente agradecido a la señorita Vogelei, que ha sido tan amable de llevar a la señora Dulles a dar un delicioso paseo en barco hasta Rappersville. Es usted muy afortunado por disponer de una secretaria con tanto talento y estilo.

Así que era eso, pensó Dunphy, contento de ver que otro cabo suelto dejaba de estarlo. Le echó una ojeada al reloj: las diez y cuarto.

La siguiente comunicación no era una carta, sino una postal. La había enviado Dulles el 12 de abril de 1943. En el anverso se veía un bellísimo paisaje de montaña en el que todos los árboles se hallaban cubiertos de nieve; en el reverso decía que la imagen pertenecía al Parque Nacional Suizo en el cantón de Graubünden, cerca de la frontera italiana. Dulles había escrito:

He ido a ver a nuestro joven.

Como usted ya sabe, se siente desgraciado debido al confinamiento y no muestra interés alguno por nuestros planes. No obstante, goza de una salud razonablemente buena y se mueve todo lo que sus heridas le permiten.

«Bueno, ahí está otra vez "nuestro joven" —pensó Dunphy—. Gomelez.»

La siguiente carta estaba escrita después de la guerra. Llevaba la fecha del 29 de mayo de 1945 y se había enviado desde Roma.

Querido Cari:

Acabo de estar en el Centro de Entrenamiento Disciplinario de Pisa, donde retienen a Ezra hasta que se complete el papeleo necesario para su regreso a Estados Unidos.

Como puede usted imaginar, el centro es un lugar bastante inhóspito, un redil de retención para soldados norteamericanos acusados de crímenes graves (asesinato, violación, deserción y droga-dicción). Tener que ver en un lugar así a nuestro Timonel casi me partió el corazón.

Pero podría ser peor. Su «captura» fue cosa del comandante Angleton, que se aseguró de que no se llevase a cabo interrogatorio alguno. (Según me ha dicho Ez, yo era el primer compatriota que le «escupía dos palabras» desde que lo habían detenido.)

Aun así, las condiciones bajo las que se halla retenido en dicho centro son terribles, como era de esperar. Y también lo son las pruebas que existen contra él: docenas, si es que no son cientos, de emisiones de radio atacando a los judíos, a los banqueros y a todo lo propio de Estados Unidos, mientras que celebraba el coraje y la visión de el Duce.

No sé qué decir. Creo que es posible que lo ahorquen.

Seguían media docena de comunicados enviados durante los seis meses siguientes. Unos eran largos, otros cortos, pero todos

giraban en torno al mismo tema: ¿cómo salvar al Timonel? La opinión pública se mostraba cada vez más inclinada al linchamiento, y Dulles pensaba que un juicio sería una catástrofe. De acuerdo con eso, se decidió seguir una estrategia según la cual Pound se declararía demente, pero no culpable de traición. Y en eso Jung resultaba el más valioso de los aliados. Como fundador de la psicología analítica, era un maestro entre los profesionales de la psiquiatría. Así pues, le resultaría fácil ayudar a Dulles y al «joven Angleton» a propagar la idea entre los profesionales de que el políticamente incorrecto Pound estaba en realidad loco de remate.

12 de octubre de 1946

Bueno, hemos ganado.

Han enviado a Ezra al sanatorio mental federal de la ciudad de Washington. Allí, en St. Elizabeth, permanecerá bajo los cuidados del doctor Winfred Overholser, que es uno de los nuestros. Aunque todavía no he tenido ocasión de visitar al gran hombre en su refugio psiquiátrico, me he enterado de buena fuente de que a Ezra se le ha asignado una especie de suite en la que atiende a una corte de admiradores procedentes de todos los rincones del planeta.

Winnie me asegura que no se le ha negado (ni se le negará) ningún privilegio… excepto la libertad de salir de los límites del sanatorio. Encarga las comidas fuera y en sus habitaciones hay un continuo ir y venir de visitas, hasta el punto de que ha empezado a quejarse de que no dispone de tiempo para escribir.

Eso, por lo menos, no está mal…

Dos meses después, Dulles le deseaba a Jung una feliz Navidad y le informaba de «un fascinante téte-a-tete con el paciente del doctor Overholser».

Tras haber dejado atrás los sufrimientos de Pisa y el juicio, parece que Ezra ha recuperado gran parte de la vitalidad que había perdido. .. y toda la agudeza de antes. De manera que, y basándome en las apreciaciones que he tenido oportunidad de hacer durante la tarde que he pasado en su compañía, puedo asegurarle que este largo período de confinamiento ha sido cualquier cosa menos inútil. Al parecer, le ha hecho centrar la atención hasta límites asombrosos.

Desde sus habitaciones del sanatorio, nuestro Timonel sugiere una estrategia que podría dar resultado. «Lo que hace falta es que nuestro pequeño grupo adopte una actitud proactiva hacia el Apocryphon —me dijo—. [Otra vez esa palabra, pensó Dunphy] Las profecías del mismo no dejarán de cumplirse por haber tenido que soportar ciertas ayudas de la comadrona.»

Ya comprenderá usted a qué se refiere. En vez de quedarnos de brazos cruzados, nuestro Nautonnier quiere que intervengamos, materializando los portentos enumerados en el Apocryphon al tiempo que conseguimos que sus profecías se hagan realidad al actuar como comadronas en el parto del milenio. Ez sugiere que de ese modo quizá sea posible conseguir nuestros fines mientras nuestro joven continúa entre los vivos.

Dunphy no estaba del todo seguro de saber de qué hablaba Dulles. No conocía el significado de algunas de aquellas palabras, como materializar, y nunca había oído hablar del Apocryphon. Aun así, entendía la parte referente a hacer realidad las profecías, si bien no comprendía qué diantre tenía que ver aquello con la consecución de sus fines «mientras nuestro joven continúa entre los vivos». La carta seguía así:

Para conseguir esto se requerirá, naturalmente, una estrategia política y psicológica. Y en particular hará falta un mecanismo para proteger la Sociedad Magdalena de la curiosidad de la gente. Por fortuna, disponemos de ese mecanismo.

La carta siguiente, con fecha del 19 de febrero de 1947, contestaba en gran medida la cuestión apuntada en la carta anterior.

En nuestro encuentro de la semana pasada, Ezra comentó que los servicios secretos proporcionan un refugio ideal para una hermandad como la nuestra. Eso es debido a que las actividades cotidianas de los servicios de espionaje son, por naturaleza, clandestinas. Éste es, desde luego, el sello del oficio, lo más peculiar. Por tanto, una sociedad secreta dentro de un servicio secreto sería tan invisible como un panel de vidrio en el fondo del mar. (La metáfora es de Ezra.)

Como podrá usted imaginar, ésta es una visión de las cosas de la que nuestra asociación podría fácilmente beneficiarse.

Por desgracia, los servicios británico y francés no se encuentran a nuestro alcance en estos momentos. Aunque algunos miembros de nuestra orden han servido en ambas organizaciones al más alto nivel (al fin y al cabo, Vincent Walsingham fue nuestro Nautonnier durante nueve años), hoy en día ya no tenemos el mismo grado de

influencia sobre ellos del que disfrutamos antaño. (En mi opinión, el único culpable de que esto sea así es Nesta Webster.)

Dunphy se levantó y se desperezó. No sabía quién era Walsingham, pero Nesta Webster se había hecho tristemente famoso como autor de libros sobre sociedades secretas.

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