En compañía del sol (31 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: En compañía del sol
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—¡Ah, claro, el padre Juan Alonso Polanco! —afirmó entonces el jesuita portugués—. ¡Dios sea con vuestra caridad! Disculpe vuestra caridad a este torpe hombre que no sabe reconocer a nuestro padre Íñigo por no haberlo visto nunca. Mi ardiente deseo de besar sus manos me indujo a engaño.

—Bien, es de comprender —dijo el secretario—. Y ahora, ¿pueden vuestras caridades decir a qué debemos esta visita?

—Nos presentamos —dijo el portugués que había hablado todo el tiempo, señalando a su compañero, que hasta entonces no había abierto la boca—: éste es el maestro Baltasar Dias y un servidor, el padre Melchior Carneiro. Nos envía el superior de Lisboa, para cumplir con lo mandado por el superior general en lo referente a las futuras misiones de Etiopía. Venimos a ponernos a disposición del padre Ignacio para ese menester. Además de ello, traemos noticias y cartas llegadas a Lisboa desde la India.

—¡Noticias de Francisco de Xavier! —exclamó Polanco, con el rostro iluminado—. ¿Qué se sabe? ¿Está al fin en la China?

Los jesuitas portugueses se miraron entre ellos, con visible extrañeza.

—¿A la China? —preguntó Carneiro, el portugués que llevaba la voz cantante—. ¿Cómo a la China? Pero…

—Claro, a la China —respondió el secretario con ansiedad—. Hace más de un año que no sabemos nada en firme de la misión de la India. Las últimas cartas llegaron a finales del año del Señor de 1553. Entonces el padre Ignacio escribió a Xavier reclamándolo a Roma. Esperábamos que viniese justo ahora, a principios de año, pero no hay noticias. Por favor, hablen ya vuestras caridades. ¿De qué se trata? ¿Está acaso el padre Francisco de Xavier ya en Lisboa? ¿Por qué no ha venido con vos? ¿Se encuentra bien?

Los portugueses volvieron a mirarse con estupor.

—Debemos hablar inmediatamente con el padre Ignacio —dijo circunspecto el padre Melchior Carneiro.

—¿Qué sucede? —insistió con preocupación Polanco—. ¡Hablen ya, por caridad! Sea lo que sea, han de decírmelo a mí.

—La orden del superior de Lisboa es…

—La orden del superior de esta Compañía, aquí, en Roma, es que mi humilde persona sepa cualquier cosa que, no siendo menester propio de la cura de almas, deba conocer el padre Ignacio de Loyola. Así que abreviemos las explicaciones. ¿Qué hay de Francisco de Xavier?

Los portugueses se miraron por tercera vez. El más joven abrió su zurrón y sacó un envoltorio.

—Son las últimas cartas venidas de la India —dijo con timidez.

Polanco suspiró y alargó la mano tomando el envoltorio con un rápido movimiento. En ese momento, Carneiro emitió una especie de quejido, enrojeció y al momento le brotó de los ojos un reguero de brillantes lágrimas.

—El padre Francisco de Xavier está gozando de Dios —sollozó—, en compañía de María Santísima y de todos los santos del cielo. Creíamos que esa noticia ya se sabía aquí, en Roma. En Lisboa se piensa que el padre Ignacio ya debió de tener conocimiento de ello. Pero veo que…

Polanco se quedó estupefacto. Entrelazó los dedos y bajó la mirada, pensativo. Después se santiguó y musitó palabras inaudibles, como un bisbiseo, que los portugueses interpretaron como una oración y también hicieron el signo de la cruz sobre el pecho.

—Acompáñenme vuestras caridades —les pidió el secretario.

Fueron los tres al piso superior y se sentaron en una pequeña sala contigua a la biblioteca. Allí se les unió un cuarto jesuita, el padre Manare, que ejercía como ayudante de Polanco y a quien éste puso enseguida al corriente de la noticia. Todos permanecían en silencio, meditabundos, sentados en torno a una mesa cuadrada en cuyo centro había un crucifijo de pie, antiguo, oscuro. Miraban al Cristo que estaba muy bien rematado, con los suplicantes ojos puestos en las alturas, como a punto de expirar.

—Padre Polanco —dijo de repente el padre Carneiro, con su marcadísimo acento portugués—, perdone vuestra caridad la insistencia, pero he de cumplir lo que mi superior me pidió en Lisboa. He de hablar con el padre Ignacio de Loyola para darle toda la información.

—¿Qué información? —preguntó Polanco, cuyo rostro expresaba preocupación y tristeza.

—Ya os digo que en Lisboa se piensa que el padre Ignacio ya conoce la noticia de la muerte de Francisco de Xavier. El maestro Dias y yo no traíamos la misión de dar ese triste anuncio, sino de narrar con todo detalle al superior general de la Compañía el relato de los hechos que llegó en la última flota venida de la India; es decir, lo que se sabe de sus últimos días, de su muerte, de su sepultura y de la fama de santidad que orna la figura de este gran hermano nuestro. Además de esas cartas que os hemos entregado, las últimas de Xavier, tenemos aquí otros documentos que dan cuenta al padre Ignacio de Loyola de las informaciones dadas por los capitanes venidos en las naos, así como de las personas de mucho crédito que estuvieron presentes en el momento de la muerte y en lo que sucedió después con el cuerpo. Todo es de gran mérito, de mucha edificación para las almas y, en fin, para la mayor gloria de Dios.

