Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
—Ya tengo las mulas —le informó—. Mañana o pasado me las traen. Con ellas viene el arriero que va a acompañarme. Es persona de confianza. Me lo recomendó Álvarez. Ahora bien, me quedé casi sin dinero y necesito una suma, al menos igual a la que ya me dio. De lo contrario no creo que pueda hacer el trabajo.
Van Branden trató de evadirse por los vericuetos más indecorosos. Maqroll, entonces, le manifestó con firmeza que desistía del asunto. Podía buscar a otro ingenuo para envolverlo en sus mañas. El belga cambió de actitud al instante y, sacando de la cartera un fajo de billetes, se los entregó, sin contarlos, en un gesto de banquero hastiado con las solicitaciones de algún cliente inoportuno. Era tan falsa y teatral la actitud del flamenco, que el Gaviero no pudo menos que sonreír con franca sorna. Van Branden insinuó un par de toses para componer la situación y comentó:
—Bueno, eso es para los primeros viajes. Es mucho más de lo calculado, pero no importa. No quiero que guarde desconfianza ninguna conmigo. Cuando se le termine ese dinero, me lo hace saber. Pero le insisto en que me parece más que suficiente.
El Gaviero se dedicó a contar los billetes con irritante parsimonia, que hizo subir a la cara del belga el color púrpura de sus días negros, que eran los más. Cuando terminó, Maqroll le dijo, con el tono de algo tan natural que casi ni merecía mencionarse:
—Desde luego le firmo un recibo ahora mismo. Así todo queda claro,
mijn herr
. Sería bueno indicar que se trata de honorarios para los tres primeros viajes. ¿De acuerdo?
—No —contestó el otro tornando a su actitud de oligarca del «Simplicissimus»—, no vamos a hacer recibo en este caso. Es una transacción de confianza entre nosotros. Yo confío en usted y no dudo que esta actitud sea recíproca. Estamos entre caballeros.
Maqroll se dio cuenta de que jamás conseguiría meter en cintura al resbaloso personaje. No quiso decir más y se puso de pie. El belga también lo hizo, mientras le decía, mirándolo con sus ojos de muñeco de ventrílocuo en los que nada se registraba y todo perdía realidad e importancia:
—Buenas tardes,
mijn herr
. Le deseo mucha suerte —su guasona repetición del apelativo flamenco dejó al Gaviero indiferente. El hombre ya estaba medido y clasificado para siempre. En su andariega existencia, cuántos Van Branden habían cruzado en su camino. Hacía mucho tiempo que la repulsión que le causaba esta gente y sus métodos, se había desvanecido trocada en absoluta indiferencia. Solía, cuando se encontraba con alguien de esa índole, recordar la frase de Sancho Panza, que su memoria recordaba sin apegarse, tal vez, al texto admirable: «Cada cual es como Dios lo hizo y, a veces, peor». De regreso a la pensión comentó con doña Empera los detalles de la entrevista.
—Pero qué puede usted esperar de semejante rata —le comentó ésta—. Hasta la pobre mujer que viene a verlo es víctima de su avaricia. Le debe a ella dinero y siempre le sale con el cuento de que un día de éstos le mandará poner la dentadura y matriculará a los hijos en el internado de San Miguel. A mí me tiene que pagar porque me teme. Supone que sé sobre él más de lo que en verdad conozco. Mejor que siga en ese engaño. Así lo traigo corto. Téngale mucho cuidado. Si no le paga cabalmente, déjele tiradas las cosas en el muelle y que se las arregle como pueda. Verá que afloja el dinero de inmediato.
El Gaviero sintió un cierto alivio ante la vigilante solidaridad de la sagaz matrona. Gran madre, sibila protectora, con ella estaba cubierta la retaguardia mientras él subía al páramo.
Al día siguiente llegó el arriero con las mulas y doña Empera le facilitó, en un pequeño solar detrás de la casa, el lugar para guardarlas. Todo estaba listo para el primer viaje. El joven que le envió don Aníbal resultó ser un moreno vivaracho y decidor que conocía la región como sus manos y disfrutaba, con incansable entusiasmo, al demostrar su familiaridad con las maravillas del camino, así como sus secretas trampas y peligros. Se llamaba Félix, pero todo el mundo lo conocía como el Zuro, por una mancha de pelo blanco que le caía sobre la frente. Muy pronto fue evidente para el Gaviero que, sin la ayuda del Zuro, no hubiera logrado llegar vivo hasta la cuchilla del Tambo. Félix le mostró, en primer término, cómo debían cargar las mulas. Habían recogido, en la bodega del muelle, las cajas que esperaban para subir a la cuchilla y el arriero se encargó de repartirlas en forma adecuada entre las cinco bestias. Se trataba de que no se lastimasen y pudieran mantener su trote sin cansancio mayor. También impuso al Gaviero sobre las paradas que debían hacer y con quiénes podían contar para hospedarse. El primer trayecto terminaba en el llano de los Álvarez. Allí les darían posada para pasar la noche. El Gaviero ya había recorrido ese trecho y sabía que para llegar al altiplano, donde estaba la finca de los Álvarez, había que subir durante cuatro horas por un sendero trabajado por las lluvias, sembrado de grandes piedras que amenazaban desprenderse al menor roce y rodaban con mortal impulso hasta detenerse en alguna zanja o volar hacia el abismo. Después se cruzaban los cafetales que le habían dado la felicidad de evocar el mundo de su infancia. Al otro día tenían que llegar hasta una cabaña abandonada por mineros que buscaron oro a orillas de las quebradas. Allí dormirían y, luego, tras una dura jornada, ya en pleno páramo, llegarían al campamento de la cuchilla del Tambo. A medida que el Zuro iba explicando las pruebas a las que estarían sometidos y el carácter de los pobladores de la región, el Gaviero se daba cuenta de que la empresa era más ardua y más comprometida de lo que, en un principio, había imaginado. Pero, al mismo tiempo, la buena disposición de su acompañante, su ánimo alegre y decidido y su inteligencia para juzgar las dificultades que les esperaban, le dieron la confianza necesaria para enfrentar el reto, que necesitaba en ese momento más que ninguna otra cosa.
