Eminencia (17 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—Y tú, mi Luca, estás espléndido.

Sólo en ese momento él atinó a preguntar:

—¿Dónde está Luisa?

—En su dormitorio. La llamaré cuando estemos listos.

—No dejaba de preguntarme cómo sería el momento en que nos volviéramos a ver así, cara a cara.

—Yo sabía exactamente cómo sería. —Lo besó otra vez y le limpió una marca de pintalabios que le había quedado en la boca—. Luisa beberá una copa con nosotros, y luego un joven muy presentable de la embajada la llevará a cenar.

—Me preguntaba cómo ibas a arreglar eso.

—¿Alguna vez te decepcioné?

—Nunca. Mi temor era que yo pudiera decepcionarte a ti.

—Sírvete una copa. Voy a llamar a Luisa. Tiene su propia habitación al final del corredor. Necesita preservar su intimidad tanto como yo necesito preservar la mía.

Cuando ella lo dejó solo, fue hasta el bar, se sirvió un brandy con soda e hizo un brindis silencioso por aquella belleza apasionada y de ojos oscuros a la que los años apenas habían rozado veteando de gris aquel cabello negro como el azabache, y que todavía mantenía el fuego en los ojos y el surco de la risa en torno de los labios. La sencillez del encuentro después de tantos años tenía algo de milagroso, aun cuando Isabel había confesado alegremente sus artimañas. Para él era como si una nueva luna surcara el cielo: al menos por esta noche, todos los temores guardarían descanso, todos los misterios se desvanecerían. Mañana sería otro día. La irrupción de Isabel con su hija le deparó una nueva sorpresa: Luisa Ortega era una réplica asombrosa de la joven Isabel, a quien había visto por primera vez cuando despertó en el dormitorio de ella, después de la paliza que le habían propinado en la plaza del pueblo. Miró a una y a otra, buscando a tientas las palabras.

—No puedo creerlo, eres tan parecida a tu madre. Me alegro mucho de conocerte, Luisa.

Le tendió la mano. Ella inclinó la cabeza y se dispuso a besársela a la antigua usanza.

—Me siento honrada, eminencia.

Él rechazó el gesto y la hizo ponerse de pie con una sonrisa.

—Esta noche, jovencita, no soy una eminencia. Soy Luca, un viejo amigo de tu madre.

—Espero que también lo sea de mí.

—¡Cómo podríamos no ser amigos!

—¿Cómo lo llamo, entonces?

—A menos que tu madre tenga alguna objeción, ¿por qué no Luca?

—Pero sólo en privado —dijo Isabel—. En sociedad, él es siempre eminencia.

—¡Mamá! A veces eres tan estirada…

—Tu padre puede ser aún peor, bien lo sabes. ¿Puedo beber un vaso de vino blanco, Luca?

—Y para mi un Campari con soda, por favor.

Rossini sirvió las bebidas y se las ofreció. Luego propuso un brindis.

—¡Por las amigas de mi corazón, demasiado tiempo ausentes!

Chocaron las copas y bebieron. Luisa lo desafió, sonriente:

—Uno de estos días, Luca, quiero oír tu versión sobre cómo tú y mi madre os conocisteis. Cada cual parece tener un texto diferente. Estoy realmente muy confundida.

—Es una larga historia, la dejaremos para otro día. Tu caballero llegará en cualquier momento. A propósito, ¿quién es?

—Todavía no lo conozco. Se llama Miguel Alamino. Mamá pudo conseguirlo para librarse de mí mientras estás aquí. Su padre es el primer secretario de la embajada argentina, un gran amigo de papá.

—¿Adónde piensa llevarte? .

—A un lugar llamado Piccolo Mondo. ¿Lo conoces?

—Lo conozco. Aunque no puedo darme el lujo de comer allí muy a menudo. Te gustará.

—Creí que todos los cardenales eran ricos. ¿Acaso no los llaman príncipes de la Iglesia?