—Comprendo —dijo el secretario—. Ignacio debe conocer todo eso, naturalmente. Pero comprendan vuestras caridades que primeramente debe comunicársele la noticia principal: que Francisco ha muerto. Lo cual ignora.

—¿Cuándo se lo diremos? —preguntó el padre Manare.

Polanco se levantó y fue hacia la ventana. Circunspecto, se puso a mirar hacia el exterior.

—No es buen momento para recibir este anuncio —explicó con un hilo de voz, llevándose la mano al pecho—. Hace unos meses llegaron aquí un padre japonés y dos españoles para dar cuenta de que se había oído decir que Francisco Xavier había muerto. Poco después supimos que era un simple rumor sin fundamento. Ya varias veces, en estos últimos años, le habían causado sobresalto a Ignacio; mas siempre se desmentía la noticia, lo cual le llenaba de inmensa felicidad. Aunque hace más de un año que no recibe cartas de Francisco, él está muy cierto y confiado en que su más amado discípulo está en la China haciendo grandes cosas por la causa de Cristo Nuestro Señor. Es un gran consuelo para él, en estos momentos en que su salud no es buena y sufre dolores y abatimiento. Yo mismo le comuniqué en diciembre las últimas nuevas: que seguramente lo de China era cierto. ¡Se alegró tanto…!

—¿Dónde está el padre Ignacio? —preguntó Carneiro.

—Venid a verlo —respondió el secretario extendiendo la mano hacia la ventana.

Los portugueses se levantaron y fueron junto a Polanco. Desde la ventana se veía un pequeño jardín con árboles desnudos de hojas, un sendero cubierto de arena rojiza con setos parduscos a los lados y un ciprés alto y oscuro, al final, junto a una tapia ruinosa.

—Allá está, junto al ciprés —señaló el secretario.

A esa hora, el sol bañaba completamente el jardín con sus rayos dorados. Algunos jesuitas paseaban o leían aprovechando el cálido y amable influjo del astro. Al fondo del huerto, bajo el ciprés, se veía de pie al anciano fundador de la Compañía de Jesús, con el breviario abierto entre las manos; parecía muy menguado, enfundado en su negra sotana, algo encorvado, delgado en extremo, calvo y pálido.

—¡Oh, Dios! —exclamaron con alegría los portugueses—. ¡Es nuestro padre Ignacio de Loyola, nuestro buen padre! ¡Dios le bendiga!

Capítulo 41

Roma, 22 de febrero de 1555

En el austero refectorio de la residencia de la Compañía, los jesuitas desayunaban en completo silencio. Ignacio de Loyola mondaba una naranja, con minuciosidad, muy concentrado en lo que hacía. Polanco, no lejos de él, sentado en la misma mesa, le observaba de soslayo. No había podido pegar ojo esa noche, dando vueltas y vueltas en su mente de prodigiosa inteligencia a la triste idea de ser quien tendría que comunicarle al fundador la noticia de la muerte de Xavier.

La casa madre de Roma, junto a la iglesia de Santa Maria della Strada, era el lugar desde donde se gobernaba toda la Compañía de Jesús. En ella se recibía constantemente a los miembros de la orden que venían a despachar asuntos con el propio Ignacio de Loyola, el padre general, o con el secretario. Era pues una casa de paso, de llegadas y partidas, donde solían reunirse jesuitas venidos desde los diversos lugares por donde se extendía la Compañía, que abarcaba ya los principales puntos de Europa y además se esparcía por ultramar. Desde su fundación y su aprobación por el papa Paulo III, en 1540, la expansión de la orden de Ignacio fue extraordinaria. Habían acudido a sus filas hombres eminentes y se le iban abriendo las puertas de muchos territorios. Desde 1551, existían las provincias de España, Portugal y la India, aparte de la de Italia que gobernaba directamente Ignacio de Loyola, el general. Muchas otras provincias se iban creando. Se habían fundado numerosos colegios y por este motivo el crecimiento era ya imparable. Desde que en 1541 Francisco de Xavier se embarcara para las misiones de la India, se inició una de las grandes tareas de la nueva orden: la evangelización de los infieles en tierras lejanas. En 1547 salieron cuatro misioneros para el Congo, iniciándose la obra africana, y en 1549 parten seis para Brasil, inaugurando las misiones en el Nuevo Mundo.

Por la casa de Roma pasaban provinciales, rectores, maestros, estudiantes, novicios… Y todo aquel jesuita que debía emprender una difícil misión, abriendo nuevos territorios, acudiendo a solucionar un problema o llevando algún encargo delegado personalmente por el superior general. Allí se hacían los nombramientos, se redactaban las cartas, se aconsejaba, se exhortaba y se planificaba cualquier empresa de importancia. A pesar de este ir y venir, y de las miles de tareas que cotidianamente se desenvolvían, en la casa reinaban el orden, el silencio y la disciplina. Se levantaban los jesuitas de madrugada, hacían sus rezos y muy de mañana estaban dedicados al trabajo. Ignacio de Loyola el primero, a pesar de sus sesenta y cinco años y de la mala salud de su estómago, que constantemente le afligía con molestias.

