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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (29 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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Sin probar el desayuno, tirando al suelo el paño que tenía sobre sus rodillas, Amothus se incorporó y cruzó la suntuosa sala de visitantes para dirigirse a una ventana de cristal tallada a mano, en un complicado diseño. En el centro de un gran óvalo se enmarcaba una vista de la bella ciudad. Aunque el cielo estaba cubierto por aquel encrespado océano de nubes en ebullición, la atmósfera tormentosa no hacía sino realzar la hermosura de las tranquilas calles.

El personaje se detuvo durante varios minutos junto a la ventana, apoyando la mano en la cortina de satén y absorto en la contemplación del panorama. Era día de mercado y los habitantes pasaban por delante del palacio camino de la plaza entre el bullicio que armaban el traquetear de las carretas, las madres al reprender a sus hijos o las chácharas que, hoy, versaban sobre la ominosa bóveda celeste.

—Sé qué clase de sentimientos te inspiran los palanthianos, Tanis —denunció Amothus al rato, quebrado el timbre de su voz—. Primero revives lo acaecido en Tarsis, Solace, Silvanesti y Kalaman, el fallecimiento de tu amigo en la Torre del Sumo Sacerdote y, junto a tales recuerdos, lamentas la suerte de los que intervinieron en la última guerra. Luego te viene a la memoria que, a pesar del caos, nuestros edificios se sostuvieron intactos, a salvo de las vicisitudes.

El interpelado no confirmó ni rechazó tales presunciones se limitó a ingerir su ágape en un insondable mutismo.

—Tampoco desconozco tu actitud, Markham —reanudó su parrafada el dignatario—. La otra tarde te oí reír con tus hombres, y vuestra hilaridad se debía a la ocurrencia de uno, poco importa su nombre, quien imaginó a mis conciudadanos llevando sus sacos repletos de monedas a la batalla y pretendiendo derrotar al enemigo con una simple dádiva y al grito paternalista de «¡Idos, no molestéis!».

—Contra Soth, no es peor ese método que esgrimir las espadas.

Después de tan sarcástica réplica, el comandante levantó su copa para que Charles le echara más coñac.

Amothus reclinó la cabeza en el batiente de la ventana y se lamentó con amargura, ajeno a la ironía de su huésped:

—¡Nunca creímos que el azote de la guerra nos fustigaría a nosotros! A través de incontables generaciones, Palanthas se ha erigido como un lugar donde reinaban la concordancia, la luz y la armonía. Los dioses nos respetaron siempre, incluso cuando decretaron el Cataclismo nos dejaron al margen. Y ahora, cuando hay paz en el mundo, sobreviene esta catástrofe. —Se volvió hacia sus oyentes, demacrado por la angustia—. ¿Por qué ensañarse con un pueblo tranquilo, amistoso?

Apartando su plato a un lado, Tanis se desperezó para mitigar los calambres de sus músculos. «Me hago viejo —reflexionó—, y también blando. Resisto mal una noche en vela, desfallezco si me falta una sola comida, añoro el pasado y los compañeros que se fueron. ¡Y me pone enfermo ver morir a las personas en un enfrentamiento absurdo!» Frotóse los pesados párpados y, con los codos apoyados en la mesa, enterró el rostro entre las manos.

—Hace un momento has pronunciado la palabra «paz» —invocó al Señor de la Ciudad—. ¿A qué paz te referías? ¿Al simulacro de bienestar en el que nos movemos? Nos hemos comportado como un puñado de niños en una casa donde los padres han mantenido acaloradas discusiones durante varias semanas y, por una extraña tregua, se muestran civilizados. Sonreímos, exhibimos un fingido optimismo, engullimos la verdura como está mandado y andamos de puntillas, cuidando de no hacer ruido. ¿Cuál es el motivo de tal discreción? Sencillamente, la total seguridad de que, al más pequeño descuido, la trifulca estallará de nuevo. ¡A eso es a lo que llamamos «paz»! —repitió, con acento amargo—. Incurre en un insignificante desliz, amigo mío, y Porthios te echará encima a los elfos de Krynn. Acaríciate la barba de un modo distinto al que establece el protocolo, y los enanos atrancarán los francos accesos de la montaña.

