En busca de Klingsor (4 page)

Read En busca de Klingsor Online

Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Santo Dios, este hombre se muere». Cuando llegaron los demás miembros del Estado Mayor, ya era demasiado tarde: por cobardía o por orgullo, Göring los había vencido. La habitación olía a almendras amargas.

Bacon no podía creerlo. El miserable se había escapado en el último instante. Como él, muchos miembros de las fuerzas aliadas se sentían decepcionados. Incluso algunos diarios se atrevieron a colocar en sus titulares:

G
ÖRING VENCE A SUS VERDUGOS.

—¿Dónde diablos obtuvo esa píldora? —le dijo Bacon a Sadel.

—Eso se pregunta todo el mundo —respondió el joven—. Se ha realizado una profunda investigación y, hasta el momento, se ha decidido no culpar a nadie. Andrus está destrozado —añadió refiriéndose al rector de la prisión—. Muchos piensan que es su culpa, tú sabes, no es el primer prisionero que se suicida… Yo creo que nadie pudo evitarlo.

—Pero ¡Göring! ¡Y el día antes de su ejecución! Es increíble… —Bacon movía la cabeza de un lado a otro, lamentándose—. ¿No habrá sido el médico alemán?

—¿Pfluecker? No lo creo —explicó Sadel—. Hubiese sido demasiado difícil. Los guardias lo revisaban con cuidado antes de entrar en cada celda y la pastilla que le dio a Göring era sólo un tranquilizante… No, el
Reichsmarschall
debe haberla conservado entre sus cosas, en el almacén, y alguien se encargó de llevársela…

—¿Pero quién querría ayudar a ese cerdo? —Bacon hacía crujir sus dedos.

—No es tan simple como parece. Yo no lo traté, pero muchos afirman que, en el fondo, el viejo Hermann era todo un personaje. A lo largo del proceso no sólo los alemanes, sino también muchos norteamericanos acabaron simpatizando con él. Era demasiado cínico y mordaz como para odiarlo…

A Bacon le pareció una explicación extraña, sobre todo viniendo de un joven como aquél. Sadel era medio judío y, a los trece años, había tenido que escapar de Alemania hacia Estados Unidos en busca de su padre. Desde entonces, no había vuelto a saber de su madre, quien había sido forzada a divorciarse y a permanecer en Berlín: no sabía si estaba viva o muerta. Cuando regresó a Alemania, acompañando al general Watson, éste le permitió buscarla. Ahora, la mujer era uno de los testigos de cargo de la fiscalía.

—De quien más se sospecha es de
Tex
Wheelis —continuó Sadel—, el oficial encargado del cuarto de equipaje. Dicen que se hizo amigo de Göring, y bien pudo haberlo ayudado. Pero no habrá modo de averiguarlo. Los jefes quieren terminar de una vez con todo el asunto. Su opinión es que ha sido un accidente, y hay que tomarlo como tal.

—¿Un accidente, dices? —Bacon se sulfuraba más a cada instante—. Cientos de personas trabajaron durante meses para ahorcarlo y en el último instante logra escapar… ¿También fue un accidente el suicidio de Hitler en Berlín? ¿Y la «solución final»? ¿No llegas a sentir que todo esto ha sido inútil? ¿Qué luchamos contra una maldad que nos rebasa…?

—Los juicios han servido para mostrar la
verdad
, teniente. Para enseñarle al mundo la verdad sobre el Tercer Reich y para que nunca nadie pueda compadecerse de sus atrocidades. ¿Quién podrá negar el horror nazi, las cámaras de gas y los millones de muertos después de haber visto esas fotografías?

—Y con esto que ha pasado, ¿crees que algún día llegaremos a saber realmente la verdad? Sólo tenemos la verdad que somos capaces de creer.

A la mañana siguiente, el teniente Bacon pudo observar, a lo lejos, cómo los cuerpos exangües de los once jefes nazis eran transportados en camiones militares, seguidos por una escolta de coches y hombres armados, rumbo al cementerio de Ostfriedrichhof, en Munich, donde serían cremados. Cada uno de los cuerpos reposaba en un saco etiquetado con un nombre falso. A los alemanes que controlaban el horno se les dijo que se trataba de soldados norteamericanos muertos durante la guerra: debía evitarse que luego apareciesen reliquias de aquellos hombres. Por ello, nadie debería asociar esas cenizas con los líderes nazis condenados por el Tribunal Militar Internacional en Núremberg: Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores; Hans Frank, gobernador de los Territorios Ocupados de Polonia; Wilheim Frick, protector de Bohemia y Moravia; Alfred Jodl, jefe de Operaciones de la Wehrmacht; Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Oficina Central de Seguridad, y segundo de Himmler; Wilheim Keitel, jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht; Alfred Rosenberg, filósofo oficial del régimen y ministro de los Territorios Ocupados del Este; Fritz Sauckel, director del Programa de Trabajo de Conscriptos; Arthur Seyss-Inquart, comisionado para Holanda; Julius Streicher, director del diario
Der Stürmer
; y, desde luego, Hermann Göring,
Reichsmarschall
, jefe de la Luftwaffe (Fuerza Aérea) y segundo hombre en la jerarquía nazi después de Hitler.