Estaba empezando a provocarlo, y a él le complacía seguirle el juego.

—Muy pocos de ellos son ricos en estos tiempos. En cuanto a lo de príncipes, es una noción anticuada, pero algunos todavía se aferran a ella.

—¿Y tú?

—¿Parezco un príncipe, Luisa?

—Mamá piensa que sí.

—¿Y tú qué piensas?

—Me reservo la opinión hasta que te conozca mejor. Por el momento, estoy impresionada.

—Yo también estoy impresionado. Eres una joven muy hermosa. Tu madre y tu padre deben de estar muy orgullosos de ti.

—Papá está orgulloso. Mamá intenta convertirme en una erudita y una dama. Yo quiero ser pintora. Estudio en la Escuela de Bellas Artes de Nueva York, pero lo que tranquiliza a mamá es que además estoy trabajando como restauradora en el Metropolitan. Quiere que sea una mujer independiente.

—Ella siempre ha sido una mujer independiente.

—¿Crees que podría ir a ver cómo trabajan los restauradores en el Museo del Vaticano?

—Estoy seguro de que puedo conseguirte esa visita. Deberías ir a Florencia también.

Sonó el teléfono. Luisa se puso al aparato. Un momento después anunció:

—Mi cita me aguarda en el vestíbulo. No me esperes levantada, mamá. Y tú, Luca, no dejes que se acueste demasiado tarde. No ha estado bien últimamente y el cruce del Atlántico no la ha ayudado.

Besó a su madre y sorprendió a Rossini con un abrazo rápido y una petición halagadora.

—Espero que encuentres algo de tiempo para mí también mientras estemos en Roma.

—Será un placer. Es probable que no tenga demasiado tiempo libre antes del cónclave, pero después sin duda lo tendré.

—¡Bien! Te tomo la palabra. Ahora deseadme suerte. Odio las citas a ciegas, pero una chica tiene que empezar por algún lado cuando llega a una gran ciudad. Y recordad que esto lo estoy haciendo por los dos.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Isabel se echó a reír.

—Bueno, has hecho otra conquista. Me alegro. No tenía la menor idea de cómo podíais caeros mutuamente. Sírveme otra copa, por favor, y relajémonos un poco. Nos traerán la cena a las nueve. He elegido un menú sencillo, así no tendremos a los camareros brincando de aquí para allá.

—¡Me alegra tanto que estés aquí! —Le alcanzó el vino y se sentó frente a ella, ante una mesa pequeña y baja—. Estoy más nervioso que un estudiante. No sé cómo ni por dónde empezar.

—¿Recuerdas el juego al que solíamos jugar cuando estabas enfermo? «¿Pasado, presente o futuro?»

—Lo recuerdo bien. Primero, dejemos el pasado a un lado.

La frase pareció perturbarla. Su sonrisa se desvaneció. Sacudió la cabeza.

—Eso no es tan fácil como tú crees, mi amor.

—Perdóname. Ha sido una expresión torpe.

—Estás perdonado. Los dos hemos estado haciendo un largo viaje, separados por océanos. Hay que acarrear un equipaje terriblemente pesado, y la mayor parte es mío.

—Muy bien, hagámonos cargo. Tu matrimonio parece haber durado.

