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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (18 page)

BOOK: En busca del azul
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Nora bajó los ojos al perro, que se había dormido a sus pies, y le rozó cariñosamente con la punta de la sandalia.

—Pues claro que sí. A todo el mundo le cae bien Palo. Pero, Mat…

—¿Qué?

—¿Quiénes son? ¿Qué gente es ésa que tiene azul?

Él alzó sus flacos hombros y arrugó la frente con expresión de ignorancia.

—No sé —dijo—. Están todos rotus. Pero hay comida a montones. Y se está tranquilu, y bien.

—¿Cómo que están rotos?

Él señaló a su pierna torcida.

—Como tú. Unos no andan bien. Otros están rotus de otras maneras. No todos. Pero muchos. ¿Tú crees que serán tranquilus y buenus por estar rotus?

Perpleja ante aquella descripción, Nora no respondió. El dolor te hace fuerte, le había dicho su madre. No había dicho tranquila, ni buena.

—El casu —continuó Mat— es que tienen azul, eso de fiju seguru.

—De fijo seguro —repitió Nora.

—Ahora me querrás más, ¿a que sí? —el niño la miró sonriente, y ella se echó a reír y le dijo que le quería muchísimo.

Mat se apartó de ella y fue a la ventana, y empinándose miró hacia abajo y luego de frente. La muchedumbre seguía allí, pero él parecía buscar otra cosa, y frunció el ceño.

—¿Te gusta el azul? —preguntó.

—Mat —dijo ella con pasión—, me encanta el azul. Gracias.

—Ése es el regalu pequeñu. El grande ha de llegar enseguida —dijo el niño, que seguía mirando por la ventana—. Pero todavía no.

Se volvió hacia ella.

—¿Tienes algo de comer? —preguntó—. ¿Si me lavu?

* * *

Cuando les llamaron para la sesión de tarde de la Reunión dejaron a Mat y Palo en el cuarto de Tomás. Esta vez entraron y ocuparon sus asientos con menos solemnidad; ya no era necesario que el Guardián Mayor hiciera sus presentaciones para la gente del pueblo.

Pero el Cantor, que parecía haber cobrado nuevas fuerzas con el almuerzo y el descanso, volvió a hacer una entrada ceremoniosa. Al pie del escenario se detuvo asiendo el báculo, y el público agradeció con aplausos su notable actuación de la mañana. Su expresión no cambió. No había cambiado en todo el día. No mostraba ninguna sonrisa de orgullo. Se limitó a mirar intensamente a la multitud, a aquella gente para la que el Cántico era la historia entera, la crónica de sus trastornos, sus fracasos y sus errores, así como el relato de nuevos intentos y esperanzas. Nora y Tomás aplaudieron también, y Lol, atenta a lo que hacían para imitarles, palmoteó con entusiasmo.

En medio del fragor de los aplausos, cuando el Cantor volvió la espalda y subió los peldaños del escenario, Nora echó una ojeada a Tomás. Él también lo había oído, el sonido apagado de algo metálico a rastras. El mismo que oyeron por la mañana antes de empezar el Cántico.

Nora miró a su alrededor, perpleja. Nadie más parecía haber notado aquel ruido abrupto y sordo. La gente del pueblo estaba pendiente del Cantor, que se preparaba respirando con fuerza. Se situó en el centro del escenario, cerró los ojos y palpó el báculo en busca del lugar. Se balanceó ligeramente.

¡Otra vez! Nora lo había vuelto a oír. Entonces, casi de casualidad, por un instante, lo vio. De pronto se dio cuenta con horror de qué era lo que sonaba. Pero ya todo estaba en silencio. Y empezó el Cántico.

Capítulo 21

—¿Qué pasa, Nora? ¡Dime!

Tomás la seguía por la escalera. La Reunión había acabado por fin. A Lol se la habían llevado los auxiliares, pero no sin que antes tuviera un momento esplendoroso de triunfo.

