Read En casa. Una breve historia de la vida privada Online
Authors: Bill Bryson
Tags: #Ensayo, Historia
Pero después empezaron a producirse, en lugares sorprendentemente cercanos, más descubrimientos de herramientas y huesos antiguos. En una cueva próxima a Torquay, en Devon, el padre John MacEnery, sacerdote católico y excavador aficionado, descubrió pruebas, más o menos irrefutables, de que los humanos habían cazado mamuts y otros animales extintos. Aquella idea chocaba de un modo tan incómodo con los preceptos bíblicos, que MacEnery no reveló a nadie sus hallazgos. Pero entonces, un funcionario de aduanas francés llamado Jacques Boucher de Perthes descubrió un yacimiento conjunto de huesos y herramientas en la llanura de Somme y escribió un extenso e influyente trabajo,
Antiquités Celtiques et Antédiluviennes
, que atrajo la atención internacional. En la misma época, William Pengelly, un director de escuela inglés, inspeccionó de nuevo con detalle la cueva de MacEnery y otra cueva cercana, localizada en Brixham, y anunció que los hallazgos de MacEnery eran demasiado perturbadores como para ser compartidos. Puede afirmarse, por lo tanto, que hacia mediados del siglo
XIX
empezó a hacerse cada vez más evidente que la Tierra tenía un montón de historia, lo que acabaría conociéndose como Prehistoria, una palabra que, sin embargo, no se acuñó hasta 1871. Resulta revelador de lo radical de estas ideas el hecho de que ni siquiera hubiera palabras para ellas.
A principios del verano de 1858, Alfred Russel Wallace, desde Asia, le hizo llegar a Darwin una noticia que le cayó a este como una bomba. Le envió el borrador de un ensayo, «On the Tendency of Varieties to Depart Indefinitely from the Original Type» [Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente del tipo original]. Era la misma teoría a la que, de forma inocente e independiente, había llegado Darwin. «Jamás vi una coincidencia más asombrosa —escribió Darwin—. Si Wallace hubiera visto el manuscrito que redacté en 1842, no podría haber hecho un mejor compendio breve de él.»
El protocolo exigía que Darwin dejara paso a Wallace para permitirle atribuirse el mérito de la teoría, pero Darwin no tuvo el valor suficiente como para realizar tan noble gesto. Aquella teoría era demasiado importante para él. Un factor que vino a complicarlo todo en ese momento fue que su hijo Charles, con solo dieciocho meses de edad, estaba gravemente enfermo de escarlatina. A pesar de ello, Darwin encontró el tiempo necesario para remitir rápidamente diversas cartas a sus amigos científicos más eminentes, quienes le ayudaron a improvisar una solución. Se acordó que Joseph Hooker y Charles Lyell presentaran resúmenes de ambos documentos en una reunión de la Linnean Society de Londres, concediendo a Darwin y Wallace prioridad conjunta sobre la nueva teoría. Y eso fue lo que cumplidamente hicieron el 1 de julio de 1858. Wallace, que seguía en la lejana Asia, no estaba al corriente de estas maquinaciones. Darwin no asistió a la reunión porque justo aquel día él y su esposa estaban enterrando a su hijo.
Darwin se puso a trabajar de inmediato en la ampliación de su borrador hasta sacar de él un libro completo, que publicó en noviembre de 1859 bajo el título de
El origen de las especies mediante la selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida
. Fue un éxito de ventas instantáneo. Ahora resulta casi imposible imaginar hasta qué punto la teoría de Darwin conmocionó el mundo intelectual, o hasta qué punto muchísima gente deseó con desesperación que no fuese acertada. El mismo Darwin le comentó a un amigo que mientras escribía el libro había tenido la sensación de «estar confesando un asesinato».
