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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

En busca de lo imposible (19 page)

BOOK: En busca de lo imposible
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Primero mataron a doña Isabel, cuyo cadáver fue encontrado en el pajar. Le habían embutido en la boca el velo que ésta solía llevar en la cabeza. Había sido estrangulada sin piedad. Lo más probable es que en ese momento ella se encontrara sola en la casa. Cuando Bahín regresó del trabajo a mediodía no sabía que iba a convertirse en la víctima número dos. Pero no sería la última; antes de marcharse, los malhechores acabarían también colgando al gato de una viga.

El cuerpo de Alejandro fue encontrado en el rellano de la escalera, en posición supina y con la cara completamente ensangrentada. Tenía claros síntomas de haber sido estrangulado. Un detalle terrible es que, dentro de sus uñas, encontraron importantes restos de cal, señal de haber intentado asirse a las paredes con todas sus fuerzas, tratando de sobrevivir.

Tras registrar la casa se llevaron algunas pertenencias de Alejandro, como un reloj de oro que, posteriormente, se convertiría en el señuelo que acabaría llevando a las autoridades tras la pista de estos asesinos.

Finalmente, antes de marcharse, los tres hombres se dieron cuenta de que la comida que Isabel había estado preparando durante toda la mañana seguía aún en la cocina. Sin reparo y con los cuerpos de las víctimas aún calientes, los tres bandidos se sentaron a la mesa y degustaron un delicioso plato de cocido junto a medio queso y una botella de vino.

Cuando la policía encontró la escena del crimen horas más tarde, todo estaba sumido en el más absoluto caos. Los cajones estaban desperdigados por el suelo, las camas y los armarios habían sido revueltos y las cómodas y baúles se encontraban abiertos de par en par.

Junto a la tapia del pajar seguía extendida la escalera de mano que había ayudado a entrar a los tres bandidos. Todo parecía apuntar a que el móvil del crimen había sido el robo. Pese a todo, no encontraron el taleguillo de monedas de oro y plata que doña Isabel guardaba bajo su colchón.

El miedo se expandió entonces como la pólvora. Al fin y al cabo, aquellos desalmados estaban en libertad y nadie tenía ni una sola pista para averiguar quiénes eran los culpables. El asesino, o los asesinos, podían estar al acecho a la vuelta de la esquina. Aunque se sentara en la barra de la taberna más concurrida, uno no podría reconocerlo.

En aquellos días, pese a que la inquietud provocaba reacciones muy distintas entre los vecinos de San Millán, había una pregunta que parecía haber sido imbuida a nivel colectivo por alguna entidad superior: «¿Quién puede ser el siguiente?». Nadie parecía tener la respuesta. Tan sólo la sospecha, como un poso amargo, de que pronto alguien se convertiría en nueva víctima…

Las revelaciones de Bonete

En aquellos días la prensa de toda España se hacía eco de aquella noticia, bautizada ya como «El crimen de Segovia» o «El crimen de la calle Carretas». La resolución del crimen tuvo lugar gracias a la colaboración entre detectives y periodistas; cada uno, con sus medios, fueron presionando a los criminales hasta conducirlos a declarar todo lo sucedido.

Antes de que ese momento llegara, el reputado inspector de vigilancia Tomás Martínez pidió a un amigo de confianza que solía frecuentar tabernuchas de los bajos fondos segovianos, que pusiera especial atención a cualquier movimiento extraño que pudiera divisar. Él estaba convencido de que los criminales pertenecían al hampa local. No iba tan desencaminado, pues días después recibió el chivatazo de que en una sucia tasca de las afueras de Segovia un tal Aquilino Velázquez, desempleado y sin oficio, había mostrado un reloj de oro, vanagloriándose de que en casa tenía otros dos iguales.

Camuflándose bajo una identidad falsa, el inspector Martínez entró en contacto con el sospechoso y consiguió que le confesara su participación en el asesinato de Bahín y su asistenta. En un intento de sobornar al policía, Aquilino, le entregó veinticinco duros a cambio de su silencio para poder escapar a Bilbao. Pero el 11 de julio de 1892 los miembros de la Guardia Civil, que ya habían sido informados, acudieron raudos a la detención del criminal en la plazuela del Alcázar.

A raíz de sus declaraciones se detuvo también a sus dos cómplices: Emeterio Salinas, también conocido como Bonete y Enrique Callejo, «Lobo».

Como ocurre en otros casos, Bonete (quizá de ahí venía su apodo) intentó dar la imagen de bonachón y confesó que, pese a haber participado en el robo, él no había cometido ninguno de los crímenes. Alegó además que se le había prometido un robo sin sangre, razón por la que aceptó ofrecer su colaboración.

