Eminencia (13 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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Antes de que Rossini tuviera tiempo de responder, el camarero depositó ante ellos los platos rebosantes de pasta y entonó su letanía.

—¿Queso, caballeros? ¿Pimienta? ¡Buen provecho!

—Yo tengo apetito —dijo Luca Rossini—. ¿Quieres bendecir la mesa?

Hallett hizo la señal de la cruz sobre la comida y dijo la bendición.

—Bendícenos, Señor, y bendice el alimento que compartimos en amistad.

—Amén —dijo Luca Rossini—. yo también agradezco tu compañía, Piers.

Comieron sin parar la montaña de pasta; pero, hacia la mitad del plato, Rossini se rindió. Retomó el hilo de lo que Hallett le había estado contando.

—Entiendo lo que dices, Piers, sobre la soledad del estudioso especializado. Los hititas y los antiguos ilirios no son un tema de conversación muy interesante para un desayuno.

Hallett puso ruidosamente su tenedor en la mesa y miró a Rossini. Un fuego de ira le quemaba los ojos.

—¡Es la mesa del desayuno lo que echo de menos, Luca! Me estoy consumiendo en la soledad del celibato. El año que viene cumplo cincuenta, ¿y qué tengo para mostrar que sea meritorio para mí mismo o bueno para cualquier otra persona? No soy un sacerdote. Soy un pedante. Más que eso, Luca, soy un hombre atrofiado.

—¿Quién es la muchacha, Piers? —Era casi una broma, un anzuelo para atrapar una confesión demasiado difícil. Hallett lo mordió.

—No es una muchacha, Luca. Es un hombre.

Rossini vaciló apenas un instante. Luego preguntó con estudiada neutralidad:

—¿Quieres contarme el resto de la historia?

—Es un sacerdote como yo. Durante los últimos seis meses ha estado trabajando en el Archivo Secreto. Es inglés, como yo, lo que aún resulta más gracioso. ¿Te acuerdas del viejo Peyrefitte y el joven clérigo francés que le procuraba material del archivo para sus argumentos? Peyrefitte se hizo rico y famoso con la novela que, si la memoria no me falla, se llamaba Las llaves de san Pedro. El clérigo adquirió fama como personaje de sus obras.

—No leí el libro —dijo Luca Rossini—, pero entiendo cómo te sientes.

—Tengo mis dudas. Es la primera vez que me enamoro, Luca, y, Dios me ayude, ha sido un flechazo. No sé cómo llevar la situación. No sé qué hacer ni qué decir. Hasta ahora, todas mis fantasías y mis pequeñas concupiscencias solían quedar escondidas a buen resguardo debajo de mi sotana. Tenía un trabajo con el que disfrutaba. Rezaba, como me habían enseñado, contra el diablo de la siesta. Respetaba las reglas. Ahora no le encuentro el menor sentido. Soy demasiado vulnerable. La Iglesia es demasiado vulnerable para mí.

—¿Y tu amigo del Archivo?

—Nos vemos, hablamos, nos complace la mutua compañía. Por el momento, eso es todo, pero no va a seguir siendo así.

—¿Él qué quiere hacer?

—No sé. No ha tenido que declararse todavía. Tampoco estoy muy seguro de si estoy preparado para eso. Lo único que sé es que, ahora, éste no es el lugar para mí.

—Estoy seguro de que podríamos encontrarte otro destino, en un medio más acorde con tu estado de ánimo.

—Tú sabes que ésa no es la solución.

—Lo sé, amigo mío, y mejor que muchos. Cargamos sobre las espaldas nuestros propios demonios porque a menudo son la única compañía que podemos soportar. Somos nada más que dos amigos hablando sobre una situación difícil, y aun así no sé qué aconsejarte.

El camarero regresó para recoger los platos de la pasta, trinchar la ternera y ofrecerles una segunda botella de vino.

—¿Podremos con él? —preguntó Rossini.

—Yo lo necesito —dijo Hallett—. Tal vez encontremos la sabiduría en el fondo de la botella.

