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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (33 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Cuando regresó al presente, estaban ya ante los galpones del ferrocarril. Eran dos construcciones achatadas, hechas con lámina de zinc acanalada de color gris desvaído que se confundía con el paisaje. Una escuadra de peones dirigidos por un hombre alto y enjuto, de perfil alargado como de cuchillo de caza, que hablaba con marcado acento nórdico, venía hacia ellos con paso cansino, no exento de cierto fastidio. Al llegar frente a ellos, se quedó mirando al Gaviero como si fuese un arriero más de los que por allí pasaban. De pronto, cambió de actitud, como si recordara algo, y se acercó a saludarlo tendiéndole la mano con ficticia cortesía. Pasándose al francés, le preguntó cómo había sido el viaje hasta la cuchilla. Maqroll, en el mismo idioma, explicó algunos detalles de la travesía, usando igual tono neutro, y le solicitó un recibo de la carga que ya estaban acomodando en el interior de la bodega. El hombre sonrió con cierta condescendencia que irritó al Gaviero. Mañana le darían sus papeles; no había prisa. Los invitó a entrar, dando por sentado que pasarían la noche allí. En verdad, no era cosa de pensar devolverse para ir resbalando en la arena en plena noche hasta alcanzar la cabaña de los mineros. Sin embargo, eso era lo que, en el fondo, hubiera preferido. Entró para ver cómo habían acomodado las cajas en la bodega. Dos lámparas Coleman daban luz al interior de la misma. Allí estaban, cuidadosamente ordenadas, cajas de diversos tamaños en algunas de las cuales estaba escrita la palabra «frágil» en grandes letras negras. Al menos diez viajes como el que había hecho debieron ser necesarios para traer todo ese cargamento. Nada de esto le había dicho Van Branden. Era posible que hubiesen venido por otro camino. El hombre que los recibió, cuya nacionalidad no lograba descubrir el Gaviero, vigilaba con extrema atención el manejo de las cajas que acababan de llegar. En algunas de ellas se escuchaba, cada vez que las movían, un tintineo de metales. El hombre fruncía el ceño con preocupación, a cada campanilleo. ¿Por qué, se preguntaba Maqroll, sólo hasta ahora escuchaba ese sonido? Tal vez los ruidos del exterior y, luego, el viento del páramo, le habían impedido oírlo. Otra cosa que le intrigaba mucho era que ni en las cajas de madera, ni en la papelería usada para registrar lo recibido, ni en parte alguna de los galpones, se advertía el nombre de la compañía encargada de los trabajos en la cuchilla.

Terminada la tarea en la bodega, fue invitado a compartir la mesa, instalada en una construcción gemela que se comunicaba con el almacén por una pequeña galería en forma tubular, también de zinc. El Zuro se quedó a cenar con los peones que habían acomodado las cajas. Sentado en la cabecera de la mesa, esperaba un personaje de pequeña estatura, algo jorobado, con espesas cejas entrecanas y nariz aplastada, que dijo ser agrimensor, natural de Dantzig y respondía al apodo de Kraken. El de elevada estatura se presentó como ingeniero, nacido en Bélgica. Al decir su nombre lo hizo en tal forma que no se logró entender claramente. Era algo como Martens o Harlens. La cena, compuesta de alimentos enlatados y rociada con vino o cerveza de calidad poco común en esas tierras, transcurrió prácticamente en silencio. Sólo algunas palabras anodinas, relacionadas con el clima o con las dificultades del viaje, dieron lugar a breves diálogos que terminaban pronto en un silencio hastiado e insípido. Maqroll tomó nota de que ni la loza, ni los cubiertos, ni el trozo de tela que hacía las veces de mantel y que debió de conocer tiempos mejores, tenían marca ni señal que indicara su procedencia. Pero lo que más le intrigó fue que a las botellas de vino y cerveza y a las latas de atún, sardinas y verduras en conserva les habían quitado las etiquetas y raspado cuidadosamente toda marca o letrero. La sobremesa no se prolongó mucho. Con un seco «buenas noches» los dos extranjeros se fueron a dormir a sendos gabinetes que estaban al extremo opuesto del lugar que servía de comedor. A Maqroll le indicaron que podía dormir en una hamaca que los peones le tenderían en una esquina de la bodega. Cuando pasó al baño, lo esperaba el Zuro, quien le hizo señas de que deseaba hablar con él a solas. Fueron a un improvisado establo, pegado a la bodega, construido con troncos de madera sin desbastar, donde pasaban la noche los animales que hasta allí llegaban. El Zuro comentó:

—¿Sabe que no han trazado ni un metro de vía y que los peones nada saben de ferrocarril ni de nada parecido? Hay que andarse con cuidado, mi don. No sé por qué se me ocurre que, al final, lo van a querer joder.

Cuando el Gaviero iba a contestarle entró, de improviso, el supuesto belga, fingiendo que pasaba revista al sitio antes de irse a dormir. Tenía esa expresión de «no sé, ni me importa lo que están hablando» que suelen poner los que precisamente sí saben y sí están interesados. «Buenas noches», dijo con una desmayada sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura echada a perder por el tabaco y la falta de limpieza.

Ya en su hamaca, envuelto en todo lo que tenía a mano y protegido, además, por un lecho de hojas que le había puesto el Zuro, el Gaviero intentó dormir de inmediato, confiado en el cansancio que lo agobiaba. Pero no le fue posible hallar el sueño. La visita de Ilona, la noche anterior, escondida tras unos vagos indicios de Amparo María, le había dejado un desasosiego, una vieja angustia que, de nuevo, venía a minar las pocas fuerzas que le quedaban y el escaso ánimo que le permitía seguir adelante. Paralela a esta visitación, y entrecruzándose con ella, le torturaba la maligna condición de la empresa en que se estaba embarcando. Ahora era obvio que Van Branden lo había hecho víctima de un engaño tan torpe como evidente. ¿Cómo pudo caer en él y, en verdad, casi sin necesitarlo? Con el dinero que le enviaban de Trieste hubiera podido ir tirando hasta encontrar algo más sólido y menos turbio. Era claro que perdía facultades, que se estaba dejando llevar por la pendiente y que, de seguir así, acabaría mal en poco tiempo. Tomó la determinación de hablar, al regreso, con el belga. Trataría de salir del compromiso vendiendo las mulas y largándose de La Plata lo más pronto posible, en el primer barco o caravana de planchones que bajaran por el río. Al fin consiguió dormir. Cayó en un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el Zuro anunciándole que las mulas estaban listas y que podían partir tan pronto desayunaran. Nadie estaba en las bodegas, le explicó el arriero; todos habían salido desde muy temprano con el pretexto de que iban a levantar unos planos al final de la cuchilla, en lo más alto de ésta. «Tómese su café —agregó— y larguémonos de aquí. No creo que nos quieran tener por más tiempo rondando por estos lugares. Son gente muy rara».

Maqroll tomó el café y, en seguida, emprendieron el descenso en medio de una espesa niebla que corría empujada por el viento helado de la sierra. Este les quemaba el rostro y hería los muslos como una dentellada insistente. Se protegieron con hojas de frailejón y siguieron el camino que resultaba aún más peligroso de bajada. Las mulas, ya sin carga, trataban de apresurar el paso y resbalaban a cada instante en el movedizo suelo de arena volcánica. En los ojos de las bestias afloraba un pánico desolador. Por fin, derrengados y transidos de frío el rostro y las manos, llegaron a la cabaña de los mineros. Las punzadas en las piernas y el ardor en la piel que no consiguieron proteger del castigo de la ventisca, casi no los dejaban relajarse para descansar. El lecho de hojas que había preparado el Zuro el día anterior estaba, por fortuna, intacto. Allí lograron tenderse, derrumbados por el cansancio. El Zuro tuvo que friccionar las patas de las mulas con aceite de coco que había traído consigo. «Esto les mantiene el calor. De lo contrario mañana no las para nadie». El Gaviero le preguntó por qué no lo usaban ellos también: «No, mi don», le explicó el muchacho. «La gente se calienta sola. Ya verá como dentro de un rato estaremos bien. Lo que pasa con las mulas es que tienen la sangre más espesa y cuando se enfrían es muy difícil que vuelvan a calentarse para descansar». Había que aceptar como válida la extraña teoría del Zuro. Maqroll abrió las páginas de la
Vida de san Francisco de Asís
y se concentró durante varias horas en esa lectura que aliviaba sus pesares con eficacia infalible. Una sonrisa corría de vez en cuando por su rostro. El Zuro lo miraba con asombro, sin atreverse a interrumpirlo: esas historias de santos eran para él algo entre misterioso y prohibido. Más valía no averiguar demasiado sobre ellas, ni tratar de conocerlas de cerca.