Al final de la larga tarde, cuando el público puesto en pie cantaba a coro con el Cantor el magnífico «Amén» con el que siempre se cerraba el Cántico, el propio Cantor hizo señas a la pequeña Lol. La niña, que había aguantado aquellas horas interminables a ratos revolviéndose inquieta y a ratos dormitando, alzó los ojos hacia él con viveza, y, cuando no hubo duda de que el Cantor la llamaba a reunirse con él, bajó presurosa de la silla y corrió feliz al escenario. Erguida a su lado y radiante de satisfacción, saludó agitando en el aire uno de sus bracitos, mientras la gente, liberada ya de toda solemnidad, silbaba y pateaba para manifestar su regocijo.

Nora miraba inmóvil y callada, abrumada por su descubrimiento, sintiendo una mezcla de miedo y enorme dolor.

Aquel temor y aquella tristeza aún la afligían mientras subía trabajosamente la escalera y Tomás la apremiaba a explicarse. Nora respiró hondo y se dispuso a decirle lo que sabía.

Pero en lo alto de la escalera se interrumpieron al ver a Mat en el pasillo. Estaba junto a la puerta abierta de Nora, con una sonrisa de oreja a oreja y balanceándose impaciente sobre los pies.

—¡Está aquí! —gritó—. ¡El regalitu grande!

* * *

Nora entró en el cuarto, pero no pasó de la puerta; sus ojos se quedaron clavados en el desconocido que estaba sentado en su silla con gesto de cansancio. Por la longitud de sus piernas se veía que era un hombre muy alto. Tenía canas, aunque no era viejo; trisílabo, pensó Nora, tratando de situarle en alguna categoría que quizá explicase su presencia. Sí, tres sílabas, más o menos como Jacobo; quizá la edad del hermano de su madre, decidió.

Dio un codazo a Tomás.

—Mira —susurró, indicando el color de la camisa suelta que vestía el hombre—. Azul.

El intruso se puso en pie y se volvió hacia ella al oír su voz y las continuas exclamaciones de Mat, que no cabía en sí de emoción. Por un instante Nora se preguntó por qué no se había levantado al verla entrar. Habría sido lo correcto hasta para el forastero más grosero u hostil, y aquel hombre parecía afable y educado. Sonreía levemente. Entonces Nora vio con mucha pena que era ciego. Tenía la cara desfigurada por cicatrices sinuosas que le cruzaban la frente y una de las mejillas, y no había mirada en sus ojos opacos. Era la primera vez que Nora veía a alguien que hubiera perdido la vista, aunque había oído contar que podía ocurrir por accidente o enfermedad. Pero las personas disminuidas no servían para nada; siempre se las llevaba al Campo.

«¿Por qué estaba vivo aquel hombre sin vista? ¿Dónde le había encontrado Mat?».

¿Y qué hacía allí?

Mat seguía dando brincos de impaciencia.

—¡Yo le truje! —declaró exultante, y le tocó una mano pidiendo su confirmación—. ¿Verdad que yo te truje?

—Verdad —dijo el hombre, y la voz con que se dirigió al niño era cariñosa—. Has sido un guía excelente. Me trajiste durante casi todo el camino.

—¡Le truje todo el caminu desde allá! —dijo Mat volviéndose hacia Nora y Tomás—. Pero al final quiso probar a venir él solu. Yo dije que se quedase con Palitu de ayudante, pero quería hacerlu él solu. Por eso me dio el trozu para el primer regalitu. ¿Ves?

Y tirando de la camisa del hombre enseñó a Nora el lugar, en el faldón de la espalda, de donde había arrancado el pedazo de tela.

—Lo siento —dijo Nora al hombre con cortesía. Se sentía incómoda e insegura en su presencia—. Le ha echado a perder la camisa.

—Tengo otras —dijo el hombre sonriendo—. ¡Estaba tan ilusionado con mostrarte el regalo! Y yo sentía la necesidad de encontrar solo el camino. Estuve antes aquí, pero hace mucho tiempo.

