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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (10 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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No encontraba divertido que de vez en cuando el embajador Dodd le saludase en broma.
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* * *

Durante su segunda semana en Berlín, Martha descubrió que no se había librado de su pasado tan completamente como ella había esperado.

Bassett, su marido, llegó a la ciudad empeñado en lo que él mismo llamaba una «misión en Berlín», esperando conquistar de nuevo a Martha.

Se alojó en el hotel Adlon. Se vieron varias veces, pero Bassett no consiguió el emotivo reencuentro que había imaginado. Más bien encontró una cordial indiferencia. «¿Recuerdas nuestra excursión en bicicleta por el parque?», le escribiría más tarde.
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«Te mostrabas amistosa, pero yo notaba una diferencia entre nosotros.»

Para empeorar las cosas, hacia el final de su estancia Bassett pilló un fuerte resfriado. Le dejó muy chafado justo en el momento de la última visita de Martha antes de su partida.

Supo que su misión en Berlín había fracasado en cuanto Martha llegó a su habitación. Ella fue acompañada de su hermano Bill.

Fue un momento de despreocupada crueldad. Ella sabía que Bassett lo interpretaría correctamente. Estaba cansada. En tiempos le quiso, pero su relación se había visto demasiado deteriorada por los malentendidos y los imperativos en conflicto. Donde antes hubo amor, tal y como lo expresaría Martha más tarde, ahora sólo quedaban «brasas», y eso no bastaba.

Bassett lo comprendió. «Tú lo acabaste»,
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le escribió. «¿Y quién podría culparte?»

Le envió flores, reconociendo su derrota. La tarjeta que las acompañaba decía: «Para mi encantadora y adorable ex mujer».
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Se fue a Estados Unidos, a Larchmont, Nueva York, a su vida en un barrio residencial, a cortar el césped y cuidar el haya roja de su jardín, las copas por la tarde, las comidas en las que cada uno lleva un plato, viajar en tren cada día al trabajo en el banco. Más tarde escribiría: «No estoy del todo seguro de que hubieses sido feliz como esposa de un economista de la banca, preocupado por las cartas del banco, criar una familia con niños, la asociación de padres y todo eso».
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* * *

El contacto de Martha con Sigrid Schultz pronto empezó a dar réditos. Schultz dio una fiesta de bienvenida para Martha el 23 de julio de 1933, e invitó a unos cuantos de sus mejores amigos, entre ellos otro corresponsal más, Quentin Reynolds, que escribía para el Hearst News Service. Martha y Reynolds congeniaron instantáneamente. El era grandote y alegre, con el pelo rizado y unos ojos que siempre parecían transmitir una sensación de risa inminente, aunque también tenía reputación de ser duro, escéptico y listo.

Se volvieron a ver cinco días después en el bar del Esplanade, junto con el hermano de ella, Bill. Como Schultz, Reynolds conocía a todo el mundo y había conseguido hacerse amigo de varios oficiales nazis, incluyendo un confidente de Hitler con el difícil nombre de Ernst Franz Sedgwick Hanfstaengl. Graduado en Harvard,
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de madre norteamericana, Hanfstaengl era conocido por tocar el piano para Hitler a última hora de la noche para tranquilizar los nervios del dictador. Nada de Mozart ni Bach. Sobre todo Wagner y Verdi, Liszt y Grieg, algo de Strauss y Chopin.

Martha quería conocerle; Reynolds sabía de una fiesta que celebraría un colega corresponsal donde se esperaba que acudiría Hanfstaengl como invitado y se ofreció a llevarla.

Capítulo 7

CONFLICTO OCULTO

Dodd iba caminando desde el Esplanade a su despacho cada mañana, un paseo de quince minutos a lo largo de Tiergartenstrasse, la calle que formaba la frontera sur con el parque. Por el lado sur se encontraban unas mansiones en unos terrenos lujosos, rodeadas de verjas de hierro, muchas pertenecientes a embajadas y consulados; por el norte se extendía el propio parque, lleno de árboles y estatuas, con sus senderos subrayados por la sombra matutina. Dodd decía que era «el parque más hermoso que he visto en mi vida»,
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y aquel rápido paseo se convirtió en su parte favorita de todo el día. Su despacho estaba en la cancillería de la embajada, en una calle que estaba justo saliendo del parque y que se llamaba Bendlerstrasse, que también contenía la «manzana Bendler», un grupo de edificios achaparrados, pálidos y rectangulares que servían como cuartel general del ejército regular de Alemania, el Reichswehr.

