¿Quién es Klingsor? Detrás de este nombre en clave se oculta un personaje siniestro, o quizá sólo una leyenda. Los datos disponibles indican que es un científico para quien son familiares la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, las partículas subatómicas, la fisión, pero ante todo, que es consejero de Hitler y responsable de las estrategias científico-bélicas del Reich, entre ellas, desarrollar la bomba atómica. Su búsqueda le es encomendada a Francis Bacon, físico teórico al que la guerra hará dejar de perseguir resultados científicos para perseguir seres humanos. Lo asiste en sus pesquisas Gustav Links, matemático que participó en un atentado fallido contra el Fürher. Novela que cuestiona a la ciencia, cuyos avances pueden ser plataformas del Mal; narración de suspenso en donde se vuelve ominosa la sensación de perseguir a un fantasma; relato de una época y de un mundo que no hemos terminado de conocer: todo eso es esta obra, pero también mucho más, como descubrirán sus lectores.
Jorge Volpi
En busca de Klingsor
ePUB v2.0
Andres_314.07.12
Título original:
En busca de Klingsor
Jorge Volpi, 5 de Febrero de 1999.
Diseño/retoque portada: Enylu
Editor original: Andres_3 (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
Para Adrián, Eloy, Gerardo
Nacho y Pedro Ángel,
Los otros conspiradores
La ciencia es un juego, pero un juego con la realidad, un juego con los cuchillos afilados… Si alguien corta con cuidado una imagen en mil trozos, puedes resolver el rompecabezas si vuelves a colocar las piezas en su sitio. En un juego científico, tu rival es el Buen Señor. No sólo ha dispuesto el juego, sino también las reglas, aunque éstas no sean del todo conocidas. Ha dejado la mitad para que tú las descubras o las determines. Un experimento es la espada templada que puedes empuñar con éxito contra los espíritus de la oscuridad pero que también puede derrotarte vergonzosamente. La incertidumbre radica en cuántas reglas ha creado el propio Dios de forma permanente y cuántas parecen provocadas por tu inercia mental; la solución sólo se vuelve posible mediante la superación de este límite. Tal vez esto sea lo más apasionante del juego. Porque, en tal caso, luchas contra la frontera imaginaria entre Dios y tú, una frontera que quizás no exista.
E
RWIN
S
CHRÖDINGER
—¡Basta de luz!
Sus palabras, ácidas y envejecidas, provocan que el mundo regrese, por un instante, a la fría edad de las tinieblas. El espacio que lo rodea es como una gota de tinta china en el cual la penumbra queda acentuada por el silencio: durante unos segundos, nadie le aplaude, nadie lo engaña, nadie lo injuria. Obedientes, incluso los relojes han enmudecido. La muerte, está seguro, no ha de ser muy distinta. Sólo cuando el eco de su propia voz se dispersa, se da cuenta de que habita un cosmos que ya no le pertenece.
—Empecemos de nuevo —ordena—. ¡Quiero verla otra vez! El operador pone manos a la obra: rebobina, tuerce, recompone. Luego gira una manivela y el arduo mecanismo se pone en marcha. Atento, el Führer percibe los murmullos que desgrana el aparato. Es el fin de la oscuridad y de su ira. Un potente rayo atraviesa el salón y se clava en la pantalla como una bala en el pecho de un enemigo. Ahora le es posible columbrar los rellanos de la escalera, los pliegues de las cortinas, las siluetas de las butacas. Y la sala de proyecciones se convierte, como cada noche, en línea de fuego.
Los cuantos de luz se dispersan sin orden ni concierto por toda la habitación; se instalan en los muros y en las alfombras, se adhieren a sus belfos y a sus orejas, le revuelven los mechones de cabello y se apoltronan, por fin, en los rincones, convirtiendo la estancia en un remedo del mundo. Al frente, el resplandor y las sombras celebran su sangrienta ceremonia, repiten rostros y agonías, le conceden una existencia vicaria, a esos cuerpos que hace mucho ya no existen. Con el entusiasmo de un niño que escucha de nuevo su historia favorita, Hitler saborea por enésima vez el espectáculo.
