El Umbral del Poder (37 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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Hallando esta vertiente de su lógica más atractiva, decidió escalar aquellos recovecos a pesar de que los clamores de los contendientes perdían definición a medida que se alejaba hacia la cumbre. De súbito, cuando empezaba a pensar que el artífice de tan descabellada obra de mampostería debió de ser un enano borrachín y con un retorcido sentido del humor, arribó a la cima y encontró su puerta.

—¡Aja! Un cerrojo —se regocijó, frotándose las manos.

No había tenido oportunidad de forzar uno en mucho tiempo, y le inquietaba la perspectiva de oxidarse —él, no la pieza que debía trabajar—. Examinó con ojo experto el candado. Pero, antes de iniciar la tarea, apoyó delicadamente la palma de la mano encima del picaporte. ¡Cuál no sería su desencanto cuando la puerta cedió a la más mínima presión!

—De todos modos, carezco de herramientas —se consoló.

Empujó la puerta unos centímetros y, a través de la rendija, sus pupilas toparon con algo tan anodino como una barandilla. Osó abrir un poco más y, dando un paso adelante, se encontró en un balcón circular que jalonaba el perímetro interior de la torre.

Ahora los ecos del combate se tornaron diáfanos, rebotando contra la roca y despidiendo retumbos sordos, estentóreos. Tas se acercó a toda prisa a la baranda y sacó medio cuerpo en un intento de discernir la fuente de la batahola, que era una mescolanza de crujidos, estrépitos de acero, gritos y baques.

—¡Hola, Tanis! ¿Qué tal, Caramon? —llamó a sus amigos—. ¿Habéis encontrado un método para gobernar esta mole ambulante?

Capítulo 4

Runce, el enano gully

Atrapados en otro balcón varios pisos por debajo de aquel al que Tas se había asomado, Tanis y Caramon se debatían para salvar sus vidas. Estaban en el lado opuesto al que ocupaba el kender, y lo que parecía un pequeño ejército de draconianos y goblins les hostigaba arracimado en la escalera, en un plano inferior respecto a ellos.

Los dos héroes se habían parapetado detrás de un enorme banco de madera, que habían arrastrado por la estancia hasta colocarlo atravesado en el último peldaño. A su espalda, se recortaba una puerta, y a Tasslehoff se le antojó que habían ascendido la escalera hacia la hoja en una tentativa de huir, pero les habían interceptado antes de conseguir su propósito.

Caramon, cubiertos los brazos de sangre verdosa hasta la altura de los codos, golpeaba cabezas con una estaca de madera que había arrancado de la barandilla, un arma más efectiva que la espada a la hora de combatir contra aquellas criaturas cuyos cuerpos, al morir, asumían la consistencia de la roca. Tanis había mellado la espada en varios puntos, porque la había utilizado a la manera de una maza. Y sangraba a consecuencia de diversos tajos practicados a través de la desgarrada cota de malla mientras que en el peto, de sólida textura, se apreciaba una considerable abolladura. Después de someter a los contendientes a un febril examen, el kender decidió que la pugna estaba en tablas. Los draconianos no podían acercarse lo bastante al banco para apartarlo o sortearlo de un salto, pero en el momento en que los compañeros abandonasen su posición, el enemigo volcaría el escollo y arremetería.

—¡Tanis, Caramon! —les invocó el hombrecillo—. ¡Estoy aquí arriba!

Ambos levantaron una mirada de pasmo al oír aquel acento familiar. Fue el guerrero el primero en localizarle y, señalando su paradero al otro luchador, le urgió:

—¡Tasslehoff, escucha! La puerta está atrancada y no podemos salir. ¡Ayúdanos!

Su voz, estridente por naturaleza, resonó imperiosa en el pozo que jalonaban las galerías.

—¡Estaré con vosotros en un abrir y cerrar de ojos! —respondió el kender y, optando por la vía más rápida, se encaramó al pretil y se dispuso a saltar en medio mismo del alboroto.

—¡No! —le frenó Tanis—. ¡Debes abrirla desde fuera! —Y, para respaldar sus instrucciones, hizo un gesto circular con el índice.

— De acuerdo —accedió Tas a regañadientes, decepcionado—. No habrá problema.

Bajó de su proyectado trampolín. Pero, en el momento en el que comenzaba a retroceder hacia el balcón superior, advirtió que los draconianos que se apiñaban detrás de la barrera impuesta por sus amigos cesaban en su ataque. Algo o alguien debía de haber acaparado su interés, una sospecha que se confirmó al sonar una voz de mando que indujo a aquellos reptiles a apartarse entre empellones y, Tasslehoff lo observó desde su puesto de vigilancia, esbozar distorsionadas sonrisas en las que exhibieron sus colmillos. Los héroes, sin saber a qué atenerse, se arriesgaron a otear el panorama a través del banco, mientras el kender descolgaba medio cuerpo en su empeño por averiguar la causa del fenómeno.

Una criatura, otro draconiano ataviado con negros ropajes decorados con runas arcanas, subía parsimoniosa por la escalera. Sostenía un cayado en su mano ganchuda, tallado en forma de un áspid presto a inocular su veneno.