—Para lo que fue, y cuándo y dónde fue, ha durado bastante bien. Nos permitió atravesar épocas muy peligrosas. Fui una joven impulsiva y ambiciosa que pretendía tener todas las cosas buenas de la vida apenas las veía. Raúl era un hombre guapo y débil, con poco talento, mucho dinero familiar, y un padre poderoso y lo suficientemente listo para sobrevivir a sus compañeros de generalato en los desastres de Malvinas, e incluso en las secuelas de las atrocidades. En Argentina nos mantuvimos juntos porque juntos estábamos a salvo. Para la época en que fuimos destinados a Estados Unidos, Raúl había aprendido de su padre lo suficiente para convertirse en un hombre útil e insignificante entre los burócratas. Yo le enseñé lo suficiente para mantener la casa de un diplomático y para poder darle una educación civilizada a Luisa. Logré hacer mi propia carrera de estudios hispanoamericanos y conservar las amistades que me mantuvieron, ¿cómo decirlo?, emocionalmente estable. Fue un matrimonio de conveniencia que, de alguna manera, funcionó. Mi padre fue una gran ayuda en todo esto. Él era un cínico a la antigua usanza que me enseñó a no esperar nunca demasiado de las relaciones humanas. Tú, mi amor, fuieste la única indulgencia que él me aprobó, y cuando supo que tu estrella comenzaba a brillaren el firmamento de Roma, lo tomó como un elogio a s propio buen criterio. Él fue quien me ayudó con Luisa mientras Raúl hacía sus incursiones por Nueva York, Washintong y París.

—Es una joven hermosa y admirable. Deberías estar muy orgullosa de ella.

—Lo estoy. Ahora cuéntame cosas de ti. Tus cartas fueron acontecimientos en mi vida. Sin embargo, no me contabas nada que yo ya no supiera: tú me amabas, yo te amaba. No olvides que no empezamos a escribirnos hasta que yo me mudé a Nueva York con Raúl. En la Argentina de los malos tiempos escribir cartas era peligroso…

—Ni siquiera cuando llegaron los buenos tiempos encontré las palabras adecuadas. —Le dedicó una pequeña sonrisa cargada de vergüenza—. No te enseñan a escribir canciones de amor en la Secretaria de Estado. ¡Mis actas, por otra parte, son sumamente elogiadas por su concisión y exactitud!

—Aun así, he conservado todas tus cartas.

—¿Te parece prudente?

—¿Acaso he sido prudente alguna vez en mi vida, Luca?

—Entonces puedo confesar que yo he conservado las tuyas.

—Ahora cuéntame cómo fueron las cosas cuando llegaste a Roma por primera vez.

—Aquél era otro Luca Rossini, el que tenía marcas en la espalda y un sabor amargo en la boca. Había sido un buen sacerdote; sencillo, pero bueno. Creía que había oído la llamada y que la había contestado. Me preocupaba por mi gente, y traté de protegerla, pero fracasé. Después, cuando comprendí cuán profundamente todos nosotros habíamos sido traicionados, la ira se apoderó de mí hasta el punto de que habría podido matar. Hubo momentos en que pensé que estaba un poco loco.

—Recuerdo esos momentos. Te cuidé mientras pasabas por algunos de los peores…

—Hiciste más que eso. Mantuviste vivo a otro Luca, el más elemental, el que todavía tenía telarañas de sueños en la cabeza. Pusiste tu sello en él: tu sabor, tu tacto, tu perfume, que olía a azahar. Cuando ese Luca fue separado de ti y llevado a Roma, era frágil, débil e inseguro como un animal herido en una jungla de depredadores exóticos. El que mantenía el control en ese momento era el otro Luca. El que comenzó una vendetta contra todos aquellos a quienes veía implicados en las conspiraciones de la opresión. Todavía hay demasiados de ellos en la Iglesia. Ese Luca todavía no estaba armado para una guerra abierta, de modo que optó por campañas de obstrucción, de bloqueo, de desafío. Debido a que todavía estaba un poco loco, y a que aún no comprendía del todo lo que le estaba pasando, sobrevivió. Fue protegido por el propio Pontífice. Debido a que no buscó esa protección y se negó a negociar por ella, era respetado, y a veces temido.

—¿Y el otro Luca, el que tenía impreso mi sello?

—Al principio fue una suerte de espectro pálido que vivía de recuerdos cada vez más desteñidos: el recuerdo de una cama de amantes, de unos padres muertos mucho tiempo atrás, de lealtades vecinales, de tempranas confianzas. Algunas veces, cuando me miraba al espejo, veía a este Luca y lloraba por él, y ansiaba recuperar el amor que había perdido.

—¿Y yo? ¿Nunca estuve ahí, con el Luca vengador?