La sucesión de causas y efectos inicia su ciclo ritual, celebrado una y otra vez según el estado de ánimo que le provocan las noticias que llegan del frente: a un golpe le sigue un lamento; a una herida, un chorro de sangre; al reposo, la muerte… Para él, esta cotidiana inmersión nocturna —este regreso al castigo que han sufrido sus adversarios— es más una terapia que una diversión morbosa. En ocasiones cree que no volverá a conciliar el sueño si no toma antes unas gotas de esta droga visual e inofensiva. Ha aprendido de memoria cada cuadro, cada escena, cada secuencia y aguarda su repetición con el mismo entusiasmo con el cual un aficionado espera el primer beso de sus actores favoritos.
—¡Bravo! —grita con sus labios monstruosos en primer plano. Así celebra la producción que él mismo ha producido, dirigido y censurado; la misma película que ve a diario, a la misma hora, sin otra compañía que la de ese pálido
Gruppenführer-SS
que ha recibido el honroso encargo de convertirse en operador cinematográfico del bunker. En esta obra de arte, en la cual se conjuntan la justicia y la historia, encuentra una forma extrema de belleza un paisaje mucho más hermoso que aquellos que pintó a la acuarela en su adolescencia—, manufacturada gracias a la pérfida actuación de sus detractores y a la impecable fidelidad de sus verdugos.
—¡Bravo! —aúlla de nuevo, como si una cámara fuese a inmortalizar sus encías y sus dientes cariados—. ¡Bravo! —gime una vez más, en un pobre remedo del orgasmo, el único orgasmo que conoce, mientras las últimas escenas se precipitan sobre sus pupilas, mostrándole los restos desgajados, apenas humanos, que han quedado como vestigios de la tortura.
Al final, el proyeccionista vuelve a iluminar la sala. Espera que la sesión haya aliviado la intensa melancolía del Führer. Éste permanece callado, de cara a la pantalla vacía, indiferente a las bombas que cada minuto destruyen decenas de edificios en la parte alta de Berlín. Sólo en estos segundos privilegiados puede olvidar la derrota.
—¡Otra vez!
La gloria ha pasado: hace meses que no sale a las calles para recibir los vítores de su
Volk
, y apenas recuerda la airosa mañana en que sus botas mancillaron los jardines de la capital francesa. Ahora, en cambio, debe conformarse con ser un alma incógnita —idéntica a la de los miles que, por su culpa, mueren a lo largo de Europa—, obsesionada con la irrealidad del cine, el único ámbito en el cual su poder se mantiene intacto. Las luces se apagan de nuevo y el
Gruppenführer-SS
, usando sus habilidades de artillero, dispara sobre su objetivo. Sin duda, da en el blanco mientras el Führer se arrellana en el asiento.
El 20 de julio de 1944, un selecto grupo de oficiales de la Wehrmacht, el ejército del Reich, auxiliados por decenas de civiles, atentaron contra la vida de Hitler mientras éste se encontraba en una reunión de trabajo en su cuartel de Regensburg, a unos sesenta kilómetros de Berlín. Un joven coronel, mutilado en una acción militar en el norte de África, el conde Claus Schenk von Stauffenberg, introdujo un par de bombas en un maletín que fue colocado bajo la mesa de trabajo del Führer y esperó a que el artefacto hiciese explosión para dar inicio a un golpe de Estado que habría de terminar con el gobierno nazi y, posiblemente, con la guerra.
Un mínimo error de cálculo —una nimiedad: una de las bombas no pudo ser activada o acaso el maletín quedó demasiado lejos del lugar donde se sentaba Hitler— hizo que el plan se viniese abajo. El Führer no recibió más que unos rasguños y ninguno de los altos jerarcas del Partido o del ejército resultó herido de gravedad. A pesar de los intentos de los conspiradores de continuar con el plan pese a que su primer objetivo había fallado, durante las primeras horas del día siguiente la situación estaba, de nuevo, bajo control de los nazis. Los principales dirigentes de la revuelta —Ludwig Beck, Friedrich Olbricht, Werner von Haeften, Albrecht Ritter Mertz von Quirnheim y el propio Stauffenberg— murieron esa misma noche en el cuartel general del ejército, en la Bendierstrasse de Berlín, y una precipitada serie de capturas dio comienzo bajo las órdenes del
Reíchsführer-SS
, y nuevo ministro del Interior, Heinrich Himmler.