¡Era un mago bozak! Asaltó al hombrecillo una extraña sensación de vacío en la boca del estómago, casi tan perturbadora como la que experimentara poco antes de aterrizar el dragón. Los soldados de piel escamosa envainaron sus aceros, a todas luces convencidos de que había terminado su servicio. El hechicero zanjaría la disputa sencilla y limpiamente.

El kender vio cómo el semielfo hundía la mano en su cinto, sacaba la palma desnuda y, nervioso, lívido el rostro debajo de la hirsuta barba, la embutía en el otro costado. Tampoco ahora extrajo nada así que, al borde del colapso, inspeccionó el suelo.

«Intuyo —se dijo el menudo espectador— que el brazalete de resistencia a la magia le resultaría de cierta utilidad. Quizá sea lo que busca con tanto ahínco es vidente que ignora haberlo extraviado.»

Al hilo de sus pensamientos, introdujo los dedos en uno de sus saquillos y, al tantear la pulsera, la blandió en el aire mientras informaba:

—¡La tengo yo, Tanis, no te preocupes! La perdiste, pero por fortuna yo me di cuenta y la recuperé.

El aludido alzó la faz, fruncido el entrecejo en una expresión de fiereza tan alarmante que Tasslehoff le arrojó la alhaja sin un titubeo. Tras aguardar unos instantes que le agradeciera su meticulosidad, algo que el semielfo no se dignó hacer, exhaló un suspiro y anunció:

—¡No tardo ni un minuto!

Y, raudo como solía serlo cuando se lo proponía, el hombrecillo emprendió una desenfrenada carrera hacia los acorralados personajes.

«Desde luego, su actual conducta deja mucho que desear —censuró al semielfo en el trayecto—. No se parece en nada al viejo Tanis, aquel colega dicharachero capaz de valorar un buen rato de diversión. Su flamante título de héroe se le ha indigestado.»

Desvirtuados por el muro medianero, llegaron hasta él los ecos de unos ásperos cánticos acompañados de explosiones. Acto seguido, se elevaron unas voces draconianas que denotaban cólera y desilusión.

«El brazalete hace su labor —dedujo el kender—. Les tendrá distraídos un tiempo, pero no muy largo, así que he de esmerarme en descubrir cuanto antes un puente de unión entre esta torre y el edificio principal. Supongo que el procedimiento más sensato será desandar lo andado hasta el nivel inferior.»

Salvando los escalones de dos en dos, Tas alcanzó la base en cuestión de segundos y, después de enfilar el corredor que desembocaba en la escalera, retrocedió hasta la estancia por la que se había internado en la ciudadela y continuó pasillo adelante, sin molestarse en entrar. Arribó a un punto en el que una ramificación partía en ángulo recto del túnel central y, juzgando como un buen augurio aquella alternativa de desviarse hacia donde, probablemente, los adversarios habían arrinconado a sus amigos, no vaciló en doblar el recodo.

Vibraron sus tímpanos con otro estallido que, esta vez, conmocionó la mole entera, al menos el ala donde estaba el emprendedor hombrecillo. Éste imprimió a sus piernas un ritmo veloz, pero, al rodear una esquina llevado por el impulso de la marcha, sufrió una parada forzosa.

En efecto, el infortunado Tasslehoff tropezó contra un fardo viviente y achaparrado que, de resultas del encontronazo, dio un traspié y se desmoronó. También él salió despedido, cayendo despatarrado y permaneciendo en tal postura debido al impacto.

Sumido en el natural atontamiento, el kender no se incorporó de inmediato. El hedor reinante suscitó en su ánimo la impresión de haber sido atropellado por un saco de inmundicia, lo que no contribuyó a despejar su cabeza. Pero hizo acopio de voluntad y logró erguirse. Empuñando el cuchillo de caza, bamboleante, se puso en guardia para defenderse de la enigmática criatura que le había desequilibrado y que, también, había acertado a ponerse en pie.

Para asombro de Tas, el que había de ser su oponente se aplicó la mano a las sienes y se limitó a proferir un gemido inarticulado por el que manifestaba un intenso dolor. Examinó luego su entorno en un estado de embotamiento muy superior al del hombrecillo y, al distinguir su perfil enhiesto, determinado a la acción y con los fulgores de una antorcha reverberando en la hoja de su espada, el susto se sumó al mareo y se desmayó. Preludió su derrumbamiento un alarido de pánico, de tal suerte que la baharada de su aliento magnificó aún más su halo de pestilencia.

—¡Un enano gully! —le identificó el otro, arrugando la nariz con repugnancia. Enfundó de nuevo el cuchillo e hizo ademán de alejarse, pero le refrenó una súbita idea. «Quizá pueda servirme de él», recapacitó y, tras inclinarse sobre el yaciente, lo asió de los harapos y lo zarandeó—: ¡Vamos, despierta!

Exhalando una bocanada de aire que brotó trémula, entrecortada, el gully alzó los párpados. Sin embargo, la visión de aquel kender que le espiaba desafiante le incitó a entornar de nuevo los ojos y fingirse inconsciente, blanca su tez como la nieve.