Aquella mañana el fundador parecía alegre. Polanco no dejaba de observarle durante el desayuno. Hasta el punto que Ignacio se dio cuenta de que el secretario estaba demasiado pendiente de él y le dijo muy sonriente:

—Estoy bien, Juan Alonso, hoy me levanté de muy buena gana. He de hacer muchas cosas. No te preocupes por mí.

Esto entristeció todavía más a Polanco. A pesar de lo cual contestó:

—Me alegro.

—¿Qué hay de esos padres portugueses que según he sabido llegaron ayer? —preguntó entonces Ignacio.

—Descansan. Les recomendé guardar cama hasta media mañana. Venían de Lisboa. Es un largo viaje.

—Bien hecho; que descansen. ¿Qué les trae a Roma?

—Les envía el provincial —respondió el secretario, parco en palabras, para no mentir.

—Será por lo de los asuntos de la misión de Etiopía —supuso Ignacio—. ¡A ver si traen alguna noticia de Francés de Xavier!

Polanco calló. Bajó la cabeza y se acercó a los labios el tazón humeante, lleno de caldo de verduras.

—Eso parece estar muy caliente —advirtió Ignacio—; te vas a quemar.

Un joven padre, llamado Pedro de Ribadaneira, estaba un poco más allá, muy atento a la conversación entre sus superiores. También sabía él lo de Xavier. Todos en la casa lo sabían ya, excepto el fundador. Se había acordado la tarde anterior que Polanco se lo comunicaría a media mañana, cuando los padres portugueses hubieran descansado. Decidieron no decírselo enseguida porque había sido un día de mucho trabajo para él y, además, por evitarle al menos una mala noche. Las noticias tristes se sobrellevan mejor a plena luz del día.

Cuando acabó de mondar la naranja, Ignacio se entretuvo troceándola cuidadosamente, formando una especie de flor, con los gajos dispuestos desde dentro hacia fuera en el plato. Hecho esto, le pasó la fruta a Ribadaneira, que aceptó el obsequio con una sonrisa de complacencia, alargando la mano y llevándose a la boca una de las partes.

—¡Humm…! ¡Buenísima! —exclamó.

—Estas naranjas son de Pescara —observó Ignacio—; las más dulces que hay. Probadlas. Su Santidad me envió ayer dos docenas de ellas con su última carta.

Después del desayuno, fue cada uno a sus ocupaciones. El superior general se encerró en su celda, como cada día, para enfrascarse en su ingente tarea epistolar.

La dispersión de la Compañía por el mundo exigía el envío de cientos de cartas. Lo mismo escribía Ignacio a los miembros de la orden que a los protectores de la Compañía, al emperador Carlos V, al rey Felipe II de España o al de Portugal Juan III, al papa, a quien tenía muy cerca, entregado por esas fechas al Concilio de Trento, que desenvolvía su última etapa; y a príncipes, cardenales, obispos e importantes damas benefactoras de la gran obra misionera.

A principios de este año de 1555 había un asunto que preocupaba especialmente al superior general de los jesuitas: la empresa de Etiopía. Los portugueses habían iniciado sus expediciones por Oriente y deseaban entablar relaciones con el Negus o emperador de los etíopes. Ya en 1509 la reina Helena de Abisinia envió a Portugal al comerciante Matthäus, docto en lenguas, que llegó a Lisboa pasando por la India en 1514, trayendo una carta de su soberana y una reliquia de la Vera Cruz del Señor. Al año siguiente el rey portugués envió una embajada „ respondiendo con ricos presentes. Se entabló así una relación que se prolongaba por más de cuarenta años. En estos últimos tiempos, los moros acosaban al Negus, que escribió al papa y al rey Juan III, rogando ayuda a sus hermanos de religión. Vistas las buenas disposiciones del emperador de Etiopía, el rey de Portugal pidió a Ignacio de Loyola que enviara al lejano reino amigo misioneros jesuitas. El propio superior general de la Compañía preparó con todo esmero la expedición. Escribió numerosas cartas, tanto al rey Juan III como al papa y al provincial de los jesuitas portugueses. Se decidió nombrar un patriarca católico para Etiopía. Ya, diez años atrás, Ignacio eligió a Pierre Favre para este cargo, pero su muerte desbarató los planes. Últimamente se había nombrado al padre Juan Núñez Barreto, que aguardaba en Lisboa, haciendo los últimos preparativos, a que desde Roma se le diera la orden de partir una vez que se le agregaran los misioneros que debían acompañarle: los españoles Andrés de Oviedo y Juan Barul, el flamenco Bokyn y el italiano Passitano. Por eso el padre portugués Melchior Carneiro estaba ahora en Roma, a principios de 1555, enviado por el provincial de Portugal para informar detalladamente sobre los pormenores de la empresa.

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