Para sorpresa de propios y extraños, la conjura involucraba a generales y coroneles, empresarios y diplomáticos, miembros de los cuerpos de inteligencia del ejército y de la marina, profesionales y comerciantes. De acuerdo con su teoría sobre la maldad intrínseca de la sangre, Himmler ordenó que no sólo fuesen capturados quienes participaron de modo directo en la conjura, sino también sus familias. Hacia fines de agosto de 1944, unas seiscientas personas habían sido arrestadas por apoyar a los conspiradores o por el solo hecho de estar relacionadas con ellos.
Furioso, Hitler decidió emprender una represalia ejemplar contra quienes se habían puesto en su contra justo en los peores momentos de la guerra. No habían pasado más que unas semanas desde el inicio del desembarco aliado en Normandía, y ya había quienes estaban dispuestos a segar su vida y, con ella, a comprometer el destino del Reich. Su idea era montar un gran juicio, a semejanza de los que había instalado su enemigo Stalin en Moscú en 1937, para que todo el mundo se diese cuenta de la vileza de los acusados. Hitler hizo traer a su cuartel, en la Guarida del Lobo, a Roland Freisler, el presidente de la Corte Popular del Reich, e incluso al verdugo que se encargaría de ejecutar las penas, y les advirtió: «¡Quiero que todos sean colgados y destazados como piezas de carnicería!».
Los procesos se iniciaron el 7 de agosto en la gran sala de la Corte Popular, en Berlín. Ocho acusados fueron presentados en aquella ocasión: Erwin von Wirtzieben, Erich Hoepner, Helmuth Stieff, Paúl von Hase, Robert Bernardis, Friedrich Kari Klausing, Paúl Yorck von Wartenburg y Albrecht von Hagen. Se les prohibió usar corbata y tirantes e incluso sus propios abogados defensores pedían que se les declarase culpables. Enmarcado por las dos enormes banderas nazis que pendían a sus costados, Freisler acalló una y otra vez sus protestas. Nadie debía escuchar sus voces. Su maldad era suficientemente clara: sin reservas, Freisler condenó a muerte a los ocho acusados. Luego se dirigió a ellos:
—Ahora podemos regresar a la vida y a la batalla. El
Volk
se ha purgado a sí mismo de ustedes y ha vuelto a ser puro. Nosotros no tenemos nada en común con ustedes. Nosotros luchamos. La Wehrmacht grita:
Heil, Hitler
! Nosotros gritamos:
Heil, Hitler
! ¡Nosotros peleamos juntos con nuestro Führer, siguiéndole, por la gloria de Alemania!
El 8 de agosto, los reos fueron conducidos a los sótanos de la cárcel de Plötzensee. Hitler prohibió que recibiesen consuelo espiritual: no sólo quería condenar sus cuerpos, sino también sus almas. Apenas se les dio tiempo para mudar su ropa por los uniformes de la prisión y se les entregó viejos zapatos de madera. Así vestidos, uno a uno debieron atravesar los corredores de la cárcel hasta entrar en la cámara de ejecución que se encontraba detrás de una larga cortina negra.
Desde el inicio, un camarógrafo se encargó de seguir a los ocho acusados. Filmó sus cuerpos desnudos, mientras se cambiaban de ropas; filmó sus gestos de miedo, dignidad o espanto; filmó sus miradas altivas o dolorosas; filmó las cicatrices de la tortura que habían soportado durante las dos semanas anteriores; filmó sus tropiezos a lo largo del pasillo; y también filmó su ingreso, a través del pesado velo negro que los separaba de la muerte, hacia el patíbulo. Cada uno de sus movimientos fue registrado, con precisión milimétrica, por orden expresa del Führer, quien desde luego no iba a concederles el privilegio de asistir a sus ejecuciones, pero que sí quería mirarlas en privado una vez que éstas se hubiesen producido.
El escenario está listo. En cuanto aparece el primero de los protagonistas —un hombre desgarbado y pálido, con el cabello revuelto y sus asquerosos choclos manchados por el estiércol del pasillo— se encienden dos potentes reflectores. De pronto, el ambiente parece volverse puro o al menos de un tono que sugiere limpidez. Sus ojos brillan por un segundo, cegados por la luz que ha de convertirlos en ceniza. En su rostro se refleja la vergüenza de quien sabe que va a ser contemplado por la historia. A su alrededor, una pequeña corte lo acompaña en sus últimos momentos: el fiscal general, el alcaide de Plötzensee, algunos oficiales y, además del camarógrafo, media docena de periodistas.