—Mejor será, creo, que esa sabiduría esté justificada en su progenie. —Lo dijo en medio de una carcajada, y luego alzó su vaso hacia Hallett—. Es un honor que hayas confiado en mí. Sé lo peligroso que es estar solo cuando una crisis te golpea.

—Te creo —dijo Hallett—. Lo que más miedo me da es que demasiada necesidad afectiva me pueda esclavizar y rebajarme miserablemente al papel de un amante.

—¿Concretamente del joven del Archivo?

—En cierto modo, sí. Es como un joven dios, orgulloso de su juventud. ¿y qué soy yo? Un clérigo que envejece, atacado por la picazón del séptimo año. No es un cuadro muy bonito que digamos.

—Es un cuadro triste, amigo mío. Mi corazón llora por ti.

—Ojalá yo pudiera llorar. No puedo. Estoy tan, pero tan avergonzado de mi propia necesidad… ¿Tú tienes necesidades, Luca?

—Desde luego. No las mismas que tú, pero sí, tengo mis necesidades.

—¿Cómo te las arreglas?

—No muy bien. —Rossini sonrió.

Hallett insistió con la pregunta.

—«A éstas no se las puede expulsar sino por la oración y el ayuno.» ¿Es eso lo que estás diciendo?

—Ésa no ha sido mi experiencia. —Había un tono brusco en la réplica.

Hallett se disculpó.

—Lo siento. Me he pasado de la raya. Debería decirte que he estado pensando en abandonar el sacerdocio. Sería un peso menos que soportar, un temor menos que sufrir. Sabes cuán expuestos estamos en estos tiempos al escándalo y los litigios.

—Lo sé muy bien. En cuanto Iglesia, todavía tenemos que aprender a lidiar con nuestra propia humanidad… Si renunciaras, ¿tu profesión te permitiría mantenerte?

—Sin duda, aun con la desventaja de la edad. En mi especialidad, limitada como es, soy uno de los mejores del mundo.

—Entonces deberías pensar en ello, con tranquilidad, como una posible decisión. Hay que pasar por todo un proceso si quieres una dispensa formal, con todos los sellos en los lugares correspondientes. Yo trataría de acelerarlo si pudiera, pero Dios sabe dónde terminaré recalando con un nuevo pontífice. No tienes que tomar una decisión ahora mismo. Tampoco querrás crear una situación de crisis con tu amigo.

—No es probable que él lo haga. Yo sí.

Rossini se quedó un momento en silencio, jugando con un nuevo pensamiento; luego, bruscamente, se lo planteó a Hallett.

—Primero necesitas enfriarte.

—¿Qué me estás sugiriendo? ¡Duchas frías y un cilicio!

—Estaba pensando en un retiro.

Hallett se quedó mirándolo con la boca abierta, sorprendido y enfadado.

—¡Vamos, Luca! ¡No esperaba una cosa así de ti! Duchas frías, un cilicio, y un poco de confinamiento en soledad.

—¡En absoluto! Estoy autorizado a llevar al cónclave un equipo mínimo para que me asista. Estaba pensando en que fuera alguien de mi oficina. El puesto es tuyo, si lo quieres. —Sus ojos se iluminaron y su boca se distendió en una sonrisa infantil—. Al menos te mantendré fuera de las calles y estarás con tus mayores.

—Eres muy amable. Tienes razón, podría ser un choque terapéutico para el sistema, pero, como le dijo la actriz al obispo, «¿qué pasa después?».

Rossini, todavía sonriente, eludió la provocación.

—Paso a paso, Piers. Es todo lo que nos dan, y es todo lo que podemos tomar, y vale para cualquiera de nosotros. Invocamos al Espíritu Santo para que nos guíe en el cónclave. Tal vez el Espíritu te hable.

—¿Y tú estás esperando que Él te hable? ¿O deberíamos decir Ella?¿Que te dé un nombre para tu voto?

