El Umbral del Poder (40 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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Se le tensaron los músculos del cuello, le afloró el sudor a los poros de las palmas de las manos y hubo de frotar éstas en la túnica. ¿Se acercaba la hora de la verdad, aquella en la que exhalaría su último suspiro? Tanteó las argénteas runas que, bordadas, festoneaban el pectoral de su atuendo, runas que obstruirían o repelerían ciertos ataques. Examinó sus manos, el relumbrar de una bella esmeralda que, montada sobre platino, configuraba una sortija de poderes curativos. Era una herramienta poderosa, el único inconveniente estribaba en que sus facultades sólo podían utilizarse una vez.

Con precipitación, el acólito revisó las enseñanzas que le había impartido Raistlin sobre los métodos que permitían juzgar si una herida era letal y debía sanarse en seguida o si, por el contrario, resultaba preferible no malgastar las virtudes de la joya.

Un escalofrío fustigó al elfo. Casi podía oír la voz del
shalafi
enumerando y describiendo los distintos grados de dolor, sentía las yemas del nigromante, dotadas de aquel extraño calor interior, en un ágil recorrido por su anatomía para señalar las zonas vitales. De manera mecánica, Dalamar se llevó la mano al torso y palpó las cinco llagas que imprimiera en él su maestro, siempre sangrantes y purulentas. Al mismo tiempo, los ojos del archimago se siluetearon en su memoria, dorados, mortíferos, similares a espejos que invitaban a contemplar no la vida, sino la podredumbre que anidaba en cada mortal.

Deseoso de conjurar su estremecimiento, el aprendiz se exhortó al optimismo. «Me rodean campos de energía de probada eficacia que, activados en conjunción con mis portentos personales, me mantendrán inmune a las peores agresiones arcanas. Tengo experiencia en el arte y, aunque mis conocimientos no sean equiparables a los del
shalafi
, él retornará débil, maltrecho, al borde del colapso. No ha de serme difícil destruirle. ¿Por qué, dada mi superioridad, me asfixia literalmente el pánico?»

Tañó, una sola vez, una campana de plata. Dalamar se levantó, reemplazadas sus vagas aprensiones por el miedo a algo tangible. Al asaltarle este sentimiento más punzante, las vísceras de su cuerpo se endurecieron en estado de alerta, la sangre se le heló en las venas y se disiparon las sombras de sus ensoñaciones. En definitiva, recobró el control.

El musical repicar anunciaba la presencia de alguien que, tras abrirse paso en el Robledal de Shoikan, había llegado a la puerta principal de la Torre. La reacción ordinaria del hechicero frente a la visita inopinada de un huésped habría sido abandonar el laboratorio y, mediante la magia, encarnarse de nuevo bajo el dintel para interrogarle. Pero ahora no osaba dejar el Portal. Era imprescindible permanecer siempre al acecho y más aún habida cuenta de que, como antes atisbara, las pupilas de los dragones se habían iluminado. Estudió el prodigio y, tras cerciorarse, posó la vista en la nada que se desplegaba en la retaguardia. También desde allí recibió aviso de que algo iba a acontecer, en forma de una ondulación en el aire que, cual un rizo en un sereno lago, presagiaba eventos inminentes.

No, no podía acudir, debía confiar en los guardianes. Arrimó el oído a la hoja de la puerta, a la expectativa, hasta que sus tímpanos captaron los sonidos amortiguados de lo que tomó por unos gritos y el estruendo del acero. Sobrevino luego el silencio y, confundido, contuvo el resuello, de tal manera que sólo los latidos de su corazón rompían la calma.

Decidiendo que los espectros habían solventado el asunto, y en su afán de descubrir la ciudadela, hizo una nueva intentona en la ventana. No distinguió nada en absoluto, se diría que el humo se había solidificado en una lóbrega pared. Retumbó un trueno en lontananza, ¿o se trataba de una explosión? ¿Quién era el inconsciente que se había internado en el Robledal?, especuló sin proponérselo. ¿Un draconiano codicioso de botín, sediento de matar? Un sujeto de esta raza podría haber superado las pruebas de la arboleda, aunque no el embate de los formidables inquilinos que él, el aprendiz de nigromancia, comandaba.

En el fondo, no importaba. Cuando todo hubiese pasado, bajaría a la planta inferior y reconocería el cadáver.

—¡Dalamar!

El corazón le dio un vuelco, el pavor se mezcló a la esperanza en sus entrañas al escuchar aquella voz familiar.

—Sé precavido, amigo —se aconsejó a sí mismo en un susurro—. Ha traicionado a su hermano, y también a ti. No descuides las defensas.

Sin embargo, a pesar de su determinación, le temblaban la manos mientras, despacio, caminaba hacia la puerta.

—¡Dalamar! —La dama apelaba a él en una segunda invocación en la que la inflexión de su acento, un leve quiebro, denunciaba sufrimiento y terror. Un ruido sordo en el exterior, sucedido por el roce de un cuerpo contra la puerta, ribeteó otra llamada más, ésta debilitada—: Dalamar.

La mano del aludido aferraba ya el pomo de la puerta. A su espalda, de los ojos de los dragones, dimanaban haces rojizos, blancos, azules, verdes y negros.