Al día siguiente bajaron al llano de los Álvarez. El clima de la tierra templada actuó, como siempre, en el ánimo de Maqroll. Tenía deseos de conversar con don Aníbal y averiguar más detalles respecto del tal ferrocarril y de las gentes vinculadas a la obra. Fueron recibidos por el hacendado con muestras de cordialidad y preocupación por la prueba que hubiera podido significar la subida hasta el Tambo. En un momento en que estaban solos, desensillando las mulas en el establo, había aparecido Amparo María. El Zuro se ausentó discretamente mientras la muchacha abrazaba al Gaviero con efusividad hasta entonces poco frecuente. En palabras cariñosas y entrecortadas, le contó que había temido mucho por él, no solamente por el castigo del páramo, sino por las gentes que allá vivían y que le despertaban una prevención sombría e inexplicable. El cuerpo tibio y recio de la muchacha, ceñido al suyo con una intensidad nueva y reveladora, le transmitió una serenidad y un bienestar que prolongaban la acción bienhechora de la tierra del café y de la caña donde recuperaba, intactas, las ganas de vivir y el amor por los dones del mundo.

Durante la cena, que fue servida en el corredor, Maqroll comenzó a sondear a don Aníbal sobre las dudas que le habían surgido en su visita al Tambo. El dueño de casa eludió todo comentario concreto al respecto. Era evidente que esperaba hablar de esto cuando los demás se hubieran ido a dormir. Así lo entendió Maqroll y esperó la ocasión. Terminada la cena, don Aníbal encendió un puro y, meciéndose en la silla, comenzó a saborear una taza de café negro al que le había agregado unas gotas de brandy. El Gaviero empezó también a tomar su café. No quiso agregarle ningún licor. Las mujeres que habían servido la cena, entre las cuales aparecía, de vez en cuando, Amparo María, levantaron la mesa y se despidieron para recogerse en sus habitaciones. Tras un rato en silencio, don Aníbal comenzó a hablar. Ya había entrado la noche y sólo se veía la luz de su cigarro moviéndose a ritmo con sus palabras. Maqroll se dispuso a escuchar. No tenía sueño y le interesaban sobremanera los comentarios del hacendado.