Cargadas las mulas y hechos todos los aprestos para la jornada de seis días que les esperaba, tres de ida y otros tres de regreso, salieron con las primeras luces del alba y las más conmovedoras recomendaciones de la ciega. El ascenso hasta la planicie de los Álvarez no fue tan duro como la vez anterior, cuando lo hizo sin compañía y sin conocer el camino. Al llegar a la zona de los cafetales, de nuevo volvió a sentir, intacta, la fascinación de ese ambiente tibio, acogedor y lleno del inconfundible colorido de una vegetación que daba la idea de algo cuidado y escogido a propósito para crear un efecto de belleza natural pero ordenada. En verdad, era muy poco lo que el hombre había hecho en ese sentido. En la tierra caliente, el elemento propiciador de una belleza tan armoniosa y paradisíaca era más bien el clima. Lentamente, disfrutando cada árbol, cada acequia silenciosa viajando con su agua transparente por un cauce de limo y helechos temblorosos, cruzó los sembradíos de café. Al comenzar a subir la última y ligera pendiente que daba a la casa de la hacienda, salió a abrazarlo Amparo María. El Zuro iba adelante con las mulas. La muchacha no hizo nada para disimular su felicidad ante el encuentro. Seguramente, el arriero conocía ya sus viajes a La Plata y sus relaciones con Maqroll. Estaba más bella que nunca. El vestido de percal negro le ceñía el cuerpo, resaltando sus formas esbeltas, hechas de una materia en donde los tendones y los huesos parecían haber tomado el lugar y adquirido la moldeada suavidad de la grasa. El quiebre de la cintura, la firmeza de las piernas y el negro pelo amarrado en la nuca, en un apretado moño con brillos de azabache, volvieron a recordarle las jóvenes bailarinas de los tablados de Jerez de la Frontera y de Cádiz. Amparo María, tan parca de palabras como siempre, se limitaba a pegarse al cuerpo del Gaviero y a mirarlo a los ojos con esa expresión de gran pájaro esquivo que examina el interior de una habitación adonde entró por descuido. A Maqroll le invadía, poco a poco, una como penosa conciencia del peso de los años, del intrincado ovillo de sus andanzas y desventuras, dichas y descalabros y el único alivio que hallaba para esa pesadumbre era el sentir a su lado esa ternura cálida, felina y joven que lo acompañaba como una parca que hubiera preferido el camino de la indulgente ternura.
Don Aníbal los recibió en el corredor de la casa y, mientras el Zuro conducía las mulas al establo para descargarlas y darles de comer, el dueño invitó a su huésped a compartir con él el chocolate hirviente y espumoso servido con bizcochos de yuca recién horneados. Allí, sentados en sendas mecedoras, miraban, sin intercambiar más palabras que las necesarias, la abrumadora inmensidad de la cordillera de un lado y, del otro, la serena y florida extensión de los cafetales. Cuando llegó la noche, don Aníbal le dijo a su huésped que, en vista de la jornada que les esperaba al día siguiente, era aconsejable irse a dormir temprano. Iban a necesitar toda la reserva de fuerzas y nervios acumulada durante el sueño. Así lo hizo el Gaviero, no sin antes buscar discretamente un pretexto para volver a hablar con la muchacha. Ella facilitó las cosas al llevarle, a la habitación que les habían dispuesto encima del establo, un vaso de leche para tomar en la noche. Se quedaron conversando un buen rato, bajo una ceiba gigantesca que allí cerca levantaba la vasta maravilla de su ramaje centenario. La joven se ofreció a hablar con el Zuro para que éste se acomodara en otro lugar y ella pudiera pasar la noche con su amigo. Maqroll, muy a su pesar, tuvo que disuadirla de la idea. La misma Amparo María acabó por convenir en que la prueba del día siguiente y del posterior que los llevaría hasta la cuchilla, era abrumadora. Se despidió, de pronto, como si no quisiera prolongar una pena mucho más honda de lo que exteriormente aparentaba. Maqroll entró a su cuarto, se desvistió y encendió una vela para leer un rato en el lecho que le habían arreglado en el suelo y que encontró mucho más acogedor que el de la casa de La Plata. Sabía que, de no leer, le sería muy difícil conciliar el sueño. Poco después entró el arriero, quien, sin desvestirse del todo, se tendió en otro lecho que estaba en un extremo del cuarto.