De pronto, la tensión en la ciudad parecía haberse relajado. A pesar de que nadie había quedado satisfecho con los resultados —los soviéticos, que desde un principio habían mostrado su desagrado hacia la forma del proceso, incluso acusaban a norteamericanos e ingleses de permitir el suicidio de Göring—, el trabajo había concluido. Todavía quedaban muchos juicios de menor importancia, si bien los reflectores del mundo ya no se mantendrían permanentemente dirigidos hacia la sala central del Palacio de Justicia. Pero, como he dicho antes, el teniente Francis P. Bacon no había llegado a Núremberg para asistir a las ejecuciones, sino en una misión completamente distinta, mucho más próxima a sus capacidades como hombre de ciencia.

Hacia la mitad de la guerra, Bacon, que entonces trabajaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, decidió alistarse en el ejército. En 1943, fue enviado a Inglaterra para entrar en contacto con los científicos británicos y en 1945 se integró a la misión
Alsos
, encabezada por otro físico, el holandés Samuel I. Goudsmit, responsable no sólo de recopilar toda la información disponible sobre el programa científico alemán —y especialmente sobre lo relacionado con la investigación atómica—, sino de atrapar a los físicos que lo llevaban a cabo.

Una vez terminada esta misión, Bacon pudo haber regresado a Estados Unidos, pero prefirió continuar colaborando con el Consejo de Control Aliado, encargado del gobierno de la Alemania ocupada, como consultor en distintas materias relacionadas con la ciencia. Por fin, a principios de octubre de 1946, sólo unos días después de que el Tribunal Militar Internacional de Núremberg dictara sentencia a los acusados nazis, Bacon fue llamado por la oficina de inteligencia militar para revisar parte de los legajos surgidos en los juicios y presentar un informe sobre lo más relevante. La pequeña pista que había suscitado las sospechas de los militares era la siguiente:

El 30 de julio de 1946 se inició, en la sala principal del Palacio de Justicia de Núremberg, el juicio contra siete organizaciones alemanas: la directiva del Partido, el gabinete del Reich, la guardia de seguridad (SS), la policía secreta (Gestapo), el Servicio de Seguridad (SD), las tropas de asalto (SA) y el Alto Comando Militar del Reich. Durante las semanas previas, el Tribunal ordenó que en toda Alemania se anunciase este proceso, de modo que cualquier persona que se sintiera afectada pudiese ofrecer su testimonio. Más de trescientas mil respuestas llegaron al Palacio de Justicia; a partir de ellas, 603 miembros de las organizaciones antes citadas fueron conducidos a Núremberg para servir como testigos. Finalmente, la corte aceptó las declaraciones de noventa individuos, en su mayoría pertenecientes a las SS, quienes negaron haber cometido actos deshonestos durante el ejercicio de sus funciones.

Uno de estos testimonios fue el que llamó la atención de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Durante el proceso, compareció un hombrecillo llamado Wolfram von Sievers, presidente de la Sociedad para la Herencia Antigua de Alemania y, como más tarde se supo, cabeza de una de las oficinas de la Ahnenerbe, es decir, del departamento de investigación científica secreta de las SS. Von Sievers era un sujeto extremadamente nervioso y, durante las horas en que se sentó en el banquillo de los testigos, no dejó de frotarse las manos y las mejillas, literalmente cubiertas de sudor. Se atropellaba al hablar, repetía varias veces las mismas palabras y, tartamudeando, dificultaba el trabajo de la red de traductores simultáneos que, por primera vez en la historia, funcionaba en las audiencias de Núremberg.

Interrogado por uno de los fiscales, Von Sievers hizo la primera de sus controvertidas declaraciones: según un acuerdo con Himmler, las SS se encargarían de enviarle cráneos de «judíos-bolcheviques" a fin de que su laboratorio pudiese realizar investigaciones con ellos. A la pregunta expresa de si sabía cómo obtenían las SS los cráneos, Von Sievers respondió que pertenecían a prisioneros de guerra del frente oriental que eran expresamente asesinados para ello. "¿Y cuál era el objetivo de sus
investigaciones
?», insistió el fiscal. El lenguaje de Von Sievers se tornó nuevamente incomprensible. Trastabillaba. Al fin, presionado por los jueces, se lanzó en una larga e inconexa perorata sobre frenología y el desarrollo físico de las razas antiguas. Divagó sobre los toltecas y la Atlántida, la superioridad aria y lugares mágicos como Agartha y Shambalah. En términos concretos, dijo que su trabajo era determinar la inferioridad biológica de los semitas, conocer la naturaleza de su desarrollo fisiológico a lo largo del tiempo, y hallar el mejor modo de eliminar sus defectos.

Cuando acabó de hablar, Von Sievers parecía una de las calaveras que decía haber estudiado. La parte blanca de sus ojos era una gelatina a punto de reventar y sus manos temblaban sin control. El fiscal comenzó a desesperarse. Su intención no era, por lo pronto, ahondar en las execrables tareas del profesor Von Sievers —quien luego sería juzgado y condenado por sus crímenes contra la humanidad—, sino probar las atrocidades que cometían las SS, y en general el gobierno nazi, al llevar a cabo sus estudios.