—¡Y mira! —Mat no paraba un momento, excitado como un niño chico o un cachorro. Levantó del suelo una bolsa que había junto a la silla y la abrió aflojando los cordones—. Ahora necesitan agua —dijo, sacando con cuidado varios tallos marchitos—, pero no les pasa nada. Se han de poner muy tiesitas en cuanto les demus de beber.

Y, volviéndose de nuevo al ciego, le dijo, tirándole de la manga para asegurarse su atención:

—¡Ahora una cosa que ni te la imaginas!

—¿Qué? —el hombre le escuchaba divertido.

—¡Tiene agua aquí dentru! ¡Pensarías que habíamos de llevar las plantas al ríu! ¡Pues aquí, yo abru esta puerta, y tienes agua que sale a chorru!

Así diciendo, brincó a la puerta y la abrió.

—Pues lleva ahí las plantas, Mat —sugirió el hombre—, y dales de beber.

Se dirigió a Nora, y ella se dio cuenta de que notaba su presencia aunque no la viera.

—Es glasto lo que te hemos traído —explicó—. Es la planta que emplea la gente de mi tierra para hacer el tinte azul.

—Su camisa es tan bonita —murmuró ella, y él sonrió nuevamente.

—Mat me decía que es del mismo color que el cielo en una mañana soleada de verano temprano —dijo.

—Sí —asintió Nora—. ¡Es exactamente igual!

—Más o menos como el azul de las campánulas, diría yo —dijo el hombre.

—¡Es verdad! ¿Pero cómo…

—Yo no he sido ciego siempre. Me acuerdo de esas cosas.

Se oía correr el agua.

—¡Mat! ¡No las ahogues! —gritó el hombre—. ¡Es un viaje muy largo para tener que traer más!

Y añadió, dirigiéndose a Nora:

—Yo estaría encantado de traer más, por supuesto. Pero no creo que haga falta.

—Por favor, siéntese —dijo Nora—. Y vamos a pedir algo de comer. En realidad, ya es la hora de la cena.

En medio de su confusión, Nora intentaba recordar las normas elementales de la hospitalidad. Aquel hombre le había traído un regalo de gran valor. De por qué lo había hecho no tenía la menor idea. Ni podía imaginar lo duro que tenía que haber sido recorrer una gran distancia sin ver, y sin más guía que un niño alegre y un perro con el rabo torcido.

Y al final del viaje, mientras Mat se adelantaba con su preciado retazo de azul, el ciego había venido solo. ¿Cómo era posible?

—Voy a llamar a las auxiliares para decírselo —dijo Tomás.

El hombre hizo un gesto de sorpresa y preocupación.

—¿Quién es? —preguntó, porque hasta entonces no había oído la voz de Tomás.

—Vivo al otro lado del pasillo —explicó Tomás—. Yo he tallado el báculo del Cantor mientras Nora cosía el manto. Usted no tiene por qué estar enterado de la Reunión, pero acaba de terminar, y es realmente importante.

—Estoy enterado de todo —dijo el hombre—. Estoy enterado de todo. Por favor. No pidan comida —añadió con firmeza—. Nadie debe saber que estoy aquí.

—¿Comida? —preguntó Mat, saliendo del cuarto de baño.

—Les diré que lleven nuestras cenas a mi cuarto, y nadie lo sabrá —sugirió Tomás—. Repartiremos. Siempre sobra.

Nora asintió con la cabeza, y Tomás se fue en busca de las auxiliares. Tras él salió trotando Mat, siempre interesado por lo que significara comer.

Nora se encontró a solas con el desconocido de la camisa azul. Por su postura se veía que estaba muy cansado. Se sentó frente a él en el borde de la cama, y trató de pensar qué debía decirle, qué sería correcto preguntarle.

—Mat es un buen chico —dijo tras un momento de silencio—, pero con la emoción se le olvidan algunas cosas importantes. No le ha dicho mi nombre. Me llamo Nora.

