El violín del diablo (19 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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Al salir de la iglesia, Perdomo divisó a lo lejos a Elena Calderón, la atractiva trombonista que había despertado su interés desde que le había acompañado hasta el lugar del crimen, aquella fatídica noche en el Auditorio. Iba acompañada por el tuba ruso, Georgy Roskopf, y otros dos individuos con aspecto de músicos de jazz, que se montaron con ella en un taxi y se perdieron en la noche. El policía recordó su intención de telefonear a la mujer con el pretexto de pedirle asesoría sobre el nuevo violín de Gregorio, pero al verla tan bien acompañada, decidió posponer su llamada. En cambio, se dijo, no iba a retrasar más tiempo la entrevista con la asistente personal de la víctima, la todopoderosa Carmen Garralde, la mujer que, según Andrea Rescaglio, estaba secretamente enamorada de Ane Larrazábal.

22

El ático que había comprado Ane Larrazábal en Madrid estaba situado en la calle de la Morería y Perdomo pensó que aquel nombre era casi un augurio funesto, pues la violinista había sido encontrada con una inscripción en árabe en el pecho y «moro» era precisamente la palabra que se había empleado históricamente en España para designar a las personas de origen magrebí.

Perdomo había quedado citado con Carmen Garralde, la asistente personal y agente artística de la víctima, a la caída de la tarde en el ático de Larrazábal de la calle Morería. Como hacía buen tiempo, las cercanas terrazas de Las Vistillas ya estaban abarrotadas de gente que acudía a la zona, tanto para asistir a las espectaculares puestas de sol que se disfrutaban desde aquel altozano como para gozar de la deliciosa brisa que solía soplar por allí y que invitaba a la charla y al esparcimiento. El policía recordó las incontables ocasiones en las que él y su mujer se habían tomado en Las Vistillas la copa previa a la cena en cualquiera de los restaurantes mexicanos que abundan en el barrio y a los que tan aficionados eran ambos, y casi pudo oler la fragancia, mezcla de cítricos y flores frescas de Cristalle, el perfume de Chanel que solía emplear su esposa. Se dio cuenta, sin embargo, de que era la primera vez que la evocación siempre triste de Juana no iba acompañada de cierto sentimiento de rabia hacia ella por haberlos abandonado a él y a Gregorio, por no haber cuidado de sí misma como hubiera debido. En esta ocasión, el recuerdo se mezcló con la idea reconfortante de que cada vez que él pensaba en ella y podía sentirla con tanta fuerza dentro de sí, le estaba devolviendo en cierta forma la vida.

Carmen Garralde le había advertido de que el portero automático estaba roto y que debía llamarla al móvil cuando estuviera frente al portal para que ella supiera que tenía que bajar a abrirle.

—Hágame una perdida —le había recomendado la mujer.

Pero Perdomo no quiso correr riegos y siguió llamando al teléfono hasta que se lo cogieron.

—Inspector Perdomo —dijo lacónicamente cuando oyó la voz aguardentosa de Garralde.

—Mire, padezco artritis reumatoide desde hace años y me cuesta un montón bajar y subir escaleras. Es que el ascensor se quedó fuera de combate el mismo día que el portero automático y… ¡y ya va para tres semanas! ¿Le importa que le tire las llaves desde la terraza?

Perdomo se situó en el punto en que le explicó la mujer y aguardó allí a que le lanzara las llaves durante un tiempo que le pareció interminable. Se entretuvo estudiando a la gente que tomaba copas en una terraza cercana y no pudo evitar pensar en cuánto había cambiado Madrid en los últimos años: la expresión un poco manida de «somos un crisol de culturas», que tanto les gustaba emplear a los políticos locales en sus discursos, era hoy más cierta que nunca, pues en aquella terraza se mezclaban los latinoamericanos con los subsaharianos, los eslavos con los estadounidenses y, cómo no, también con los magrebíes, que Perdomo pudo identificar con facilidad porque eran los únicos en cuya mesa no había consumiciones alcohólicas. Luego reparó en la cantidad de ruidos distintos que había en el ambiente, y cerró los ojos para individualizarlos. Además de voces humanas, hablando varios decibelios por encima de lo necesario —España, recordó, era el segundo país más ruidoso del mundo después de Japón—, se escuchaban perros ladrando, pájaros piando, motos a escape libre, una flauta dulce dando la murga desde una ventana de un primer piso, televisores a todo meter, y hasta el ruido de un taconeo flamenco que provenía de un semisótano.

Le sacó de su ensimismamiento el ruido metálico de las llaves contra el suelo, a escasos centímetros de donde él se encontraba.

«Un poco más y me abre la cabeza», pensó el policía, que cuando quiso mirar hacia arriba no pudo ya localizar a Carmen Garralde, pues la mujer se había desvanecido como un fantasma.