Muchos devotos no podían aceptar que la Tierra fuese tan antigua y que estuviera animada de un modo tan aleatorio como aquellas nuevas ideas indicaban. Un destacado naturalista, Philip Henry Gosse, publicó una desesperada teoría alternativa conocida como «procronismo», en la que sugería que Dios había creado a propósito la Tierra de tal modo que pareciese antigua, para dar a las personas de mente inquisitiva temas interesantes sobre los que reflexionar. Durante la ajetreada semana de la Creación, insistía Gosse, Dios había tenido incluso tiempo para incrustar fósiles en las rocas.
Poco a poco, sin embargo, la gente más culta acabó aceptando que el mundo no solo era más antiguo de lo que suponía la Biblia, sino también mucho más complicado, imperfecto y confuso. Naturalmente, todo esto socavó la base de confianza sobre la que operaban pastores como el señor Marsham. En términos de su preeminencia, aquello fue el principio del fin.
Con su entusiasmo por desenterrar tesoros, algunos de los integrantes de la nueva casta de investigadores perpetraron daños espantosos. Se extraían objetos del suelo como aquel que «arranca patatas», según palabras de un alarmado observador. En Norfolk, miembros de la nueva Norfolk and Norwich Archaeological Society —fundada poco después de que el señor Marsham pasara a ocupar su puesto en nuestra parroquia— destriparon cerca de un centenar de túmulos, una parte considerable de la totalidad de enterramientos de este tipo de todo el país, sin dejar ningún registro escrito de lo que descubrieron o de cómo estaba distribuido el material, para la desesperación de posteriores generaciones de eruditos.
La verdad es que pensar en que justo en el momento en que los británicos estaban descubriendo su pasado estaban también destruyendo buena parte del mismo, esconde una evidente y dolorosa ironía. Y tal vez nadie ejemplifica mejor esta nueva tipología de rapaz coleccionista que William Greenwell (1820-1918), canónigo de la catedral de Durham, a quien hemos conocido mucho antes como el inventor de «la gloria de Greenwell», la celebrada —entre quienes celebran este tipo de cosas— mosca para la pesca de la trucha. En el transcurso de su larga carrera, Greenwell se hizo con un conjunto extraordinario de objetos «a través de regalos, adquisiciones y felonía», según palabras de un historiador. Excavó —aunque quizás la palabra más indicada en este caso sería «devoró»— sin la ayuda de nadie 443 enterramientos repartidos por toda Inglaterra. Sus métodos podrían describirse como entusiastas, aunque chapuceros. No dejó prácticamente anotaciones ni registros escritos, por lo que a menudo resulta imposible saber qué encontró y dónde lo hizo.
Una virtud que compensa las labores de Greenwell es que introdujo al esplendorosamente llamado Augustus Henry Lane Fox Pitt Rivers en el mundo de la arqueología. Pitt Rivers es famoso por dos cosas: como uno de los arqueólogos pioneros más destacados y como uno de los hombres más desagradables que ha existido. Lo hemos conocido ya de pasada en este libro. Era aquel formidable personaje que se emperró en que su esposa debía ser incinerada. («Maldita sea, mujer, arderás», era su alegre frase favorita.) Procedía de una interesante familia, a algunos de cuyos miembros hemos conocido también, destacando dos tías abuelas que podrían describirse con justicia como explosivas. La primera, Penelope, se casó con el vizconde Ligonier de Clonmell. Fue ella quien, como tal vez recordará, tuvo un romance con un conde italiano y luego se fugó con su lacayo. La segunda era la joven que se casó con Peter Beckford, pero que se enamoró perdidamente de su primo William, el constructor de Fonthill Abbey. Ambas eran hijas de George Pitt, primer barón de Rivers, del que nuestro Pitt Rivers cogió las dos mitades de su nombre.
Augustus Pitt Rivers era una figura gigantesca e intimidatoria de carácter fogoso que saltaba a la primera de cambio y que presidía de forma imperiosa una inmensa finca de once mil hectáreas llamada Rushmore, cerca de Salisbury. Era manifiestamente mezquino. En una ocasión, su esposa invitó a los habitantes del pueblo a Rushmore para celebrar una fiesta de Navidad y se quedó con el corazón destrozado cuando vio que no se presentaba nadie. Lo que no sabía era que su marido, al enterarse de sus planes, había ordenado a un criado cerrar con candado las verjas de la finca.