Observó a Amothus y se ofreció a su examen un hombre alicaído, cabizbajo, que se enjugaba el mal controlado llanto y encorvaba los omóplatos. La ira del semielfo se encendió, aunque tuvo que preguntarse en quién debía proyectarla. ¿En el azar? ¿En el destino? ¿En los dioses quizá?

Enderezándose con ademán displicente, se situó junto al mandatario y escudriñó la pacífica, animada ciudad, que exultaba de vida sin presentir el naufragio.

—No puedo despejar tus incógnitas —reconoció—. Si tuviera tal clarividencia, a estas alturas ya me habrían construido un templo y una cohorte de clérigos acataría mi mandato sin chistar. Lo único que estoy en posición de decir es que no debemos rendirnos.

—Otro poco más de coñac, Charles, haz el favor —pidió Markham al mismo tiempo que, una vez más, alargaba el brazo con el que sostenía el recipiente—. Propongo un brindis: por persistir, que rima con morir.

Capítulo 13

Tanis expone su plan

Alguien golpeó, quedamente, en la puerta con los nudillos. Absorto en su trabajo, Tanis dio un respingo.

—¿Quién es? —inquirió.

—Soy Charles, señoría —se anunció el criado y, asomándose al interior de la estancia, informó de su cometido—: Me ordenasteis que os llamara durante el cambio de guardia.

Ladeada la cabeza, Tanis aguzó la vista para atisbar el panorama al otro lado del ventanal. Lo había entreabierto en busca de aire, pero la brisa no soplaba en la cálida, incluso bochornosa, noche de primavera. El firmamento estaba oscuro salvo por unas zigzagueantes hebras de tonos rosados, los fantasmales relámpagos, que festoneaban las nubes y, al fijar su atención, el semielfo oyó las campanadas de la Hora de la Vigilia, las voces de los centinelas que relevaban al turno anterior y, al fin, el acompasado caminar de los soldados que se retiraban a descansar.

Exiguo sería el lapso de vida que sucedería a su reposo.

—Gracias, Charles —susurró el digno invitado con tono cortés—. ¿Puedes entrar unos minutos? Prometo no retenerte.

—Será un placer serviros, señoría.

El anciano avanzó unos pasos y, moderado en todas sus acciones, cerró la puerta tras de sí. Tanis leyó el texto que estaba redactando, y que se hallaba desplegado sobre el escritorio, antes de comprimir los labios y, resuelto, añadir un par de líneas con el delicado trazo elfo. Esparció arena encima de la tinta para secarla y procedió, de nuevo, a revisar la misiva. Pero, a pesar del empeño que puso, le falló la vista. Los caracteres se enturbiaron en una danzarina amalgama y, frente a tan insalvable contrariedad, se resignó a estampar su firma y enrollar el pergamino. Concluidas estas operaciones, aferró el documento y permaneció sentado, inmóvil cual una estatua, lo que incitó al servidor a indagar:

—Señoría, ¿seguro que os encontráis bien?

—Charles —empezó a hablar el interrogado, manoseando una sortija de acero y oro que se ceñía a su dedo—. Charles… —repitió, y su voz languideció.

—Decid, señoría —le urgió el otro, más alarmado a cada segundo.

—Ésta es una carta para mi esposa —continuó el semielfo en un murmullo apenas audible, desviando el rostro—. Encárgate de que se la entreguen en Silvanesti, donde la han reclamado sus obligaciones. La misiva debe salir de inmediato, antes de que sea tarde.

—Comprendido, así se hará —le garantizó el criado y, avanzando un paso, tomó posesión del mensaje que le confiaban.