23

Perdomo subió sin problemas los cinco tramos de escalera que conducían hasta el ático, aunque comprendió la tortura que podían llegar a suponer aquellos peldaños para una persona aquejada de problemas articulares. Al llegar al último descansillo vio que la mujer no le estaba esperando en la puerta, como hubiera sido lo correcto, sino que había dejado ésta entornada. El policía empujó despacio la hoja hacia dentro y antes siquiera de que pudiera dar un paso hacia el interior notó que una criatura pequeña y peluda le olfateaba los pies: era una perrita teckel, que estaba supervisando al inspector para establecer si, como visitante, era digno de confianza. El policía se dejó hacer, pues sintió una simpatía instintiva hacia el animal, y entonces oyó la voz ronca de su propietaria que la llamaba desde dentro.

—¡Koxka! ¡Koxka, ven aquí!

La perrita desapareció en el acto hacia el interior de la casa y Perdomo decidió seguir su rastro.

El piso, no demasiado grande, estaba decorado sin embargo con un gusto exquisito y era muy luminoso. Las baldosas eran de terracota clara —resultaba evidente que a la violinista le gustaban los colores tranquilos: blancos, cremas y neutros— y abundaban en él los muebles rústicos, como de caserío, combinados con piezas clásicas, como un par de butacas estilo imperio que llamaron la atención de Perdomo por estar recién tapizadas. Mención especial merecía la amplia terraza, desde la que se dominaban los jardines de Las Vistillas, el Campo del Moro, la catedral de la Almudena y la Casa de Campo. En cuanto llegó al salón pudo escuchar a su anfitriona desde una habitación contigua, dirigiéndose directamente a él.

—Me calzo y enseguida estoy con usted.

A los pocos segundos se abrió una puerta corredera de madera y apareció, enfundada en un traje azul oscuro de chaqueta y pantalón y calzada con unas originales zapatillas deportivas marrones y negras, la mujer a la que había ido a interrogar. Garralde estaba a punto de cumplir sesenta años y no era lo que se dice bien parecida. No eran solamente sus ojos saltones y su boca desproporcionada lo que convertía su rostro en poco agraciado; se trataba sobre todo de aquel mentón prognático, que sobresalía de la cara como un mascarón de proa. A su favor tenía una estatura envidiable —casi 1,75— y una sonrisa franca, aunque algo inquietante y burlona. El pelo, que Perdomo no supo precisar si era teñido o natural, era de color rojo oscuro, muy lacio, y lo llevaba peinado con raya a un lado, por detrás de las orejas. El inspector y la mujer intercambiaron un recio apretón de manos y Garralde le ofreció asiento en un sofá de color blanco que dominaba el salón.

—Yo prefiero permanecer de pie, porque en cuanto doblo la rodilla siento molestias y tengo que ir a ponerme hielo. ¿Quiere agua o un refresco?

—No quiero nada, muchas gracias.

La perrita fue a acomodarse inmediatamente sobre el sofá, al lado de Perdomo, e incluso llegó a meter el hocico por debajo de la mano del policía, como pidiendo que le acariciase.

—Si le molesta la perra, me la llevo a la terraza.

—No, en absoluto. ¿Es suya?

—Todo cuanto ve en esta casa pertenecía a Ane, incluida la perra. Pero ella sólo utilizaba el apartamento de Madrid cuando venía a España, pues como sin duda debe de saber ya, su residencia habitual era Londres.

—¿La suya también?

—No, yo vivo en Madrid, en este piso. Pagaba un alquiler a Ane que, aunque era alto, porque estos pisos se cotizan mucho, estaba por debajo del precio de mercado. Ane decía que así jamás se me ocurriría moverme de aquí y siempre tendría el piso en perfecto estado de revista.

—¿Y cómo se las arreglaban para…?

—¿Llevar las cosas de Ane a tanta distancia? Ahora, con internet y las videoconferencias es muy fácil. Aunque ella venía a España con frecuencia, a ver a sus padres y a su prometido, Andrea Rescaglio. Pero el grueso del trabajo podía ejercerlo desde aquí. Sobre todo porque Ane confiaba ciegamente en mí y no ponía casi nunca pegas a los calendarios artísticos que yo le diseñaba, casi siempre a final de año.

Perdomo se había distraído con un monitor de televisión que estaba encendido y que mostraba valores bursátiles que cambiaban cada pocos segundos.

—¿Juega a la bolsa?

—Desde hace treinta años. También en este aspecto, internet me ha facilitado enormemente las cosas, pues antes tenía que invertir a través de terceras personas y ahora puedo hacerlo yo misma con sólo pulsar una tecla de mi ordenador. A lo largo de todo este tiempo, he ganado millones y he perdido millones, pero el balance es positivo. De hecho, es posible que pueda comprar este apartamento si los padres de Ane le ponen un precio razonable. Bueno, el apartamento y todo lo que contiene, que es muy valioso. ¿Ve ese piano?

