El Umbral del Poder (30 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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—La sacerdotisa Crysania ha sido herida mortalmente —recitó frío, con desapego—. Sin embargo, consiguió salvaguardar a Raistlin quien, ileso, ha emprendido la búsqueda de la Reina para la confrontación definitiva. Así me lo ha relatado Su Oscura Majestad.

—¿Qué ha sido de la sacerdotisa? —A Tanis se le hizo un nudo en la garganta al formular esta pregunta—. ¿La ha abandonado tu maestro para que sucumba sin amparo?

—Claro —repuso el otro, sorprendido de que se planteara siquiera la cuestión—. Ha dejado de serle útil.

Sopesando el brazalete, el semielfo estuvo tentado de incrustarlo en la blanca dentadura de aquel ser sin entrañas. Por fortuna, caviló a tiempo que la cólera era un lujo fuera de su alcance y que, en una sinrazón como la que ahora vivían, debía abstenerse de juzgar verbalmente el proceder de otros. «¡Qué retahíla de contradicciones, de ingratitudes! —se escandalizó—. Elistan se desplaza a la Torre para socorrer al archimago, y éste se comporta cruelmente con la sucesora del clérigo.»

Girando sobre sus talones, Tanis echó a andar por el corredor en largas zancadas, que, resonando sobre la roca, exteriorizaban la furia que debía reprimir. Pero, aunque se sentía irritado, no soltó el brazalete que le había dado aquella criatura de las tinieblas.

—La magia se activará en cuanto te lo pongas en la muñeca.

La precisión de Dalamar, enunciada en un tono sinuoso, flotó hasta el semielfo y traspasó el halo que formaba su rabia. Habría jurado que el acólito se reía de su mal humor.

—¿Qué ocurre, Tanis? —inquirió Gunthar cuando éste se hubo introducido en la cámara del consejo guerrero—. Mi querido colega, estás tan pálido como la misma muerte.

—Nada grave. Acaban de comunicarme unas noticias perturbadoras, pero no tardaré en reponerme. —El semielfo respiró hondo y, para atajar un posible interrogatorio, aventuró—: Tampoco vosotros tenéis buen aspecto.

—¿Brindamos por nuestras penurias? —ofreció Markham, levantando su panzuda copa de coñac.

El otro caballero le miró con expresión reprobatoria, severa. Pero el indisciplinado comandante le ignoró y engulló el licor de un solo trago.

—Se ha avistado la ciudadela cruzando las montañas —anunció el digno mandatario solámnico—. Arribará mañana, poco después del alba.

—Tal como me figuraba —asintió Tanis.

Se rascó la barba y, somnoliento, se frotó los párpados. Consideró la posibilidad de ingerir unos sorbos del elixir que tan pródigamente consumía el noble Markham. Pero lo contuvo el pensamiento de que podía ejercer una influencia contraria y embotarle todavía más.

—¿Qué llevas en la mano? —indagó Gunthar, quien, tras señalar la pulsera, alargó un brazo para tantearla—. ¿Una especie de amuleto elfo?

—Yo no tocaría esta joya —le recomendó su nuevo propietario, en el instante en que el otro apoyaba las yemas de los dedos en la empañada plata.

—¡Maldición! —rugió Gunthar, a quien la advertencia le llegaba unos segundos tarde.

Retiró tan deprisa el brazo que el brazalete, en el impulso, cayó al suelo, yendo a parar sobre una alfombra tejida por hábiles artesanos. Gunthar se retorció por el dolor que sentía en la muñeca, mientras el semielfo se agachaba y recogía la alhaja bajo su atento, incrédulo escrutinio, todo ello con el telón de fondo que prestaba a la escena la risa sofocada de Markham.

—Nos la ha traído el mago Dalamar desde la Torre —refirió Tanis a la reducida concurrencia, ajeno al rictus de dolor de Gunthar—. Protege a su portador de las agresiones arcanas, lo que, sea quien fuere el escogido, le franqueará el acceso hasta el espectro Soth.

