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Authors: Ken Follett

En el blanco (36 page)

BOOK: En el blanco
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—Ah, ya entiendo... es el vehículo en el que se han dado a la fuga, ¿no?

Toni contuvo la respiración.

—¿Está ahí?

—No, o por lo menos no lo estaba cuando empezó mi turno. Hay un par de coches aquí fuera, pero son los que dejaron los clientes que no se atrevieron a echarse a la carretera ayer después de comer, ya sabe...

—¿A qué hora empezó su turno?

—A las siete de la noche.

—¿Es posible que desde entonces hubiera llegado una furgoneta y hubiera aparcado delante del club, a eso de las dos de la mañana, por ejemplo?

—Pues... quizá, sí. No puedo saberlo.

—¿Le importaría salir a comprobarlo?

—¡Claro, puedo salir a comprobarlo! —Por su tono de voz, se diría que la idea le parecía digna de un genio—. Espere un segundo, no tardo nada.

El hombre posó el auricular.

Toni esperó. Oyó el ruido de pasos alejándose y luego regresando.

—Me parece que no hay ninguna furgoneta ahí fuera.

—De acuerdo.

—Tenga en cuenta que los coches están todos cubiertos de nieve. Es imposible verlos con claridad. ¡Ni siquiera estoy seguro de poder reconocer el mío!

—Me hago cargo, gracias.

—Pero si hubiera una furgoneta destacaría entre los demás coches por ser más alta, ¿no cree? Vamos, que saltaría a la vista.

—No, no hay ninguna furgoneta ahí fuera.

—Ha sido usted muy amable. Se lo agradezco de veras.

—¿Qué han robado?

Toni fingió no oír la pregunta y colgó. Steve estaba hablando por teléfono, y era evidente que tampoco había conseguido nada. Marcó el teléfono del hotel Drew Drop.

—Vincent al habla, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo un joven en tono alegre y servicial.

Toni pensó que sonaba como el típico recepcionista que parece desvivirse por los clientes hasta que a estos se les ocurre pedirle algo. Repitió su exposición de los hechos.

—Hay muchos vehículos en nuestro aparcamiento, no cerramos por Navidad —le comunicó Vincent—. Ahora mismo estoy mirando el monitor del circuito cerrado de televisión, pero no veo ninguna furgoneta. Claro que, por desgracia, la cámara no abarca todo el aparcamiento.

—¿Le importaría asomarse a la ventana y echar un vistazo? Es muy importante.

—La verdad es que estoy bastante ocupado.

«¿A estas horas de la noche?», pensó Toni. Luego, empleando su tono de voz más amable y considerado, añadió:

—Verá, así la policía no tendría que desplazarse hasta ahí para comprobarlo y de paso entrevistarle.

El truco funcionó. Lo último que quería Vincent era que su tranquilo turno de noche se viera alterado por la llegada de varios coches patrulla y agentes de policía.

—Un momento, por favor.

Se fue y volvió al cabo de pocos minutos.

—Sí, está aquí —dijo.

—¿De veras?

Toni no daba crédito a sus oídos. Apenas recordaba la última vez que la suerte se había puesto de su parte.

—Una furgoneta Ford Transit azul, con la inscripción «Hibernian Telecom» impresa a un lado en grandes letras blancas. No puede llevar aquí mucho tiempo, porque no está tan cubierta de nieve como los demás coches. Por eso he podido leer la inscripción.

—No sabe usted la alegría que me da, muchas gracias. Ya puestos, ¿no se habrá fijado si falta otro coche, posiblemente el que han usado para darse a la fuga?

—No, lo siento.

—De acuerdo, ¡gracias de nuevo! —Toni colgó y buscó la mirada de Steve— ¡He encontrado el vehículo en que se dieron a la fuga!

Steve asintió al tiempo que volvía el rostro hacia la ventana.

—Y la máquina quitanieves ya está aquí.

04.30

Daisy apuró su taza de té y la volvió a llenar de whisky.

Kit estaba al borde de un ataque de nervios. Nigel y Elton quizá pudieran hacerse pasar por inocentes viajeros sorprendidos por la ventisca, pero Daisy era un caso perdido. Parecía una delincuente y se comportaba como tal.

Cuando dejó la botella sobre la mesa de la cocina, Stanley la cogió.

—Cuidado, no vayas a emborracharte —le advirtió en tono amable, al tiempo que tapaba la botella.

Daisy no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que debía hacer, seguramente porque nadie se atrevía. Miró a Stanley como si estuviera a punto de estrangularlo. Se le veía elegante y vulnerable, enfundado en su pijama gris y su bata negra. Kit se preparó para lo peor.

—Un poco de whisky templa el espíritu, pero si te pasas te hará sentir peor —dijo Stanley, y guardó la botella en un armario—. Mi padre solía decir eso, y era un gran amante del whisky.

Daisy trataba de contener su ira. El esfuerzo era visible para Kit. Temía lo que podía pasar si perdía los estribos. Justo cuando la tensión parecía insoportable, su hermana Miranda entró en la cocina luciendo un camisón de noche de color rosa con estampado floral.