—Soy consciente de que hay diligencias mucho más importantes —se disculpó Tanis, ruborizándose en actitud culpable— en un momento tan crítico, como despachos para los caballeros, solicitudes de refuerzos y avisos en general, pero…

—Tengo al emisario idóneo, señoría —desoyó el anciano su comentario para tranquilizarlo—. Es elfo, concretamente de Silvanesti, leal y, si he de ser honesto, confesaré que va a causarle un gran placer abandonar la ciudad en una misión honorable.

—Gracias de nuevo, Charles. —Tanis suspiró y se obstinó en justificarse—: Si sucediera lo irreparable, quiero que Laurana se entere de las causas por mi puño y letra. Además, hay ciertas cosas que deseaba comunicarle.

—Lo que es muy lógico y natural, señoría —le ayudó Charles—. No lo penséis más. Quizá os gustaría lacrar la nota con vuestro sello —sugirió.

—¡Por supuesto! —asintió Tanis.

Quitándose el anillo, el semielfo lo aplicó sobre la cera caliente que vertía el servicial Charles en el pergamino e imprimió la sobria imagen de una hoja de álamo.

—Ha llegado el coronel Gunthar, señoría. Ahora mismo está entrevistándose con su delegado en Palanthas, el comandante Markham.

El criado le transmitió tal noticia de un modo repentino, casi abrupto para alguien de sus esmerados modales, pero este hecho no menguó el entusiasmo de Tanis. Desaparecidos los hondos surcos de su frente, exclamó:

—¡Eso es excelente! ¿Debo…?

—Os suplican que os reunáis con ellos, señoría, si no hay inconveniente —se le adelantó el otro, tan ceremonioso como de costumbre.

—Al contrario, me encantará verles —declaró el semielfo, y se puso de pie—. Supongo que no se ha divisado la ciuda…

—Todavía no —contestó Charles—. Los caballeros os aguardan en el comedor de verano, señoría, ahora cámara del consejo guerrero.

—De acuerdo, iré en su busca sin tardanza —decidió el huésped, perplejo por haber podido al fin completar una frase.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudaros?

—Eso es todo, mi gentil Charles. Conozco el cami…

—Siempre a vuestra disposición, señoría.

Tras esta nueva interrupción, inclinó respetuoso la cabeza y, misiva en mano, abrió la puerta para franquear el paso al insigne invitado y la cerró cuando éste hubo cruzado el umbral. Esperó aún unos instantes, por si a Tanis le asaltaba un antojo de última hora antes de alejarse, reverencioso.

Con el pensamiento puesto aún en la carta, arropado en la umbría quietud del mal iluminado pasillo, el semielfo se recreó durante un breve lapso en su soledad. Luego inició su firme andadura hacia el comedor de verano, donde pocos días antes se celebraban los ágapes de gala pero que, en efecto, se había transformado en cuartel general de la milicia.

Tanis tenía los dedos cerrados en torno al picaporte, y se disponía a internarse en la sala, cuando vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento. Deteniéndose a inspeccionar, observó cómo se materializaba una tenebrosa figura al fondo del corredor.

—¿Dalamar? —intentó cerciorarse, y se apartó del acceso a la cámara para acercarse al acólito, en el caso de que fuera éste el aparecido.

—Sí, soy yo —se identificó el hechicero—. Me alegro de haber dado contigo tan fácilmente.

—¿Traes nuevas interesantes?

—Las que hay no te complacerían —fue la evasiva respuesta del aprendiz—. No puedo quedarme mucho rato nuestro destino se balancea en el filo de una daga. Así que iré derecho al asunto. He venido para obsequiarte con algo.