—¡Sea quien fuere! —gruñó el coronel a la vez que, enojado, observaba el enrojecimiento de su carne en los puntos de fricción con la joya—. Fijaos, dentro de unos minutos me saldrán las ampollas de las quemaduras y, por si eso fuera poco, he recibido una descarga que casi me ha provocado un fallo cardíaco. ¿Quién, en nombre del Abismo, puede lucir tan dañino ingenio?

—Yo mismo —terminó de desconcertarle el semielfo. «Proviene del reino de la oscuridad, sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella.» Incapaz de someterse a la vergüenza de citar las palabras del aprendiz, sonrojándose, mintió—: Si vosotros no resistís su contacto es porque, como Caballeros de Solamnia, hicisteis votos a Paladine en el acto de investidura.

—¡Entiérralo! —le ordenó Gunthar, por completo impasible frente a sus argumentos—. No necesitamos la ayuda que pueda proporcionarnos uno de esos Túnicas Negras.

—Yo opino que debemos aceptar el concurso de cualquiera, aunque nos disgusten sus métodos —discrepó Tanis—. Permíteme que te haga memoria sobre el hecho, no por peculiar menos auténtico, de que Dalamar y nosotros luchamos en el mismo bando. Y ahora, Markham, ten la bondad de revelarnos tus planes para la defensa de la ciudad.

Deslizando el brazalete en un saquillo y fingiendo no percatarse de la mirada fulgurante del dignatario, se dirigió hacia el otro caballero, el cual, pese a su sobresalto por tan repentina invocación, aportó su informe en auxilio del semielfo.

Las tropas solámnicas habían emprendido la marcha desde la Torre del Sumo Sacerdote, y pasarían varias jornadas antes de que alcanzasen Palanthas. El comandante, a su vez, había enviado un emisario para alertar a los Dragones del Bien. Pero no era probable que estos últimos se presentasen en la urbe con la antelación necesaria.

En vista de tales contratiempos, la ciudad misma se había puesto en guardia. Amothus había convocado a sus habitantes y, en un discurso de sencilla oratoria, les había advertido de lo que se avecinaba. Markham aseveró que no había cundido el pánico. Pero Gunther halló aquello inverosímil y obligó al narrador a admitir que había habido algunas deshonrosas excepciones entre los más ricos, quienes habían intentado persuadir a los capitanes de navío, mediante sustanciosas sumas, de que les transportasen a puertos más seguros. Sea como fuere, éstos no se habían dejado sobornar y, además, ninguno se habría hecho a la mar bajo la amenaza que representaban los tormentosos frentes de nubes. Naturalmente, se habían abierto las puertas de la antigua muralla para que el que deseara correr tal riesgo se refugiara en la espesura. Pero fueron pocos los que tomaron esa opción. Eran conscientes de que en Palanthas les protegerían, al menos, las recias fortificaciones y los adiestrados caballeros.

En su fuero interno, Tanis conjeturó que de haber conocido los ciudadanos el verdadero horror al que se enfrentaban, habrían huido, en el convencimiento de que cualquier avatar era más liviano que el ataque de la ciudadela. No obstante, tal como se desarrollaron los acontecimientos, todos colaboraron en la común tarea de protegerse. Las mujeres se despojaron de sus vestidos de brocado y llenaron innumerables recipientes con agua destinada a apagar los fuegos del combate. Los moradores de la Ciudad Nueva, que carecían de un recinto amurallado, fueron evacuados a la Vieja, cuyos muros y torreones se fortificaron lo mejor posible en el mínimo plazo del que disponían. Se alojó a los niños en las bodegas y los cobertizos para protegerlos de la lluvia; los mercaderes abrieron sus establecimientos para suministrar los enseres imprescindibles, mientras los armeros, por su parte, distribuían pertrechos y las fraguas se mantenían perennemente encendidas, incluso de madrugada, para templar espadas, armaduras y escudos.