—Hola, cariño. Te has levantado pronto —dijo Stanley.

—No podía dormir. He pasado la noche en el sillón cama del viejo estudio de Kit. No preguntes por qué. —Entonces miró a los desconocidos—. Es muy pronto para recibir visitas

—Os presento a mi hija Miranda —anunció Stanley —

Mandy, te presento a Nigel, Elton y Daisy.

Minutos antes Kit los había presentado a su padre y, para cuando se percató de su error, ya le había dado los nombres reales de los tres.

Miranda asintió a modo de saludo.

—¿Os ha traído Santa Claus en su trineo? —preguntó en tono dicharachero.

—El coche los ha dejado tirados en la carretera principal, cerca de nuestro desvío —explicó Kit—. Yo los he recogido, pero luego mi coche también se ha quedado atrapado en la nieve y hemos tenido que hacer el resto del camino a pie. —¿Se lo tragaría? ¿Y se resistiría a preguntar por el maletín de piel granate que descansaba sobre la mesa de la cocina como una bomba a punto de estallar?

Pero, contra todo pronóstico, Miranda se fijó en otro aspecto de la cuestión.

—No sabía que habías salido. ¿Adonde demonios has ido, en plena noche y con este tiempo?

—Bueno, ya sabes... —Kit había pensado cómo contestar a aquella pregunta, y miró a su hermana con una media sonrisa—. No podía dormir, me sentía solo y se me ocurrió ir a ver a una antigua novia de Inverburn.

—¿Cuál de ellas? La mayoría de las chicas de Inverburn son antiguas novias tuyas.

—No creo que la conozcas. —Pensó rápidamente en un nombre—. Lisa Freemont.

No bien lo dijo, se arrepintió. Lisa Freemont era de un personaje de una película de Hitchcock.

Miranda no pareció darse cuenta.

—¿Se alegró de verte?

—No estaba en casa.

Miranda se dio la vuelta y cogió la cafetera.

Kit se preguntó si se lo habría tragado. La historia que había inventado sobre la marcha no era lo bastante buena, pero Miranda no podía saber por qué mentía. Seguramente daría por sentado que su hermano mantenía una relación con alguien pero prefería mantenerla en secreto, quizá por tratarse de la mujer de otro.

Mientras Miranda se servía café, Stanley se dirigió a Nigel. —¿De dónde eres? No suenas escocés. Parecía un comentario de lo más inocente, pero Kit sabía que su padre trataba de recabar información sobre los desconocidos.

Nigel le contestó en el mismo tono despreocupado. —Vivo en Surrey, pero trabajo en Londres. Tengo un despacho en Canary Wharf.

—Ah, te dedicas al mundo de las finanzas.

—Suministro sistemas de alta tecnología a países del tercer mundo, sobre todo de Oriente Próximo. Un joven jeque del petróleo quiere tener su propia discoteca y no sabe dónde comprar todo lo necesario, así que acude a mí y yo le soluciono la papeleta.

Sonaba muy creíble.

Miranda se llevó el café a la mesa y se sentó frente a Daisy. —Qué guantes más chulos —dijo. Daisy llevaba puestos unos guantes de ante marrón claro de aspecto lujoso que estaban completamente empapados—. ¿Por qué no los pones a secar?

Kit se puso nervioso. Cualquier intercambio verbal con Daisy entrañaba peligro.

La aludida lanzó una mirada hostil a Miranda, pero esta no se dio cuenta e insistió:

—Deberías rellenarlos con algo para que no pierdan la forma. —Cogió un rollo de papel de cocina de la encimara—.Ten, puedes usar esto.

—No lo necesito —masculló Daisy con mal disimulada ira.

Miranda arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

—Perdona, ¿he dicho algo que haya podido molestarte?

«Oh, no. Ahora sí que vamos listos», pensó Kit.

Nigel intervino.

—No seas tonta, Daisy. No querrás quedarte sin guantes —Había un tono de insistencia en su voz que hacía que sus palabras sonaran más como una orden que como una sugerencia Estaba tan preocupado como Kit—. Haz lo que te dice la señora, solo está siendo amable contigo.

Una vez más, Kit esperó el desenlace fatal. Pero, para su sorpresa, Daisy se quitó los guantes. Kit se quedó desconcertado al ver que tenía unas manos pequeñas y delicadas. Nunca se había percatado de ello. El resto de su persona transmitía una inequívoca sensación de brutalidad: el recargado maquillaje negro de los ojos, la nariz torcida, la chaqueta de piel con cremallera metálica, las botas de motorista. Pero sus manos eran preciosas, y saltaba a la vista que lo sabía, pues las llevaba bien cuidadas, con las uñas limpias y pintadas de un rosa pálido. Kit estaba fascinado. Se dio cuenta de que en algún rincón de aquel monstruo había una chica normal y corriente. ¿Qué le habría pasado? Había crecido bajo la tutela de Harry Mac, eso es lo que le había pasado.