—¡Oh, sí, tú estabas ahí! Eras la Isabel que le enseñó a no desperdiciar nunca una bala en un combate ni una palabra en una discusión. Le enseñaste a inclinar la cabeza y decir suavemente: «¡Como su eminencia quiera!». Le enseñaste los usos del poder. Le diste el don del silencio. Lo convenciste de que nunca debía permitir que su paz dependiese de las bocas ajenas.

—¿No hubo otras mujeres en tu vida, Luca?

—Ni antes ni después de ti. Lo único que lamento es no haber sido lo suficientemente audaz para arrancarte de esa vida y unirnos a la guerrilla. —Sonrió y desplegó las manos en un gesto de derrota—. Menos mal que no lo intenté. Estoy seguro de que habría hecho algo mal, y estaríamos muertos desde hace mucho.

—Probablemente ahora lo harías mejor.

Fue un comentario provocativo. Prefirió dejarlo pasar.

—Hablaremos de eso mañana.

—¿Qué pasará mañana?

—Voy a llevarte a pasar el día a un lugar que es sólo mío.

—¿El que mencionabas en tu carta?

—El mismo. Tendrás que vestirse con ropas de campo. Tomarás un taxi y vendrás a mi casa, y desde allí yo te llevaré al campo en mi coche, y pasaremos el día trabajando en el jardín. Beberemos vino. Te prepararé un almuerzo y nadie en el mundo sabrá dónde estamos. Te traeré de regreso antes de que el tránsito se ponga demasiado pesado. ¿Cómo te suena eso?

—Me suena maravilloso. Pero ¿qué haremos con Luisa?

—Dame dos minutos y le organizaré algo que le alegrará el día.

Fue hasta el teléfono y marcó el número de Piers Hallett.

—¿Piers? Luca Rossini.

—Mi eminente amigo. Te he llamado un par de veces pero no estabas. Quería darte las gracias por la cena, y por tu invitación a fastidiarte en el cónclave. Acepto con alegría. Estaré esperando tus instrucciones.

—¡Magnífico! Ahora quisiera pedirte que hagas algo muy especial por mí.

—Lo que sea, amigo mío.

—Llama al Grand Hotel a primera hora de la mañana. Pregunta por la señorita Luisa Ortega. Dile que yo te he designado para que le muestres el Museo Vaticano, y en particular la sección en la que trabajan los restauradores. Después invítala a comer a algún 1ugar alegre en el Trastevere, alquila una carrozza, y acompáñala de regreso al Grand, como corresponde.

—Todo esto, espero, con cargo a tu cuenta.

—Por supuesto. Si no tienes efectivo, llama a mi oficina, pregunta por Rodrigo, y dile que te adelante la cantidad que necesites.

—¡Por favor! Estaba bromeando. Ando muy bien de efectivo en este momento: por fin un cheque del Connoisseur. ¿A qué hora me sugieres que la llame? .

—A las ocho, no más tarde. Y decide tú mismo cómo venir a buscarla. Si quiere llevar a un amigo, ocúpate también de él. Si se echa atrás, trata de no sentirte demasiado dolido.

—¿Tú dónde estarás?

—En el campo, con su madre.

—Disfrútalo, eminencia. ¡Disfrútalo! Quién sabe qué plagas pueden asolarnos después del cónclave. Ciao!

Rossini colgó y se volvió hacia Isabel.

—Listo. Todo arreglado.

—¿Quién es Piers?

—Piers Hallett, nada menos que un monseñor. Es un erudito inglés que trabaja en la biblioteca del Vaticano y que demostrará ser, te lo aseguro, un guía turístico de lo más divertido e instructivo para tu Luisa. Antes de irme le escribiré una breve nota explicativa que el conserje le dará esta noche cuando vaya a recoger la llave. Si tiene otros planes, como enamorarse locamente de Miguel como se llame, puede llevarlo, o cancelar la cita con Hallett. No tiene ninguna importancia.

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