Hurgó en el interior de una bolsa de terciopelo negro que colgaba de su costado, extrajo un brazalete y se lo alargó al semielfo. Éste lo asió y lo examinó, sin tratar de disimular su curiosidad. La joya medía unos diez centímetros de anchura y, confeccionada en plata maciza, su diámetro y peso correspondía a una muñeca masculina. Algo deslustrada, salpicaban su superficie unos ónices cuyas caras, talladas en numerosas facetas, refulgían bajo las oscilantes antorchas del pasillo. Procedía de la Torre de la Alta Hechicería, Tanis no abrigaba la menor duda al respecto.

—¿Es acaso…?

Por una parte ansiaba conocer los pormenores, pero por otra, prefería permanecer en la ignorancia.

—¿Una pulsera mágica? —adivinó Dalamar—. Sí.

—¿Pertenece a Raistlin?

El héroe había vencido su vacilación. Y una vez más, frunció el entrecejo al citar a su antiguo compañero.

—No —contestó el acólito pero comprendiendo que el semielfo no había de conformarse con un monosílabo, se decidió a explicarle lo esencial—. El
shalafi
nunca recurriría a defensas tan rudimentarias en comparación con lo que sus facultades pueden obrar. Este brazalete forma parte de las colecciones atesoradas en la Torre y es una pieza muy antigua. Yo diría que data de la época de Huma.

—¿Qué virtudes encierra?

Mientras preguntaba, Tanis daba vueltas en la palma de la mano a aquel peculiar objeto que, no podía evitarlo, le inspiraba todo género de aprensiones.

—Aquel que lo luzca será inmune a los ataques arcanos —esclareció, lacónico, el oscuro personaje.

—¿Incluidos los del espectro Soth?

—En efecto. La alhaja protegerá a su portador de los hechizos que invoque el caballero a través de los términos «muerte», «pasmo», «ceguera». También impedirá que le afecten los temores que infunde el halo del fantasma —siguió enumerando Dalamar—, así como los sortilegios formulados para generar fuego y hielo.

—¡Es, en verdad, un regalo valioso! —se congratuló el semielfo, fascinado por tal cúmulo de propiedades—. Nos proporciona una opción de victoria, ni más ni menos.

—Agradece mi presente cuando regreses, si es que lo haces —atajó el aprendiz a su excitado contertulio, y enlazó las manos bajo las bocamangas de la túnica—. Incluso privado de su magia, Soth es un contrincante formidable, más todavía si recapacitas que sus seguidores se han consagrado a su servicio mediante votos que ni siquiera la muerte pudo romper. Sí, amigo mío, guarda ese regocijo para tu regreso.

—¿Mi regreso? —puntualizó, atónito, el otro—. ¡Pero si yo no he blandido una espada desde hace más de dos años! —protestó. Miró al hechicero con detenimiento y, nacida la suspicacia, indagó—: ¿Por qué he de ser yo?

La sonrisa de Dalamar se ensanchó, sus almendrados ojos despidieron ominosos destellos cuando apuntó:

—Descubrirás el motivo haciendo una simple prueba, consistente en dar la pulsera a un Caballero de Solamnia, el que tú designes, y rogarle que la sostenga. Recuerda que el talismán proviene del reino de la oscuridad. Sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella.

—¡No te precipites! —bramó Tanis, agarrando el enlutado brazo del nigromante al percatarse de que se disponía a partir—. No te entretendré, pero antes has aludido a ciertas nuevas…

—No te conciernen.

Aunque tan hosca postura habría arredrado a cualquier otro, Tanis determinó que le obligaría a compartir el secreto.

—Cuéntame de qué se trata —exigió.

El mago hizo una pausa, y se juntaron sus pobladas cejas frente a aquel retraso en sus planes. Pero bajo su impaciencia se ocultaba otro sentimiento. El semielfo notó que la mano que lo aprisionaba se ponía tensa y dedujo que se debía a un espasmo de miedo. Pero no tuvo tiempo de reflexionar, porque, antes de que esta intuición tomara cuerpo en su mente, el aprendiz recobró el control. Sus bellos rasgos, cincelados cual una escultura, se relajaron hasta asumir una perfecta calma.

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