Miranda la ayudó a rellenar los guantes mojados con papel de cocina.

—¿De qué os conocéis, vosotros tres? —preguntó a Daisy. Había empleado un tono de educada curiosidad, como si estuviera charlando con alguien en una fiesta, pero en realidad estaba intentando sonsacarle información. Al igual que Stanley, no tenía ni idea del peligro al que se exponía.

Daisy parecía aterrada. Al verla, Kit pensó en una colegiala a la que el maestro hubiese preguntado por la tarea que se le había olvidado hacer. Kit quería romper aquel silencio incómodo, pero habría quedado raro que contestara por ella. Al cabo de unos instantes, fue Nigel quien intervino:

—El padre de Daisy y yo somos viejos amigos.

«Eso está bien», pensó Kit, aunque Miranda se preguntaría por qué no le había contestado la propia Daisy.

.—Y Elton trabaja para mí —añadió Nigel.

Miranda sonrió a Elton.

—¿Eres su mano derecha?

—Su chófer —contestó el interpelado en tono brusco.

Kit pensó que era una suerte que por lo menos Nigel fuera un tipo sociable, para compensar la hosquedad de los otros dos.

—Es una lástima que os haya pillado este tiempo —comentó Stanley.

Nigel sonrió.

—Si hubiera querido tomar el sol, me habría ido a las Barbados.

—El padre de Daisy y tú debéis de ser buenos amigos, para pasar las navidades juntos.

Nigel asintió.

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

A Kit le parecía evidente que Nigel estaba mintiendo. ¿Sería porque conocía la verdad? ¿O también resultaba evidente para Stanley y Miranda? No podía seguir al margen, la tensión era insoportable. Se levantó bruscamente.

—Tengo hambre —anunció—. Papá, ¿te importa que prepare unos huevos fritos para todos?

—Por supuesto que no.

—Te echaré una mano —se ofreció Miranda, y empezó a poner rebanadas de pan en la tostadora.

—De todas formas, espero que el tiempo no tarde en mejorar —comentó Stanley—. ¿Cuándo pensáis volver a Londres?

Kit sacó una bandeja de beicon de la nevera. ¿Sospechaba algo su padre o solo le picaba la curiosidad?

—Mañana mismo —contestó Nigel.

—Una visita relámpago —repuso Stanley, que como quien no quería la cosa seguía poniendo a prueba la veracidad de la historia.

Nigel se encogió de hombros.

—El deber nos llama.

—Puede que os tengáis que quedar más tiempo del previsto No creo que logren despejar las carreteras de aquí a mañana

Este pensamiento pareció poner a Nigel nervioso. Se subió la manga de su jersey rosa y miró el reloj.

Kit se dio cuenta de que tenía que hacer algo para demostrar que no estaba confabulado con Nigel y los otros dos. Mientras preparaba el desayuno, decidió no defenderlos ni excusarlos bajo ninguna circunstancia. Más aún: cuestionaría a Nigel en tono escéptico, como si no acabara de creer su versión de los hechos. Quizá lograra alejar las sospechas que sin duda recaían sobre él fingiendo que tampoco acababa de fiarse de aquellos desconocidos.

Sin embargo, antes de que pudiera poner en práctica su plan, Elton se volvió repentinamente locuaz.

—¿Y usted cómo pasa la Navidad, profesor? —preguntó. Kit había presentado a su padre como «profesor Oxenford»—. Rodeado de la familia, al parecer. Veo que tiene usted dos hijos.

—Tres.

—Con sus respectivos maridos y mujeres, supongo.

—Mis hijas tienen pareja, pero Kit sigue solo.

—¿No tiene nietos?

—Sí, también.

—¿Cuántos, si no es indiscreción?

—En absoluto. Tengo cuatro nietos.

—¿Y han venido todos a pasar la Navidad con usted?

—Sí.

—Eso está muy bien. Su señora y usted deben de estar contentos.

—Por desgracia, mi mujer falleció hace dieciocho meses.

—Vaya, lo lamento mucho.

—Gracias.

¿A qué venía aquel interrogatorio?, se preguntó Kit. Elton sonreía y hablaba echando el tronco hacia delante, como si sus preguntas no tuvieran más motivación que una sana e inocente curiosidad, pero a Kit no se le escapaba que todo aquello formaba parte de alguna estratagema y se preguntaba con angustia si su padre lo vería igual de claro que él.

Elton no había terminado.

—Debe de ser grande la casa, para que quepan... ¿qué, unas diez personas?

—También tenemos un par de edificios anexos.

—Ah, bien pensado. —Se asomó a la ventana, aunque la nieve no permitía distinguir nada con claridad—. Algo así como casas de invitados.

—Hay un pequeño chalet y un antiguo granero.

—Muy útil. Y luego están las dependencias del servicio, supongo.

—Nuestros empleados tienen un pequeño chalet a poco más de un kilómetro de aquí. No creo que los lleguemos a ver en todo el día.

—Qué lástima.

Tras haber averiguado cuántas personas había exactamente en la propiedad, Elton retomó su habitual mutismo.

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