Tras recibir la indicación del alcaide, el verdugo se acerca al sentenciado. Es posible ver a este hombre severo y gélido en un plano americano mientras tensa la soga —hecha con resistentes cuerdas de piano— con la cual se dispone a ahogar a su víctima. Uno quisiera que el dramatismo llevase al
metteur en scéne
a proponer un acercamiento a las manos del verdugo, callosas y serenas, o a las gotas de sudor que caen por las comisuras de la boca del condenado, pero en este caso no hay una Leni Riefenstahl capaz de semejante destello de genialidad. Hay que conformarse con las tomas abiertas, con la pulcritud anodina de los volúmenes, con la sobria parquedad de las tomas. El verdugo desata las manos del prisionero, lo obliga a subir a una pequeña plataforma y a continuación procede a correr el lazo de seda alrededor de su cuello. Por un instante, el reo parece convertido en una estatua de la derrota. La pieza teatral —perdón, la obra cinematográfica— está en su momento de mayor dramatismo. Un segundo de silencio, congelado en el tiempo, concentra la tensión. Nadie se mueve, nadie se agita, en espera de la nueva señal del alcaide.
Un ademán apenas perceptible da la indicación para que el cuerpo del acusado comience a deslizarse, suavemente, como si se tratase de un paso de ballet, hacia el vacío. La cámara capta con cuidado cada uno de los pasos de la agonía, que llega a durar varios minutos: primero la sensación de horror clavada en sus pupilas, luego los hematomas pardos que aparecen alrededor del lazo, a continuación los resoplidos y los espumarajos de saliva y sangre que salen por la boca y la nariz del actor y, por último, los violentos espasmos que —¡vaya interpretación!— hacen pensar en un enorme esturión atrapado por un pescador experto. La víctima se mece, inolvidable, como el badajo de una campana tocando las paredes de aire que lo cobijan.
Para sorpresa y regocijo del público, aún falta un
coup de théâtre
magistral: el poderoso no sólo debe vencer a sus enemigos, sino ridiculizarlos, hacer saber a la gente que nadie tiene la estatura moral para enfrentársele. La seña de la mano del alcaide vuelve a poner en marcha la expectación. El verdugo, sonriente, se acerca al cadáver y de un tirón le arrebata los pantalones. Con un regusto pornográfico, la cámara devora el sexo fláccido y diminuto de la víctima, mostrando con esta metáfora la debilidad extrema de aquellos que se oponen a los designios del Führer.
Las dos piernas desnudas, largas y sinuosas, completamente blancas, y el tímido mechón oscuro en el pubis, desatan los aplausos rabiosos de Hitler, quien festeja por enésima vez esta ocurrencia digna del mejor cine expresionista. Se trata, sin embargo, sólo del final del primer episodio. Los verdugos y los oficiales de la prisión merecen un breve descanso que la cámara no se olvida de registrar, en el cual se dirigen a una mesita y llenan sus vasos con coñac para brindar por el triunfo de la muerte. Mientras tanto, el cadáver es descolgado y llevado a un lugar seguro, donde será incinerado. Sus cenizas flotarán en el viento. ¡Por fortuna, aún faltan siete ejecuciones! El Führer consulta su reloj, y festeja.
Cuando el 5 de septiembre vinieron por mí, yo estaba en mi casa de la Ludwigstrasse preparando unos cálculos que me había encargado Heisenberg hacía varias semanas. Desde que la radio transmitió la voz de Hitler el 20 de julio, anunciando que el golpe había fracasado y que, gracias a la Providencia, el Führer seguía con vida, yo sabía que no me quedaba mucho tiempo. Había seguido con creciente angustia las noticias subsecuentes: el fusilamiento de Stauffenberg y sus amigos cercanos, la preparación de los juicios por la Corte Popular y la serie de arrestos masivos que vino a continuación.
Aunque sospechaba que de un momento a otro sería mi turno, había tratado de conservar la calma. Sólo al enterarme de la detención de Heini, de Heinrich von Lütz, mi amigo desde la infancia, cobré clara conciencia de que mis horas estaban contadas. ¿Pero qué podía hacer? ¿Huir de Alemania? ¿Esconderme? ¿Escapar? Estábamos en los peores meses de la guerra: era imposible. No me quedaba sino esperar, tranquilamente, a que, en el mejor de los casos, un miembro de las SS o de la Gestapo irrumpiese en mi casa. Como intuía, los esbirros no tardaron muchos días en llegar; me esposaron y de inmediato fui conducido a Plötzensee.