—¿De dónde obtenía recursos para este trabajo, profesor Von Sievers?

—De las SS, ya lo he dicho —balbució éste.

—¿Era normal que las SS le encargasen estudios como éste?

—Sí.

—¿Y dice usted que las SS lo financiaban?

—Directamente, sí.

—¿Qué quiere decir con «directamente», profesor? —el fiscal creyó entrever un hilo que podría conducirlo a otra parte. Von Sievers trató de aclararse la garganta.

—Bueno, toda la ciencia que se desarrollaba en Alemania pasaba antes por la supervisión y el control del Consejo de Investigación del Reich.

El fiscal había dado en el blanco. Eso quería escuchar. El Consejo de Investigación del Reich era presidido, como muchas otras dependencias, por el
Reichsmarschall
Hermann Göring.

—Gracias, profesor —dijo el fiscal—. He concluido.

Inusitadamente, Von Sievers añadió una frase más que, por indicación de los jueces, fue borrada de la minuta, atendiendo a la protesta de los abogados defensores. No obstante, en la transcripción que la oficina de inteligencia militar le había proporcionado a Bacon, la frase no había sido cancelada y el teniente la leyó con mayor atención, pues estaba subrayada con tinta roja:

—Para que el dinero fuera entregado, cada proyecto contaba con el visto bueno del asesor científico del Führer. Nunca llegué a saber de quién se trataba, pero se murmuraba que era una personalidad reconocida. Un hombre que gozaba del favor de la comunidad científica oculto bajo el nombre clave de Klingsor.

Días más tarde, el 20 de agosto, el salón de sesiones estaba lleno a tope: una indicación inequívoca de que el Gran Actor de los procesos, el
Reichsmarschall
Hermann Göring, haría su aparición en el escenario. Vestido con una chaqueta blanca —eran famosos los uniformes de este color que utilizaba en sus mejores épocas—, rubicundo y airado, Göring era el alma de los juicios. Fresco y llano, cargado con una impertinencia que sólo se consigue al cabo de años de dar órdenes y no recibir una sola protesta, se enfrentaba a sus interlocutores como si estuviese dictando sus memorias. En sus mejores momentos, desplegaba un humor ácido y penetrante; en los peores, parecía una bestia enjaulada, dispuesta a morder hasta a su propio abogado. Otto Stahmer, su defensor, se encargó de montar esta pequeña pieza:

—¿Alguna vez giró una orden para realizar experimentos médicos en humanos? —le preguntó. Göring respiró hondo.

—No.

—¿Conoce usted al doctor Rascher, que ha sido acusado de realizar investigaciones científicas en cobayas humanas en Dachau para la Luftwaffe?

—No.

—¿Alguna vez ordenó que se llevasen a cabo escalofriantes experimentos con prisioneros?

—No.

—¿Cómo presidente del Consejo de Investigación del Reich ordenó que se desarrollasen estudios para una guerra destructiva?

—No.

Sir David Maxwell-Fyfe, el fiscal británico, se levantó de su asiento.

—Usted fue un gran piloto —le dijo a Göring cortésmente—, con un impresionante historial de servicios. ¿Cómo es posible que no recuerde esos experimentos dirigidos a verificar la resistencia de los uniformes usados por las fuerzas aéreas?

—Yo tenía muchas tareas que atender —explicó Göring, con la misma caballerosidad—. Decenas de miles de órdenes fueron dadas en mi nombre. Aunque el fiscal Jackson me ha acusado de «tener mis dedos en todos los pasteles», era imposible que yo tuviera conocimiento de todos los experimentos científicos que se llevaban a cabo en el Reich.

Maxwell-Fyfe presentó como prueba una serie de cartas entre Heinrich Himmler y el mariscal de campo Erhard Milch, asistente de Göring. En una de ellas, Milch le agradecía a Himmler la colaboración prestada para llevar a cabo los experimentos del doctor Rascher sobre el vuelo a grandes altitudes. Una de las pruebas incluía que un prisionero judío fuese llevado a 29.000 pies de altitud sin oxígeno. El sujeto expiró después de trece minutos.

—¿Es posible —continuó Maxwell-Fyfe— que un oficial de alto rango, directamente bajo sus órdenes, como Milch, conociese los experimentos y usted no?

—Los asuntos bajo mi control eran clasificados en tres categorías —explicó Göring, casi sonriendo—: «urgentes», «importantes» y «de rutina». Los experimentos llevados a cabo por el Inspectorado Médico de la Luftwaffe estaban en la tercera categoría y no requerían mi atención.

Other books

Diamonds Forever by Justine Elyot
Pretty Dark Nothing by Heather L. Reid
The Alpine Fury by Mary Daheim
Three-Part Harmony by Angel Payne
Cambio. by Paul Watzlawick
Ship It Holla Ballas! by Jonathan Grotenstein
Nan's Story by Farmer, Paige