—Dalamar —persistió Kitiara en un balbuceo—, he… venido a… darte mi respaldo.

Cauteloso, el mago abrió la puerta. Kit yacía en el suelo, a sus pies, en tan lamentable condición que el acólito quedó sin habla cuando se expuso a su escrutinio. Si antes se cubría con una armadura, manos inhumanas habían arrancado las piezas para someterla a un bárbaro asedio que se plasmó en una serie de surcos en su piel, hollados por cortantes uñas. La prenda que, negra y ajustada, lucía la fémina debajo del metal había sido desgarrada hasta reducirla a harapos, revelando su curtida epidermis, los níveos senos. Rezumaba la sangre a través de un tajo en una pierna y las botas de cuero no habían corrido mejor fortuna: los asaltantes las hicieron trizas. No obstante, la mujer miró al hechicero sin que sus facciones, sus transparentes iris reflejaran el más mínimo menoscabo en su serenidad. Sostenía en la palma de una mano la alhaja que, a guisa de talismán, le obsequiara Raistlin a fin de que coronara ilesa la travesía del Robledal, y el influjo de ésta impidió que se amilanara en el altercado.

—He conservado mi fuerza, aunque a duras penas —declaró. Se entreabrieron sus labios en aquella ambigua, tentadora sonrisa que encendía la pasión de Dalamar, y le tendió los brazos a la vez que solicitaba—: Puesto que he resuelto ayudarte, haz tú algo por mí e incorpórame.

Encorvándose, el aprendiz asió a la dama por el talle y la alzó. Tanto impulso tomó, que sus cuerpos se entrechocaron y el elfo sintió, al entrar en contacto, que el cuerpo de Kitiara se agitaba en trémulas convulsiones. Meneó la cabeza, sabedor de que un singular veneno circulaba junto a sus fluidos vitales, y la arrastró hacia el interior en un firme abrazo.

Después de que su cayado viviente atrancara la puerta, la joven murmuró:

—¡Oh, Dalamar!

Tenía los ojos fuera de las órbitas, y el acólito comprendió que iba a desmayarse. Terminó de estrecharla entre sus viriles brazos y ella apoyó la cabeza contra su pecho, respirando aliviada.

Inundó las ventanas nasales del mago la embrujadora fragancia adherida a los cabellos de la dignataria, aquella mixtura en la que al perfume natural se sumaban efluvios de batallas, remembranzas hechas olor. Vibró la sinuosa figura y, al apretar él el abrazo, Kit despegó los párpados y dijo, contemplándole:

—Ya estoy mejor.

Sus manos descendieron a la altura del vientre de Dalamar, quien, demasiado tarde, tomó conciencia de un siniestro centelleo en los mares color pardo de sus pupilas y de la mueca en la que, ahora, se había torcido su boca. Demasiado tarde vio el gesto brusco de su brazo derecho, demasiado tarde notó la fría textura del arma que le apuñalaba.

—Lo hemos conseguido —vociferó Caramon, erguido en el ruinoso patio de la ciudadela flotante para otear mejor los tortuosos robles que, por un efecto óptico nada infrecuente, reculaban en la lejana tierra.

—Así es, al menos de momento —masculló Tanis.

A pesar de la distancia que se interponía entre ellos y las copas de los árboles, una marea de odio y apetito de carne fresca, tersa, se elevaba hasta su altura como si los guardianes pudieran hincarles la zarpa y succionarles. Tiritando, el semielfo se obligó a centrar sus esfuerzos en hallar un sistema para descolgarse en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería, que se perfilaba con nitidez.

—Si podemos colocarnos estratégicamente —planteó a Caramon, con el mayor volumen de voz que admitían sus cuerdas vocales a fin de imponerse al ulular del viento—, nos dejaremos caer en ese pasadizo que hay en lo alto.

—La Avenida de la Muerte —especificó el guerrero.

—¿Cómo?

—Ese «pasadizo» al que aludes se denomina la Avenida de la Muerte —repitió el hombretón, al mismo tiempo que acortaba la distancia que lo separaba de su amigo tanteando el terreno que pisaba, ya que si se despeñaba, se precipitaría en aquel océano de ominoso ramaje—. Fue allí donde se encaramó el hechicero perverso antes de maldecir la Torre y lanzarse sobre la verja, según la versión de los hechos que me relató Raistlin.

—Tanto el apelativo como las connotaciones son de lo más estimulantes —rezongó el semielfo.

Las columnas de humo se arremolinaban en su derredor, dificultando la observación que, en perspectiva, habrían disfrutado de los árboles. El compañero semielfo trató de descartar de su pensamiento los sucesos que se desarrollaban en la ciudad. Le bastaba con haber avistado el Templo de Paladine en un círculo flamígero.

—Tendrás tan presente como yo —apuntó, y se agarró al hombro de Caramon en el mismo límite del patio— que Tasslehoff podría provocar una colisión contra la mole.

—Si hemos llegado hasta los aledaños del edificio es porque nos guían los dioses —le sermoneó el luchador—. No hay razón para que dejen de hacerlo.