Al pasear la vista por el lugar, el semielfo distinguió luces en la mayoría de los hogares, los candiles que alumbraban a otras tantas familias ocupadas en ultimar los preparativos para una conflagración que, así lo dictaba su propia experiencia, sobrepasaría todos los cálculos y previsiones.

Pensando en su carta a Laurana, inhalando aire como si así fuera a disiparse su amargura, resolvió lo que haría. Pero era consciente de que su determinación sería ampliamente debatida, de tal suerte que debía trabajar antes el terreno.

—¿Te has planteado qué estrategia empleará Kitiara? —preguntó a Gunthar, lo que entrañaba interrumpir al locuaz Markham.

—Dudo que se devane los sesos urdiendo estratagemas —apuntó el interrogado, y se atusó el mostacho—. Harán lo mismo que en Kalaman. Acercar su artefacto cuanto puedan. Aunque conviene hacer hincapié en que allí no lograron situarse a su albedrío porque los dragones enemigos les pusieron a raya y en Palanthas, en cambio —se encogió de hombros—, no contamos más que con un limitado contingente reptiliano. Una vez se halle suspendida la ciudadela encima de nosotros, los draconianos saltarán de la plataforma y nos reducirán desde dentro, mientras los dragones hostiles, en un vuelo rasante, se enseñorearán del aire…

—Y Soth traspasará las puertas, quedando así cubiertos todos los flancos —concluyó Tanis.

—Confío en que los refuerzos de nuestras huestes lleguen a tiempo, por lo menos —intervino Markham, y vació de nuevo la copa— para impedir el pillaje y la profanación de los cadáveres.

—Kitiara —continuó especulando el semielfo— tiene que acceder a toda costa a la Torre de la Alta Hechicería. Según Dalamar, nadie sale vivo del Robledal de Shoikan, pero también me contó que Raistlin había entregado un talismán a la dama. Quizás aguarde a Soth para que la secunde. El respaldo de un espectro en tan sórdidos menesteres ha de ser inapreciable.

—Si la Torre es en realidad su objetivo —declaró Gunthar, con especial énfasis en el «si». Quedaba patente que la historia del nigromante y el Portal no le parecía creíble—. Partiendo del supuesto de que estés en lo cierto, imagino que utilizará la pugna como pantalla para sobrevolar los muros a lomos de su animal y posarse en un paraje próximo al edificio. Podríamos apostar en las inmediaciones de la arboleda a algunos caballeros y, así, impedirle el avance.

—Nunca estrecharían convenientemente el cerco —opuso Markham, y apostilló un tardío «amigo mío»—. El Robledal tiene la virtud de desestabilizar los nervios de todos cuantos se mueven en un radio de varias millas.

—Además —coreó Tanis— no podemos prescindir de un solo soldado. Hemos de reservarlos todos para la ofensiva contra Soth y sus legiones fantasmales. —Hizo un alto y, tras reunir una buena provisión de valor, manifestó—: He concebido un plan. Si me autorizáis, os lo propondré.

—Estamos ansiosos por oírlo, semielfo —le invitaron ambos.

—Tú presumes que la ciudadela nos acometerá desde arriba y el Caballero de la Muerte entrará por la puerta principal, creando una diversión que dará a Kit la oportunidad de escabullirse hacia la Torre. ¿Voy bien?

—Lo has comprendido con exactitud —corroboró Gunthar.

—Entonces, sugiero que unos cuantos hombres monten sobre la grupa de los Dragones Broncíneos y se lancen a la batalla. Yo cabalgaré a Ígneo Resplandor —prosiguió el aguerrido semielfo—. Dado que soy el único a quien la pulsera defiende de Soth, me comprometo a ocuparme de él mientras mi escuadra se concentra en los esbirros de ese engendro. Existe, de todos modos, cierta deuda entre nosotros que deseo zanjar —adujo al ver que el coronel hacía una mueca.