—En este momento —dijo Luca Rossini con ligereza—, no estamos en contacto. No tienes que contestarme todavía acerca del cónclave. Tómate un par de días para pensarlo. ¡Sírveme un poco más de vino, sé buen compañero!

Capítulo 5

A la mañana siguiente, temprano, monseñor Ángel Novalis fue convocado a una reunión con el camarlengo, el secretario de Estado, Rossini y otros tres cardenales. Estaban reunidos para uno de los encuentros del comité de la curia que se realizarían todos los días hasta que comenzara el cónclave. Rossini le presentó una propuesta a Ángel Novalis.

—Usted ha aceptado hablar hoy, a título personal, en el Club de la Prensa Extranjera. También a título personal, esto no es una orden, le pedimos que haga algo más. Si está de acuerdo, ganará unos pocos amigos y algunos enemigos en el alto clero. Se expondrá a un cierto acoso y a un posible juicio con considerables riesgos financieros. Le hemos explicado los riesgos a su superior y le hemos asegurado que nos haremos cargo de ellos. No obstante, no podrá revelar eso ni ahora ni después. Si las cosas salen mal, bien podría acarrearle un daño en su carrera pública dentro de la Iglesia. ¿Estaría dispuesto a algo así?

—No soy un arribista, eminencia. Mi capacidad ya fue puesta hace mucho tiempo a disposición de mis superiores.

—Bien. Para este papel, necesitamos un muy buen actor.

—Soy un actor pasable, eminencia. No soy un buen mentiroso.

—No se le pedirá que mienta. Se le pedirá que aporte una hipótesis a su público. Nos gustaría que la aportara con la mayor convicción personal posible.

—¿Es una hipótesis razonable?

—Creemos que sí.

—¿Pero no pueden probarla?

—En este momento, no.

—¿De modo que quieren que yo vea cómo hacerla correr en los medios de comunicación?

—Sí.

—¿Pueden decirme qué están tratando de lograr?

—Queremos tirarle un hueso a la prensa, un hueso realmente grande, para que tengan algo que roer hasta que comience el cónclave. Después de eso, este desafortunado episodio se desvanecerá en la historia.

—¿Y ese hueso sería yo?

—Exactamente. ¿Qué le parece?

—Estoy dispuesto a escucharlos. —Ángel Novalis les dedicó una magra sonrisa—. Como ustedes dicen, caballeros, en este asunto actúo a título personal.

—Pronto las repercusiones serán muy públicas. —Rossini le devolvió la sonrisa—. Esto es lo que le proponemos…

Ángel Novalis lo escuchó en silencio. Luego volvió a sonreír.

—Sus pruebas no tendrían ningún valor en un tribunal, eminencia. Usted lo sabe.

—No le estamos pidiendo que presente pruebas sino tan sólo que haga una declaración pública de una opinión personal.

—Eso es casuística pura, eminencia.

—Lo sé. Y usted también. Pero la prensa no, y nuestro amigo Fígaro supondrá que sabemos mucho más de lo que usted está diciendo. y, lo que es más importante, usted habrá incorporado a todo el episodio un elemento de duda imprescindible. ¿Hará esto por nosotros?

—Lo haré —dijo Ángel Novalis—. Trataré de ajustarme a una obediencia total, de mente, corazón y voluntad… Ahora, caballeros, si me disculpan…

—Puede irse, monseñor. Gracias por su colaboración.

—De nada, eminencia. ¡En España hacemos espadas agudas y agudas distinciones! ¡Con su permiso, caballeros!

Se marchó de la reunión con una reverencia. Apenas hubo salido, el camarlengo se volvió hacia Rossini.

—Ahora, mi querido Luca, también tenemos una comisión para ti.

—¿Cuál es esa comisión?

—Nuestro eminente colega, Aquino, querría entrevistarse contigo esta tarde. Piensa que hay temas por resolver entre vosotros. Nosotros somos de la misma opinión.

Hubo un largo silencio. Rossini miró a los miembros del grupo uno por uno. Ellos no le sostuvieron la mirada. Se quedaron sentados, mirando al suelo, con las manos cruzadas sobre sus rodillas.