—Mire —comenzó éste, dando una intensa chupada al puro que iluminó un instante sus facciones—, no es mucho lo que le puedo contar respecto a esa obra. El proyecto de construir una vía férrea que, pasando por la cuchilla, cruzará la cordillera, es un plan del que se ha hablado desde hace muchos años. Ya mi padre lo mencionaba cuando llegamos aquí. Pero, al poco tiempo, comenzaron a construir la carretera que, pasando por otra parte, cumple la misma función que la vía férrea. Ésta fue cayendo en el olvido. Quienes primero intentaron un trazo e hicieron algunos trabajos previos fueron unos ingleses. Al principio gente muy ordenada y seria. Pero sucedió que algunos de ellos, en sus horas libres, comenzaron a lavar arena en las orillas de las quebradas, en busca de oro. Parece que encontraron algunas pepitas y eso les sirvió de aliciente. Con lo poco que consiguieron lavar, ganaban muchísimo más que el salario que recibían en el ferrocarril. Las obras de éste acabaron por ser suspendidas y la región se llenó de gambusinos. Aún hay, en algunos lugares, restos de la vía y hasta vagones que armaron para almacenar herramienta y alimentos en conserva. También los galpones del Tambo fueron construidos entonces. Lo del oro no prosperó. Después del primer entusiasmo, parece que no se volvió a encontrar nada que valiera la pena. Tanto la vía férrea como la minería cayeron en un olvido absoluto. Hace unos meses comenzaron rumores de que las obras iban a reiniciarse. Hablaron de una compañía belga y se notó cierto movimiento en La Plata. Algunas recuas de mulas subieron con cajas semejantes a las que usted acaba de llevar. Pero todo resulta muy extraño: los que están allá arriba no han realizado ninguna obra. Recorren el monte, al parecer sin finalidad precisa, buscando vaya usted a saber qué. Los que llegan a La Plata pagan más o menos regularmente sus compromisos, suben y bajan por el río, a veces llegan hasta el Tambo, pero también parece que buscaran otra cosa. Por aquí pasó el tal Van Branden. Yo no he viajado nunca, ni la capital visito, pero puedo decirle que ese tipo no me gustó nada. Para comenzar, no creo que se llame así. Confunde su nombre y cae en contradicciones al pronunciarlo. Firma con unos garabatos, siempre diferentes. Algo me dice que ya había estado por estos rumbos, usando otro nombre. Pudo ser desde el tiempo en que estuvieron los ingleses. Aquí se le atendió, como hacemos con todo forastero, pero muy pronto se dio cuenta de que despertaba sospechas y nunca lo volvimos a ver. Me dicen que pasa de largo, ya entrada la noche. No sé. Una cosa sí puedo decirle: ese hombre corre con mucha suerte. El ejército cerró el puesto militar en La Plata y por esa razón no existe vigilancia alguna en la región. Con la tropa aquí, el tal Van Branden, o como se llame, hubiera tenido que identificarse y declarar exactamente qué es lo que hacen él y su gente. Eso se lo garantizo.

Un cierto desasosiego tornó a inquietar al Gaviero. Su experiencia con la fuerza armada en esos países había sido en extremo aleccionadora. Cuando navegó por el Xurandó, pudo cerciorarse de la clase de control que ejerce y con qué métodos sabe poner orden y mantenerlo. En particular, él no tenía queja alguna. Al contrario, le habían salvado la vida cuando estuvo a punto de morir, víctima de un mal, al parecer incurable, que asolaba la región. También fueron a rescatarlo cuando, de regreso, iba a internarse en los rápidos en donde perecieron sus compañeros de viaje. Pero había sido testigo de actos de justicia expedita, cuyo recuerdo le ponía aún la piel de gallina. Todo esto le vino a la memoria en un torrente abrumador. Sintió como si fuera a recomenzar una antigua pesadilla. Con las fuerzas menguadas y algunos años más encima, la perspectiva le aterraba. Prefirió no pensar más en el asunto. Don Aníbal, que se había dado cuenta de la reacción del Gaviero, acudió en su ayuda y pasó a comentarle sobre algunas mejoras que pensaba hacer en la finca y se extendió en una pormenorizada descripción de aquéllas, olvidando, o tal vez no queriendo tomar en cuenta, que Maqroll, en sus largos años de andar por mares y puertos como un tránsfuga sin sosiego, había perdido ese mundo de su infancia. Calló don Aníbal y los dos se quedaron largo rato en silencio, contemplando el cielo estrellado del que bajaba una paz lenificante, señal de nuestra bien escasa presencia en los planes del universo. Tornó el sosiego al alma de Maqroll y con él, el sueño. Volteó a ver a su interlocutor y notó que cabeceaba suavemente, con el cigarro en la boca, mientras la ceniza caía sobre la blanca camisa almidonada. En voz baja le dio las buenas noches y se fue a dormir en el pequeño galpón reservado para los huéspedes, contiguo a las pesebreras.

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