—Te lo prohíbo de manera rotunda —rechazó éste—. En la Guerra de la Lanza demostraste tu valía, pero nunca aprendiste artes marciales y no puedes derrotar a un Caballero de Solamnia…

—Aunque ese caballero esté ya muerto —intervino Markham, con una risita entre picara y divertida que delataba su incipiente ebriedad.

Los bigotes de Gunthar vibraron, rebosante como estaba de ira, pero acabó de hilvanar su razonamiento.

—Un individuo experto como Soth te aniquilará, con o sin amuletos.

—Debo señalar, sin embargo —volvió a la carga el responsable de la milicia palanthiana, y se obsequió con otra dosis de alcohol—, que la pericia en el manejo de la espada de nada sirve en este caso sin el brazalete. Un adversario dotado para fulminarte mediante un simple vocablo posee una clara ventaja.

—Por favor, Gunthar, escúchame —insistió Tanis, fortalecido por aquellos comentarios que tanto le beneficiaban—. Admito que mi preparación formal ha sido escasa, casi nula, pero mis años de espadachín sobrepasan a los tuyos en una proporción de dos o tres a uno. Mi sangre elfa…

—El Abismo confunda tu sangre elfa —farfulló el caballero.

Examinó el coronel al incansable bebedor, que en aquel instante olisqueaba los vapores etílicos de la licorera, y le clavó unas pupilas destellantes que habrían paralizado a un regimiento. Markham, flemático o rebelde, hizo caso omiso de su superior y se escanció otra ración.

—Si no me dejas otra alternativa, apelaré a mi rango —desafió Tanis al mandatario, también sin inmutarse.

—¡El tuyo fue un nombramiento honorífico! —objetó Gunthar, purpúreo su rostro.

—El Código no establece distinciones —le recordó el semielfo mostrando una gran sonrisa de triunfo—. Sea cual fuere la causa, la intención al rendirme homenaje, ahora soy un Caballero de la Rosa. Y mi edad, que supera la centuria, me confiere veteranía.

—¡Por los dioses, Gunthar, permítele que muera! —le imprecó el comandante Markham, en medio de unas carcajadas a destiempo que denunciaban su embriaguez—. En el fondo, da igual sucumbir unas horas antes o después.

—Está borracho —le censuró el cabecilla de la Orden, tan exasperado que se desfiguraron sus rasgos.

—Es joven —le disculpó el semielfo—, y nuestro destino, poco halagüeño. Y bien, ¿tienes ya un veredicto? —apremió.

El aludido echaba chispas por los ojos, tal era su cólera. Se plantó a unos centímetros de su interlocutor y afloró a sus labios una dura reprimenda, que nunca se articuló en sonidos. El mandatario sabía que aquel que se atreviera a retar a la criatura espectral no coronaría su hazaña sino expirando en el acto, aunque le protegiese un talismán poderoso. Y había comprendido que el semielfo era tan cándido, o tan atolondrado, que no reconocía esta verdad. Pero ahora escrutó su sombrío semblante y vio que, una vez más, había errado al juzgarlo.

—Encárgate de que recupere la sobriedad —accedió, tragándose el originario impulso verbal con una tos ronca y extendiendo el índice hacia Markham—. En cuanto lo consigas, toma posiciones y adelante. Los caballeros esperarán tu señal.

—Gracias por transigir, amigo mío —murmuró el héroe, conmovido.

—No me resta sino rezar para que los dioses te guarden —añadió el coronel con una voz estrangulada por la angustia. Y, tras estrujar la mano de su interlocutor, dio media vuelta y abandonó la cámara.

El semielfo caminó unos pasos hacia el caudillo militar de la ciudad que, tras agotar el contenido de la botella de coñac, la contemplaba con alelada obstinación. No obstante, vio una mueca burlona en su boca, que despertó sus resquemores. «No está tan ido como aparenta —se dijo—, o acaso como querría.»

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