Finalmente Rossini preguntó:

—¿Aquino ha definido esos temas que nos atañen a ambos?

—Lo ha hecho —dijo el camarlengo—. Y te agradeceríamos que nos ahorraras el disgusto de repetirlos.

—¿Han pensado en el disgusto que significan para mí?

—Lo hemos pensado, Luca. Creo que eres un hombre lo suficientemente grande como para asumirlo.

—¿En interés de quién?

—En interés de la Iglesia. Otro escándalo en este momento y en vísperas del cónclave sería sumamente fastidioso.

—¡Necesitamos más que fastidio! ¡Necesitamos estar avergonzados! —El tono de Rossini era airado—. Hemos ocultado demasiados escándalos. Éste ya salió a la luz. Está firmemente instalado en los periódicos. Hay que tratarlo abiertamente. Yo no participaré en ninguna conspiración para ocultarlo.

Hubo otro momento de silencio, tras el cual intervino el propio secretario de Estado.

—Luca, es precisamente por esta razón que pensamos que tu encuentro con Aquino es importante. Tú puedes razonar con él en un nivel diferente del nuestro. Incluso puedes encontrar algún fondo de compasión que tal vez lo aliente a afrontar a sus acusadores. Acaso puedas llegar al hombre real que se esconde debajo de la corteza.

—Si es que ese hombre existe —dijo Luca Rossini.

—Tienes que creer que existe —dijo el secretario de Estado—. Por favor, ¿te reunirás con él?

—¿Dónde? ¿En territorio suyo o mío?

—Mío —dijo el secretario de Estado—. A las dos y media en la sala de conferencias A.

—Estaré allí, pero no prometo nada.

—Lo entendemos. Gracias, Luca… Ahora pasemos a los asuntos restantes.

Cuando se puso de pie ante el atril del Club de la Prensa Extranjera frente al público compuesto por gente de los medios de comunicación y una batería de cámaras de televisión, Ángel Novalis tenía el aspecto de un antiguo hidalgo, capaz de desafiar al mundo. No obstante, cuando comenzó a hablar su tono era sencillo, casi humilde:

—Queridos colegas, hoy les hablo a título personal, atrapado, como lo están ustedes en esta ciudad, en un momento crucial del milenio. Hasta hoy, nunca me había presentado a hacer declaraciones ante ustedes. Como funcionario del Vaticano, consideraba que habría sido inadecuado. En cambio, en tanto que individuo, puedo abrirme a ustedes. Como saben, soy miembro de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, mejor conocida como Opus Dei. Hay mucha gente que no nos ve con buenos ojos. Piensan que somos elitistas, rigoristas, ascetas anticuados, peligrosos negociadores de operaciones secretas. No estoy aquí para defender nuestra reputación ni nuestro modo de practicar la vida religiosa. Simplemente declaro que cuando mi mundo comenzó a resquebrajarse, cuando mi esposa y mis hijos murieron, cuando ya no tenía ni deseos ni voluntad de seguir viviendo, la Obra me ayudó a reconstituir mi vida y recuperarme a mí mismo. Si les cuento esto, no es para inducirlos a que se unan a nosotros. A muchos de ustedes no les convendría, y muchos de ustedes no serían felices con nosotros. Sin embargo, hay camaraderías más amplias, abrazos más abarcadores y territorios más vastos en los que todos podemos confortarnos unos a otros, como lo hacemos hoy.

»El Obispo de Roma ha muerto. Pronto será elegido otro para ocupar su lugar porque la Iglesia perdura y tiene su continuidad en Cristo. En las misas de homenaje, rezamos por los que se han ido: "No juzgues a tu siervo, oh, Señor". Hoy, estamos aquí haciendo justamente eso: juzgando a un hombre muerto que ya no puede responder por sí mismo. Por otra parte, la profesión de ustedes es transmitir las noticias y comentarlas. No tengo nada que objetar a eso, siempre que su información se ajuste a la verdad y su juicio sea prudente.

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