El policía, que se encontraba algo incómodo por el hecho de tener que mirar de abajo arriba a su interlocutora, aprovechó la ocasión que se le estaba brindando y se puso en pie como un resorte para acercarse al instrumento. La perra debía de tener muy visto el piano, porque ni siquiera consideró la posibilidad de bajar del sofá, en el que se había apoltronado, para ir a husmear.

—Ane —comenzó a explicar Carmen Garralde— tenía verdadera pasión por los instrumentos y objetos originales relacionados con la música. Este piano es la joya de la corona: data de 1876, en él llegó a tocar Brahms y lo utilizó también la BBC Symphony Orchestra en sus primeras grabaciones.

Habían terminado ambos acodados sobre la tapa del piano, que estaba bajada, y Perdomo extrajo del bolsillo bolígrafo y libreta para indicar a su interlocutora que ahora ya daba comienzo el verdadero interrogatorio.

—¿Cuál era la naturaleza de su relación con Ane? —dijo en el mismo tono de voz que podría haber empleado para que le indicara el camino hasta el aseo.

La pregunta, por la ambigüedad con que había sido formulada, incomodó a Garralde.

—¿Qué quiere decir?

—Profesionalmente —continuó Perdomo, que parecía no haberse dado cuenta de la reacción de su interlocutora—, ¿qué tipo de servicios le prestaba usted? ¿Podemos llamarla una agente, una secretaria personal?

—Yo era bastante más que su agente artístico, inspector. No estoy hablando sólo de los profundos lazos emocionales que había entre ambas, que eran innegables, porque conozco a Ane desde que era una cría. Se trata de que la inmensa mayoría de los artistas no trabajan con un solo agente.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es el sistema entonces?

Carmen Garralde había adoptado una posición muy inclinada sobre el piano, de modo que, a ojos de Perdomo, todo el instrumento parecía haberse convertido en un galeón del siglo XVII, con aquella mujer de facciones tan singulares como mascarón de proa. Ante la pregunta del policía, el mascarón sonrió, pero no era una sonrisa cálida, porque rebosaba suficiencia.

—Lo va a entender mejor si echa un vistazo a esta página.

Garralde colocó sobre el piano un pequeño portátil de avanzado diseño y abrió en el navegador de internet una página titulada «Artistas de música clásica: quién representa a quién». A la izquierda, en una columna, estaban ordenados los intérpretes por categorías: compositores, teclistas, cuerda frotada, cuerda pulsada, viento metal, viento madera, etc. Perdomo llegó a contar más de veinte categorías diferentes. Cada especialidad era un hipervínculo que conducía a otra lista mucho más extensa donde figuraban los artistas con nombres y apellidos.

A la derecha, una ventana que cambiaba de imagen cada pocos segundos, ofrecía al visitante una galería interminable de retratos, en la que se alternaban los rostros de absolutos desconocidos con los de auténticas estrellas de la especialidad. En el apartado de violín un buen aficionado hubiera identificado sin problema las caras de Hilary Hahn, Pinchas Zukerman, Midori, y otras muchas vacas sagradas del instrumento, que desfilaban sin cesar por aquella pasarela electrónica.

El mascarón de proa continuó:

—Si pinchamos por ejemplo en Suntori Goto, verá que, según el país de que se trate, el representante cambia: en España es la agencia Ibermelody, en Italia es Gesia, en el resto de Europa, Intermúsica. Si una sala de conciertos quisiera, Dios no lo permita, traer a Suntori a España, no tendría más que pinchar en Ibermelody y entrar en contacto con ellos vía e-mail para solicitar disponibilidad y condiciones económicas de la japonesa. A su vez, los agentes artísticos están organizados en una asociación internacional llamada IAMA. Pues bien, prácticamente la única artista del mundo al margen de todo este tinglado era Ane Larrazábal: yo la representaba a nivel mundial y nunca me di de alta en IAMA, por la sencilla razón de que ninguna de las dos lo necesitábamos.

Carmen Garralde cerró el portátil con un enérgico gesto de la mano y lo hizo desaparecer de la superficie del piano a la misma velocidad con que antes lo había exhibido. Luego, se volvió a colocar el pelo detrás de las orejas, en un gesto que quería ser coqueto, y siguió hablando:

—Además de llevar su agenda de conciertos, yo me ocupaba también de los contratos discográficos y de la publicidad.

Perdomo recordó al instante un anuncio de relojes de lujo que había visto insertado en el programa de mano el día del concierto, en el que bajo una fotografía de Ane Larrazábal tocando el violín había un eslogan que rezaba: «El tempo de los grandes artistas lo marca Clockers».

—Señora Garralde…

—Señorita —le corrigió ella con una sonrisa que tenía mucho de autoirónica—. Soy vieja, pero no he dejado nunca de ser una señorita.

—Pues señorita, entonces —concedió el inspector—. Como no se encontraba en el Auditorio cuando se cometió el crimen, poco es lo que puede aportarme sobre la noche de autos. ¿Por qué no acudió al concierto?

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