—Esa sentencia —repuso Tanis, parpadeando como si temiera no haber oído bien— no armoniza con el jovial mercenario con el que compartí tantas correrías.

—Aquel muchacho inmaduro murió —aseguró el otro, más pendiente de su ya cercano destino.

—Lo lamento —fue todo lo que el semielfo acertó a susurrar, dulcificado en un suspiro el rictus de amargura que había deformado sus mandíbulas.

El hombretón se encaró con él y, límpidos sus ojos aún jóvenes, le corrigió:

—No es la lástima el sentimiento adecuado, querido amigo. Al enviarme al pasado, Par—Salian me explicó que yo salvaría un alma y que, por lo tanto, mi misión revestía una gran trascendencia. Me figuré que se refería a la de mi gemelo, pero ahora sé que me equivoqué en mis presunciones y que era mi espíritu el náufrago que tenía que rescatar. Vamos —cambió de tema, tenso—, no se presentará una oportunidad mejor para saltar.

Apareció bajo sus pies un balcón que circundaba la plataforma superior de la sede del Mal, apenas visible en la brumosa atmósfera. El vértigo se apoderó de Tanis, manifestándose en una súbita náusea y la sensación, aunque su raciocinio le decía que era imposible, de que la Torre giraba y él era el inamovible eje central. A medida que se aproximaban, le había sorprendido su colosal tamaño y ahora, sin embargo, se le antojó que debía arrojarse desde un vallenwood al tejado de una casa de juguete.

Para empeorar las cosas todavía más, la fortaleza siguió navegando inexorable, ajena a la desazón del héroe, hacia aquel portaestandarte de todo lo vil, y los torreones, con sus techumbres de sanguinolentas tejas, danzaron frente a sus pupilas en un mareante vaivén. Pero no era su mente la única culpable: también los timoneles, el kender y su ayudante gully contribuían al espejismo con las continuadas sacudidas y descompensaciones de altura que provocaba su torpe manejo.

—¡Adelante! —ordenó Caramon y, dando el ejemplo, se aventuró en el espacio.

Una sortija de humo envolvió a Tanis y, tras cegarle de forma momentánea, paso de largo, prueba indefectible de que la ciudadela no había cesado de moverse. De pronto al despejarse de nuevo su visión, se moldeo ante el un pilar de roca negra. O se decidía a saltar o quedaría aplastado. Optando por el primer azar, más prometedor, imitó al guerrero en el instante en el que un estrépito discordante, chirriante, rasgaba el aire sobre su cabeza. Presa de una plomiza gravidez, el semielfo se precipitó, en una nada informe que solo poblaban las tinieblas. No dispuso mas que de una fracción de segundo para flexionar sus entumecidas piernas, al materializarse a escasos centímetros las losas que delimitaban la azotea de la Torre.

Aterrizó con un batacazo que transmitió punzadas de dolor a todos los huesos de su esqueleto y le dejó tundido, sin aliento. Tan sólo un instinto innato, el sentido de la supervivencia inherente a cualquier criatura, le permitió rodar sobre su vientre y cobijar la cabeza entre los brazos al llover a su alrededor fragmentos de piedra, que se habían desprendido.

El guerrero, plantado sobre sus robustas piernas, rugió:

—¡Rectifica el itinerario! ¡Debes ir hacia el norte!

Una voz chillona, apenas audible para el conmocionado Tanis, aulló desde el alcázar:

—¡Al norte, Runce! ¡Y en línea recta, no te desvíes!

Se diluyó el áspero matraqueo que atronaba la atmósfera y, al alzar receloso la mirada, el barbudo semielfo comprobó a través de una fisura en la humareda que la fortaleza enfilaba su nueva trayectoria en una singladura que, entre aéreos meandros, había de conducirla al palacio de Amothus.

—¿Te has hecho daño? —se interesó Caramon por su amigo mientras le izaba.

—No —contestó el otro héroe y, secándose un hilillo de sangre que asomaba por las comisuras de sus labios, apostilló—: No mucho, pero me he mordido la lengua y resulta doloroso.

—La única vía para entrar es ésta —informó el gigantesco humano, y encabezó la marcha por la azotea hasta una puerta que, cerrada y atrancada, se oponía a su avance.

Temeroso de que los custodios del recinto montaran guardia en la Avenida de la Muerte, como así era, el astuto guerrero la había sorteado con sigilo. Ahora no tenía más remedio que arriesgarse, por no existir otros accesos cercanos.

—Habrá centinelas en el interior —pronosticó—, y no encontraremos ningún modo de escabullirse.

El hombretón retrocedió, indiferente a sus propios augurios, para tomar carrerilla y descargar el peso de su poderosa estructura contra la puerta. Se abalanzó con el ímpetu de un ariete empujado por un ejército, dejando que le detuviera el impacto mismo. Las planchas de madera crujieron, se quebraron, despidieron astillas, pero resistieron el embate. Caramon, tenaz, se frotó el hombro y volvió a retroceder para repetir la operación. Examinó el marco, acumuló energías y arremetió. Esta vez el obstáculo cedió, se derrumbó y arrastró al esforzado atacante.

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