Maqroll había traído la
Vida de san Francisco de Asís
de Joergensen. Solía leerla abriendo el libro al azar. El Zuro se mostró intrigado con la, para él, inusitada costumbre y le preguntó:
—¿Está rezando? ¿No que estaba tan cansado?
—No consigo dormir si no leo un poco —le contestó el Gaviero, divertido con la ingenuidad de su compañero de viaje—. No estoy rezando. No creo que sea para tanto, ¿no? Leo, sí, la vida de un santo que amaba mucho los animales, el monte, el sol, las quebradas y a la gente pobre. Era de familia muy rica y, en el físico, se debió parecer un poco a ti. Dejó todo para entregarse a lo que quería y ofrecerle a Dios ese amor por todo lo que había creado —Maqroll se dio cuenta que la explicación era tan insuficiente y fragmentaria que arriesgaba dejar en el Zuro una idea injusta del Poverello, por trunca y superficial. La respuesta del Zuro lo tranquilizó:
—Claro, si le gustaban los animales y el monte y el sol, la plata le salía sobrando. Seguro que hasta acabó haciendo milagros. Dios debía querer ayudarlo.
—Sí —repuso el Gaviero, a quien maravilló la espontánea lucidez del muchacho—. Hizo muchos y muy admirables. Ya te los contaré otro día. Vamos a dormir.
El Zuro había cerrado los ojos y comenzaba a respirar con la regularidad de quien cae en un sueño profundo.
A la madrugada siguiente los despertó Amparo María con café recién hecho y bizcochos del día anterior. Ya estaba arreglada, con su pelo estirado hacia atrás y el moño impecable. Lista para presidir una fiesta en el cortijo, pensó Maqroll mientras bebía el café. La muchacha se dio vuelta bruscamente y se perdió en el interior de la casa. Tampoco el Gaviero tenía ánimos para decirle adiós. Estaba tan bella que se hubiera quedado allí para siempre, tirando todo por la borda.
La subida desde el llano de los Álvarez hasta la cabaña abandonada les tomó todo el día. El camino iba convirtiéndose, cada vez más, en el lecho de una quebrada nacida de las lluvias. Las mulas avanzaban trabajosamente, tratando de salvar las sorpresivas zanjas que se abrían a su paso y las piedras traicioneras que, a menudo, iban a terminar al borde del precipicio. Un cierto desánimo trabajaba el alma del Gaviero: esta prueba se repetiría quién sabe cuántas veces. La posible ganancia que pudiera derivar de ella dependía del evasivo Van Branden y de su no menos fantasmal compañía constructora de la obra del Tambo. Una vieja amargura, familiar para él desde hacía muchos años, comenzaba a pesarle en el ánimo en tal forma, que cada paso de la frenética subida se le hacía más penoso. Pero, al mismo tiempo —y éste era uno de sus rasgos más personales y característicos—, a medida que se internaba en lo más abrupto de la cordillera y percibía el aroma de la vegetación siempre húmeda, la explosión de colores de una riqueza desbordante y escuchaba el estruendo de las aguas que, allá al fondo de los barrancos, cantaban su caudaloso descenso entre espumas y crestas burbujeantes, una paz antigua y bienhechora desalojaba el cansancio del camino y de la brega con las mulas. El sórdido engaño que se anunciaba en la incierta empresa perdía toda realidad e iba a caer al fondo de su resignada aceptación, de su islámico fatalismo. El canto de los pájaros, cada vez más numerosos y variados, y el paso intermitente de las bandadas de pericos que cruzaban en desaforada algarabía por encima de las copas de los grandes cámbulos florecidos y llameantes y de las jacarandas adormecidas aún por el frío de la mañana, venían a confirmarle esa efímera certeza de una plenitud salvadora. Esta alternancia de estados de ánimo conducía al Gaviero a meditaciones y balances que se alimentaban, por otra parte, de las pocas pero infalibles lecturas que, dondequiera que fuese, solían acompañarlo.
De aquí que todos los Van Branden del mundo que se atravesaban en su camino sirvieran sólo para constatar su irremisible soledad, o su imbatible escepticismo ante la terca vanidad de toda empresa de los hombres, esos desventurados ciegos que entran en la muerte sin haber sospechado siquiera la maravilla del mundo. Ayunos del milagro de la pasión que atiza el saber que estamos vivos y que la muerte también entra en el juego, sin comienzo ni fin, porque es puro presente sin fronteras. A tiempo que se entregaba al goce del paisaje, advertía, sin embargo, que el variado desfile de sensaciones que, atravesando el embotamiento de la fatiga, desplegaba la maravilla de una celebración sin término, llegaba erosionado por la torpeza de una memoria que los años habían trabajado.