El ciego asintió con la cabeza.

—Lo sé. Me lo ha contado todo acerca de ti.

Ella esperó, y por fin rompió el silencio para decir:

—A mí no me ha dicho quién es usted.

El hombre fijó sus ojos ciegos en la habitación, más allá de donde estaba sentada Nora. Hizo como si fuera a hablar, titubeó, tomó aire y no dijo nada.

—Empieza a oscurecer —dijo por fin—. Estoy frente a la ventana y noto cómo cambia la luz.

—Sí.

—Así es como me orienté hasta aquí después de que Mat me dejara a la entrada del pueblo. Habíamos pensado esperar a la noche, para entrar al amparo de la oscuridad. Pero, como no había nadie por las calles, se podía entrar a la luz del día sin peligro. Mat se dio cuenta de que hoy era la Reunión.

—Sí —dijo Nora—. Empezó por la mañana temprano.

«No va a responder a mi pregunta», pensó.

—Yo me acuerdo de las Reuniones. Y recordaba el camino. Claro que los árboles han crecido, pero sentía las sombras. He podido venir por el centro del camino guiándome por la inclinación del sol.

Sonrió con picardía.

—He olido la barraca del carnicero.

Nora se rió.

—Y al pasar por el taller de tejido he notado el olor de los paños doblados, y hasta el de la madera de los telares. Si hubieran estado las mujeres trabajando habría reconocido los sonidos.

Con la punta de la lengua en el paladar hizo el chasquido repetitivo de la lanzadera, y luego el siseo con que los hilos se iban convirtiendo en paño.

—Y así he venido solo hasta aquí. Aquí salió a recibirme Mat y me trajo a tu habitación.

Nora aguardó. Después preguntó:

—¿Por qué?

Él se llevó la mano a la cara. Se la pasó por las cicatrices, palpando los bordes; después siguió la piel irregular por la mejilla abajo hasta el cuello. Por último se metió la mano debajo de la camisa y se sacó una correílla de cuero. Nora vio que en la palma de la mano tenía la media piedra pulida que casaba con la suya.

—Nora —dijo, pero ahora ya no hacía falta que se lo dijera porque ella lo sabía—, me llamo Cristóbal. Soy tu padre.

Ella le miraba atónita. Y mirando sus ojos inútiles vio que todavía podían llorar.

Capítulo 22

En algún lugar oculto donde Mat le había llevado por la noche, su padre dormía. Pero antes de irse a dormir había contado su historia a Nora.

—No, no fueron las fieras —dijo en respuesta a sus primeras preguntas—. Fueron los hombres. Allí no hay fieras.

Su voz era tan firme como había sido la de Anabela. No hay fieras.

—Pero… —le empezó a interrumpir Nora, para decirle lo que Jacobo le había contado: «yo vi cómo a tu padre se lo llevaban las fieras». Pero calló y siguió escuchando.

—Hay animales salvajes en el bosque, por supuesto. Los cazábamos para comer. Aún los cazamos. Ciervos, ardillas, conejos —suspiró—. Aquel día se hacía una gran cacería. Los hombres nos habíamos reunido para repartirnos las armas. Yo llevaba una lanza y una bolsa con comida que me había preparado Catrina. Siempre lo hacía así.

—Sí, lo sé —dijo Nora en voz baja.

Él no dio muestras de oírla. Parecía estar mirando al pasado con sus ojos vacíos.

—Catrina esperaba un hijo —dijo sonriendo, y con la mano trazó una curva en el aire, por encima de su vientre. Nora, como en un sueño, se sintió pequeñita dentro de la curva que hacían sus dedos arqueados, dentro del recuerdo de su madre.

—Marchamos como de costumbre: primero juntos en grupos, después separados por parejas, y finalmente cada uno por su lado, internándose cada vez más en el bosque detrás de una pista o un ruido.

—¿Tenías miedo? —preguntó Nora.

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