Pero la teoría se fue por la borda y, ante la imposibilidad de robar once mil reales y varios relojes de oro sin causar alguna víctima, tuvieron que actuar sin pensarlo dos veces. Tras el robo los criminales huyeron a Madrid, desde donde siguieron todo el proceso de investigación según era narrado por la prensa.

Además, quizá en un último intento por humanizarse ante los medios y las autoridades, Bonete declaró que, al ver salir el ataúd con el cuerpo de Alejandro Bahín de la casa del crimen, una lágrima recorrió su mejilla y la tristeza se apoderó de él.

El juicio, celebrado en la Audiencia Provincial, acaparó la atención de los periódicos y semanarios de toda España, hasta la culminación del proceso en febrero de 1893. La sentencia fue clara: muerte a los tres reos a garrote vil.

Así, el 9 de enero de 1894 tuvo lugar en Segovia la última ejecución pública. Miles de personas llegaron de todas partes a presenciar la muerte de Emeterio, Enrique y Aquilino. Según publicó la prensa, cuando los verdugos, procedentes de las Audiencias de Madrid y Burgos, voltearon con fuerza la manivela del garrote, «un ¡ay! angustioso y terrible puso la nota de agonía de aquellos desgraciados».

El cuerpo de Alejandro Bahín fue hallado en el rellano, junto a la actual habitación 101.

Las brujas de San Millán

Tras los terribles acontecimientos nadie parecía dispuesto a habitar la ya para siempre bautizada como «casa del crimen». Como publicaban algunos diarios: «Las gentes timoratas, las gentes apocadas que pasan por delante, bajan la vista para no mirar la casa del infortunio». También me incidía en este hecho Mariano Gómez de Caso, actual Archivero del Museo Ignacio Zuloaga. Con más de 70 años a sus espaldas, aquel hombre lleva a cabo una labor encomiable: organizar todo el archivo y la documentación del pintor vasco Ignacio Zuloaga. Fue dicho pintor quien se convirtió en el siguiente inquilino de la casa tras el crimen, aunque para ello tuvieran que pasar seis años desde los asesinatos. Vivió allí dos años, desde 1898, y el propio Gómez de Caso me contaba los serios problemas que el pintor Zuloaga tenía para encontrar modelos que quisieran posar para sus cuadros. Dichos problemas tenían que ver con que los vecinos de Segovia no querían entrar en el caserón.

—Cuando querían
—me contaba Mariano Gómez en el interior de su casa—,
Zuloaga tenía que ir a buscarlos hasta la puerta. Ten en cuenta que era una casa bien grande y el pintor sólo ocupaba algunas estancias, el resto estaba abandonado.

Por tanto, cuando alguna gitanilla o trabajador de rostro curtido (lo que él necesitaba para sus pinturas) golpeaba con los nudillos en el portón de la casa del crimen, el pintor recorría el caserón en penumbra para recoger a sus modelos.

Sin embargo, el momento de mayor inquietud se produjo durante la mudanza, cuando el buen amigo (y también pintor) de Zuloaga, Pablo Uranga, recorrió el caserón en soledad para comprobar si respondía a las necesidades de su amigo.

Cuando descendió al sótano, la onírica visión que presenció lo marcaría de tal forma que quedaría después plasmada en uno de los cuadros más importantes de Ignacio Zuloaga:
Las brujas de San Millán
.

Cuando descendió el último peldaño y empujó la portezuela oscura y polvorienta, se convirtió en testigo de una escena digna de un cuadro de Goya. En el interior del sótano, junto a la chimenea, varias brujas enlutadas y desdentadas, con el pelo enmarañado, parecían estar llevando a cabo alguna especie de aquelarre. Reunidas junto al fuego, según algunas versiones, las viejas estarían invocando al mismísimo Satanás. Cuando éstas se dieron cuenta de la presencia de Uranga, escaparon apresuradas por el interior de la chimenea, para no volver a ser vistas.

Parecía como si los asesinatos, quizá la propia casa, hubieran producido cierta atracción en los ámbitos más oscurantistas de Segovia.

Años más tarde Ignacio Zuloaga presentaría su famoso cuadro
Las brujas de San Millán
, un óleo sobre lienzo donde aparecen seis ancianas enlutadas, y que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Buenos Aires.

Cabe la posibilidad de que, además, este episodio sea la causa de que en la actualidad el barrio de San Millán, el mismo en el que descansa la casa del crimen, sea también conocido como el barrio de las brujas.

Los fantasmas de Ayala Berganza

El viento aullador golpeaba con fuerza los postigos de la ventana mientras las manillas del reloj me conducían sin remedio hacia la madrugada. Había estado repasando apuntes y releyendo los artículos de prensa que había recogido durante la mañana en el Archivo Histórico de Segovia. Me había acompañado uno de esos periodistas de raza, Carlos Álvaro, que me había confesado que, en un momento de su vida, llegó a sentir una sana obsesión por la vieja casa y su historia. De niño transitaba con frecuencia la calle Carretas y, bajo la sombra de la enorme mole gris que era la casa, se preguntaba sobre las historias y secretos que guardaban sus paredes.