Tasslehoff volvió a zarandearle. Arropado por la penumbra, el enano le miró con disimulo a través de las pupilas entreabiertas y, al comprobar que su rival seguía allí, concluyó que no le restaba más opción que hacerse el muerto. Los de su raza consiguen este efecto conteniendo la respiración y adoptando una engañosa rigidez, un método infalible que puso en práctica sin dilación.

—¡Déjate de farsas! —le reconvino el kender, exasperado—. Necesito tu ayuda.

—Vete —le instó el otro en tono ronco, sepulcral—. Soy un cadáver inerte.

—Todavía no —declaró Tas, con una insólita hosquedad destinada a amedrentarle—, pero yo me encargaré de convertirte en tal si no obedeces.

Esgrimió de nuevo su arma, portentosa para aquel ser cobarde y desvalido, y éste, tragando saliva, se sentó y empezó a pellizcarse la carne como si no creyera haber regresado al mundo de los vivos. Abrazó entonces al kender y exclamó:

—¡Me has curado, me has hecho volver de ultratumba! Eres un clérigo poderoso.

—De eso nada —le espetó el hombrecillo, sobresaltado ante semejante reacción—. Suéltame enseguida. No, así no, te has enredado en mis bolsas y me las romperías. Prueba de esta otra manera.

Transcurrió un lapso nada desdeñable antes de que Tasslehoff se desembarazara del «resucitado». Tirando de él hasta ponerlo en posición erguida, le dedicó una mirada fulgurante y le interrogó:

—Intento pasar al otro lado de la torre, a la mole central. ¿Es ésta la ruta correcta?

El gully estudió meditabundo el pasillo y, al fin, se encaró con su salvador y le notificó que así era, mientras apuntaba con un dedo en la dirección que había tomado de antemano el visitante.

—¡Espléndido! —se alegró el kender, y reanudó su viaje.

—¿Qué torre? ¿Qué mole? —indagó de pronto el enano, rascándose el cuero cabelludo.

Tas se congeló sobre sus pies y, apretados los dedos en torno a la empuñadura de su arma, sometió a aquel prototipo de la torpeza a un escrutinio avasallador.

—Yo iba al encuentro del gran sacerdote. Si quieres, puedo guiarte —propuso el enano.

El kender caviló que no era aquél un mal ofrecimiento y, sin que mediara más diálogo entre ellos, le agarró de la mano y le azuzó a caminar. Poco después llegaron al pie de una escalera. Los clamores de la batalla habían aumentado, invadían la zona, y este hecho consternó al guía, quien, comprimido el semblante, rehusó acercarse al lugar del altercado.

—Ya he fenecido una vez —protestó, mientras hacía esfuerzos denodados para liberar su mano—. Cuando mueres otra vez más, te tienden en un ataúd y te tiran a un enorme agujero. A mí eso no me gusta.

Aunque tal concepto se le antojó intrigante. Tas no tenía ahora tiempo de ahondar en él. Haciendo más fuerte su presa sobre la muñeca del gully, le obligó a subir los peldaños, estimulado, además, por la creciente barahúnda que se percibía detrás de la pared. Como ocurriera en el anterior itinerario, al coronar el ascenso se halló frente a una puerta. La proximidad de los estacazos de Caramon, de sus improperios, era patente. El kender estaba seguro de haber dado con el flanco de la torre que le permitiría llegar hasta sus amigos.

Apoyó la mano en el picaporte y, a diferencia de la puerta del piso más alto, comprobó que habían sellado la hoja a cal y canto. Ejercitó sus hábiles dedos, únicas herramientas de las que nunca podría prescindir, y ensalzó en su fuero interno la sólida estructura que debía forzar.

—¡Ya estoy aquí! —comunicó a los dos héroes, tratando de enfocarlos a través del ojo de la cerradura.

—¡Abre la puerta! —exigió Caramon, con un zumbido apabullante que presagiaba el desastre de quien recibiera su descarga.

—¡Hago todo lo que puedo! —gritó el hombrecillo, irritado—. Tengo que improvisar sin mis ganzúas. No es tan fácil —apostilló, más para darse importancia que porque desconfiara de su éxito—. ¡Quédate donde estás!

Este desabrido mandato estaba dirigido al enano, quien aprovechando el desconcierto, pretendía escapar. Se lo impidió el mero destellar del cuchillo, una estratagema que su aprehensor había aprendido a explotar. El infeliz se situó en un rincón, cual una masa andrajosa, y se resignó.

—Prometo no moverme.

Fijos los cinco sentidos en su objetivo, Tasslehoff insertó el filo de su polifacético cuchillo en el cerrojo y lo hizo girar con cuidado. Palpó el dispositivo, pero, en el instante en que cedía, alguien o algo se estrelló contra la puerta y el instrumento fue proyectado al aire.

—¡No puede decirse que colaboréis! —regañó a los del otro lado y, con un resoplido, inició de nuevo la operación.

El prisionero abandonó el sitio que él mismo había escogido y se situó gateando debajo del kender para contemplar sus evoluciones desde el suelo.

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