Era capaz de actos violentos repentinos y desproporcionados. Después de expulsar de su finca a uno de sus hijos por haber cometido alguna infracción indecible, prohibió a sus demás hijos mantener contacto con el expulsado. Pero una de sus hijas, Alice, compadeciéndose de su hermano, se reunió con él junto a la verja de la finca para prestarle algo de dinero. Cuando Pitt Rivers se enteró, salió al encuentro de Alice cuando esta regresaba a la casa y la tumbó de una paliza con su propia fusta de montar.
La singular especialidad de Pitt Rivers —una especie de hobby, podría parecer— consistía en desahuciar a sus arrendatarios más ancianos. En una ocasión, entregó una carta de despido a un hombre y su tullida esposa, ambos con más de ochenta años de edad. Cuando le suplicaron que reconsiderase su decisión, ya que no tenían familia ni lugar adonde ir, les respondió secamente: «He sentido mucho recibir su carta y comprobar lo poco que les agrada tener que marcharse de Hinton. Para ser breve, tengo la impresión de que mis deberes con la propiedad me obligan a ocupar su casa lo antes posible». La pareja fue expulsada de inmediato, aunque Pitt Rivers jamás ocupó la casa y, según su biógrafo, Mark Bowden, con casi toda seguridad nunca tuvo intención de hacerlo
[65]
.
A pesar de sus numerosas carencias personales, Pitt Rivers fue un arqueólogo sobresaliente y, de hecho, fue uno de los padres de la arqueología moderna. Aportó método y rigor a la disciplina. Etiquetó con detalle fragmentos de alfarería y otros vestigios en un momento en que nada de esto se hacía de forma rutinaria. La idea de organizar los hallazgos arqueológicos en una secuencia sistemática —un proceso que se conoce como tipología— fue una de sus aportaciones. Resulta extraordinario que le interesaran menos los deslumbrantes tesoros que los objetos de la vida diaria —jarrones, peines, cuentas decorativas y demás—, que hasta aquella fecha habían sido en su mayoría infravalorados. Aportó asimismo a la arqueología la devoción a la precisión. Inventó un aparato que denominó «craneómetro», que servía para medir con precisión los cráneos humanos. A su fallecimiento, su colección de objetos pasó a constituir la base del gran Pitt Rivers Museum de Oxford.
Hacia mediados del siglo
XIX
, y gracias en gran parte a la meticulosa metodología de Pitt Rivers, la arqueología empezó a convertirse más en una ciencia y menos en una búsqueda del tesoro, y los imprudentes excesos de los primeros especialistas en antigüedades pasaron a ser cosa del pasado. Aunque en el mundo considerado desde un punto de vista más amplio, la destrucción iba a peor. Prácticamente todos los monumentos antiguos de Gran Bretaña estaban en manos privadas y no existía ley alguna que obligara a los propietarios de los terrenos donde se ubicaban a cuidar de ellos. Abundan historias de destrucción de objetos, bien porque la gente los consideraba una molestia, bien porque nadie apreciaba su singularidad. En las islas Orcadas, un granjero de Stennes, un lugar no muy alejado de Skara Brae, demolió un megalito prehistórico conocido como la Piedra de Odín por la simple razón de que se interponía en su camino cuando araba los campos, y a punto estaba de hacer lo mismo con las hoy famosas Piedras de Stennes, cuando los horrorizados isleños lo convencieron de que desistiese de su idea.