Pero aquella tarde, justo antes de la cena, había mantenido una interesante conversación con el director del actual hotel en que se había convertido el caserón. Luis Miguel Segovia me había relatado varios sucesos que habían tenido lugar en el interior de la habitación donde me encontraba. Uno de los que parecía repetirse con mayor frecuencia era el sonido de unos llantos que parecían proceder del interior de la habitación cuando no se encontraba nadie en su interior.

—Desde que estoy aquí, me ha pasado un par de veces
—me explicaba Luis Miguel en el interior de una de las habitaciones—
que los huéspedes de esa habitación se han despertado de pronto, muy inquietos. En ninguna de esas dos ocasiones me han contado qué les pasó, sólo que algo los despertó entre las 3 y las 4 de la madrugada. Uno de ellos, llevado por la curiosidad, se metió en Internet y descubrió lo del crimen. A la mañana siguiente me recriminaron no haberles contado lo que había pasado y no haberles avisado de que podía haber fenómenos paranormales.

Con el recuerdo de los casos aún vivo en mi cabeza y resonando con más fuerza por momentos, decidí levantarme del escritorio y pasear a solas por el hotel. Salí al corredor principal y eché la llave de mi habitación. El silencio y la tranquilidad propios de la apacible hostería reinaban ahora por cada uno de sus pasillos. Mientras caminaba con el único sonido de mis pasos como acompañantes, recordé otros fenómenos que Luis Miguel me había contado unas horas antes. Al parecer, todos los que han trabajado allí de noche lo han pasado relativamente mal —algunos peor que otros—. La mayoría coincide en escuchar sonidos que no son demasiado normales; desde pasos en habitaciones que no están ocupadas hasta el sonido de una ducha que se abre en alas del hotel que están completamente desocupadas.

—De hecho, una de las chicas que estaba aquí trabajando decía: «Joder, siempre que entro a limpiar en esta habitación tengo unas manos marcadas en la cama»
—me había contado el director.

En aquellos momentos de la noche, el estrecho y angosto pasillo de la última planta se encontraba tenuemente iluminado por las luces de emergencia. Al fondo, tan sólo oscuridad y silencio. En esa última puerta, al final del corredor, se había producido otra experiencia con una de las señoras de la limpieza que mientras ponía en orden la habitación, había escuchado varios golpes procedentes del interior de un enorme armario de madera maciza. Con el corazón en un puño abrió la puerta de aquella cómoda para descubrir, como ya temía, que allí no había nada ni nadie. Dicha experiencia se repetiría en otras ocasiones, siempre en ese mismo armario.

Finalmente, decidí volver sobre mis pasos. El reloj marcaba las tres y media de la madrugada. La hora aproximada en que algunos huéspedes se habían despertado inquietos. Yo, que ya estaba despierto e inquieto, preferí volver a mi habitación.

Por suerte o por desgracia, aquella noche descansé sin sobresaltos. Pero, antes de caer rendido, recordé, entre las sombras del dormitorio, las últimas frases de mi entrevista con Luis Miguel Segovia…

—Siempre puedes pensar que en esta casa ha vivido tanta gente… Quizá pueda ser incluso alguien de la familia Ayala Berganza, que eran todos diáconos de la catedral. ¿Quién sabe?

Eso mismo me preguntaba yo… ¿Quién sabe?

Cuarta Parte:
Enigmas inéditos

«Tal vez hubo mundos paralelos. Tal vez la nieve de las cumbres fue perpetua, arreciaron las lluvias y el invierno mostró que tal vez lo mejor será soñar con lo imposible»

Manolo García.

«La cosa más hermosa que podemos experimentar es el misterio. Es la emoción fundamental que soporta la cuna del arte verdadero y la ciencia verdadera»

Albert Einstein.

Expediente 10:
Expediente Miranda

«EN MIRANDA, ESTOS DÍAS NO SE HABLA DE OTRA COSA: DE LOS FENÓMENOS PARANORMALES QUE ESTÁN SUCEDIENDO EN CASA DE UNA JOVEN PAREJA Y QUE LES TIENEN ATEMORIZADOS […] PUERTAS DE ARMARIOS ABIERTAS, FALLOS EN EL SUMINISTRO LECTRÓNICO, PEQUEÑAS MANCHAS DE SANGRE EN PAREDES Y, EN EL SUELO, SU PERRA SE ALTERA SIN RAZÓN… LO MÁS SORPRENDENTE DE TODO, QUE ELLA, LETICIA, HA COMENZADO A SUDAR SANGRE»

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