Incluso un monumento tan incomparable como Stonehenge se encontraba en una situación de inseguridad manifiesta. Los visitantes solían grabar sus nombres en las piedras o descascarillarlas para llevarse un recuerdo. En una ocasión descubrieron a un hombre aporreando una de las piezas de piedra arenisca con un mazo. A principios de la década de 1870, el London and South-Western Railway anunció sus planes de tender una línea de ferrocarril que pasaría justo por el centro del yacimiento de Stonehenge. Ante las quejas recibidas, un empleado de los ferrocarriles contraatacó diciendo que Stonehenge estaba en estado «irreparable y no sirve absolutamente para nada a nadie».
Es evidente que el patrimonio británico de la Antigüedad necesitaba un salvador. Y aquí hace su aparición uno de los personajes más extraordinarios de esta extraordinaria época. Se llamaba John Lubbock y es increíble que no sea una figura más conocida. Resulta difícil identificar a alguien que hiciera más cosas útiles en más campos y se llevara menos fama por ello.
Hijo de un rico banquero, Lubbock se crió como vecino de Charles Darwin en Kent. Jugaba con los hijos de Darwin y entraba y salía constantemente de la casa de este. Tenía un don especial para la historia natural que le hizo ganarse el cariño del gran personaje. Juntos pasaron muchas horas en el estudio de Darwin observando especímenes en microscopios parejos. Cuando Darwin cayó en una depresión, el joven Lubbock era la única visita que accedía a recibir.
Al llegar a la edad adulta, Lubbock siguió los pasos de su padre en la banca, pero tenía el corazón puesto en la ciencia. Era un experimentador incansable, aunque tal vez algo excéntrico. En una ocasión pasó tres meses tratando de enseñar a leer a su perro. Gracias al interés que en él despertaba la arqueología, aprendió danés porque Dinamarca era entonces el líder mundial en aquel campo. Le llamaban en especial la atención los insectos y tenía una colonia de abejas en la sala de estar de su casa, lo mejor, en su opinión, para estudiar sus costumbres. En 1886 descubrió los paurópodos, una de las diversas familias de esos diminutos ácaros, cuya existencia se desconocía, y que mencionamos en nuestra anterior discusión sobre las criaturas que habitan en la casa. Teniendo en cuenta, como hemos visto, que los ácaros fueron en su mayoría ignorados por la ciencia hasta mediados del siglo
XX
, identificar una familia de los mismos en 1886 fue un logro muy destacado, especialmente para un banquero cuyas investigaciones científicas se limitaban a las noches y los fines de semana. No menos importante fue su estudio de la variabilidad del sistema nervioso en los insectos, que fue de gran ayuda para Darwin y su idea de la descendencia con modificación justo en el momento en que Darwin más la necesitaba.
Además de banquero y entomólogo aficionado, Lubbock fue también, entre muchas cosas más, un destacado arqueólogo, miembro del consejo del Museo Británico, miembro del Parlamento, vicecanciller (o director) de la London University y autor de populares libros. Como arqueólogo, fue quien acuñó los términos «Paleolítico», «Mesolítico» y «Neolítico» y uno de los primeros en utilizar la novedosa y práctica palabra «Prehistoria». Como político y miembro del Parlamento por el Partido Liberal, se convirtió en un ardiente defensor del trabajador. Introdujo la legislación que limitaba el horario laboral en los talleres a diez horas diarias y en 1871 consiguió la aprobación —virtualmente sin la ayuda de nadie— de la Bank Holidays Act
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, que introdujo el imponentemente radical concepto de vacaciones pagadas para los trabajadores de a pie
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. Hoy en día resulta casi imposible imaginar el revuelo que causó aquella ley. Antes de la nueva ley de Lubbock, los empleados solían estar dispensados de trabajar el Viernes Santo, el día de Navidad o el 26 de diciembre (nunca, en general, los dos), y los domingos, y eso era todo. La idea de poder disfrutar de un día adicional —y además en verano— era impensable. Lubbock se convirtió en el hombre más popular de Inglaterra y los días festivos fueron conocidos cariñosamente durante mucho tiempo como «los días de san Lubbock». Nadie en su época habría podido imaginarse que su nombre acabaría cayendo en el olvido.