Una fotografía de Dodd trabajando en su despacho su primera semana en Berlín nos lo muestra sentado ante un escritorio grande, minuciosamente tallado, ante un tapiz que cuelga de la pared que tiene detrás, con un teléfono grande y complicado a su izquierda, quizá a metro y medio de distancia. Hay algo cómico en la imagen: Dodd, más bien menudo, con el cuello tieso y blanco, el pelo engominado y una estricta raya, mira con expresión seria a la cámara, empequeñecido de una manera exagerada por la opulencia que le rodea. La foto fue causa de mucho jolgorio en el Departamento de Estado entre aquellos que desaprobaban el nombramiento de Dodd. El subsecretario Phillips cerraba una carta a Dodd diciendo: «Una foto suya sentado ante su escritorio ante un maravilloso tapiz ha circulado ampliamente por aquí, y parece muy impresionante».
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Con todo lo que hacía Dodd parecía violar algún aspecto de las costumbres de la embajada, al menos a ojos del consejero de la embajada, George Gordon. Dodd insistía en ir andando a las reuniones con funcionarios del gobierno. Una vez, al hacer una visita al embajador español Luis de Zulueta, hizo que Gordon le acompañara a pie, ambos hombres vestidos con sus americanas de día y sus sombreros de seda. En una carta a Thornton Wilder evocando la escena, Martha escribió que Gordon «cayó al suelo, con un ataque de apoplejía».
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Cuando Dodd iba en coche a alguna parte, cogía el Chevrolet familiar, que no se podía comparar a los Opel y Mercedes que preferían los funcionarios de alto rango del Reich. Llevaba trajes sencillos. Hacía bromas pesadas. El lunes 24 de julio cometió un pecado especialmente grave. El cónsul general Messersmith les había invitado a él y a Gordon a reunirse con un congresista de Estados Unidos que estaba de visita. La reunión debía celebrarse en la oficina de Messersmith, en el consulado americano, que ocupaba los dos primeros pisos de un edificio que estaba justo enfrente del hotel Esplanade. Dodd llegó al despacho de Messersmith antes que Gordon; unos pocos minutos más tarde sonó el teléfono. Lo que Dodd dedujo del final de la conversación de Messersmith fue que Gordon se negaba a asistir. El motivo: puro despecho. Según Gordon, Dodd se había «degradado» a sí mismo y su cargo rebajándose a asistir a una reunión en el despacho de un hombre de rango inferior. Dodd observó en su diario: «Gordon es un hombre de carrera, muy diligente, con la puntillosidad desarrollada hasta la enésima potencia».
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Dodd no podía presentar sus «Cartas Credenciales» de inmediato al presidente Hindenburg, tal y como exigía el protocolo diplomático, porque Hindenburg no se encontraba bien y se había retirado a su propiedad de Neudeck, en la Prusia oriental, para la convalecencia. No se esperaba que volviese hasta el final del verano. Dodd, por tanto, aún no tenía el reconocimiento oficial como embajador, y aprovechó ese período de tranquilidad para familiarizarse con tareas tan básicas como el funcionamiento de los teléfonos de la embajada, sus códigos telegráficos y los horarios de salida de las valijas diplomáticas. Se reunió con un grupo de corresponsales americanos y luego con unos veinte reporteros alemanes que, como temía Dodd, habían visto el informe del
Hamburger Israelitisches Familienblatt
judío asegurando que él había «venido a Alemania para rectificar las injusticias con los judíos».
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Dodd les leyó lo que describió como un «breve desmentido».

Rápidamente captó lo que era la vida en la nueva Alemania. El primer día entero que pasó en Berlín,
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el gabinete de Hitler promulgó una nueva ley que debía entrar en vigor el 1 de enero de 1934 llamada Ley para la Prevención de la Descendencia con Enfermedades Hereditarias, que autorizaba la esterilización de individuos que sufrieran diversos problemas físicos y mentales. También supo que algunos miembros de la embajada y del consulado de Messersmith estaban convencidos de que las autoridades alemanas interceptaban el correo que entraba y el que salía,
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y que eso había conducido a Messersmith a adoptar medidas extraordinarias para asegurarse de que la correspondencia más confidencial llegase a Estados Unidos sin abrir. El cónsul general despachó mensajeros para que entregasen directamente ese correo a los capitanes de los buques con destino a Estados Unidos, que lo entregarían a agentes norteamericanos en el puerto.
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* * *

Una de las primeras tareas que Dodd se asignó a sí mismo fue conocer los talentos o las deficiencias de los funcionarios de la embajada, conocidos como primeros y segundos secretarios, y los diversos administrativos, estenógrafos y otros empleados que trabajaban fuera de la cancillería. Desde el principio Dodd encontró sus hábitos de trabajo nada deseables. La gente de mayor rango acudía cada día a trabajar a la hora que le daba la gana, y periódicamente desaparecían para cazar o para jugar al golf. Casi todos eran miembros de un club de golf en el distrito de Wannsee, al sudoeste del centro de Berlín. Muchos eran ricos, siguiendo la tradición de Asuntos Exteriores, y se gastaban el dinero con despreocupación, el suyo propio y el de la embajada. A Dodd le horrorizaba especialmente lo mucho que se gastaban en telegramas internacionales. Los mensajes eran largos y divagatorios, y por tanto innecesariamente caros.

En unas notas para un informe personal, incluía breves descripciones de las personas más importantes.
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Observó que la esposa del consejero Gordon tenía «abultados ingresos», y que Gordon tendía a ser temperamental. «Emotivo. Demasiado hostil con los alemanes… sus irritaciones han sido muchas y exasperantes.» En el retrato que hacía de uno de los primeros secretarios de la embajada, también adinerado, Dodd anotó en taquigrafía la observación de que «le gusta analizar el color de los calcetines de los hombres». Dodd observaba también que la mujer que llevaba la sala de recepción de la embajada, Julia Swope Lewin, no era la persona adecuada para aquella tarea, ya que era «muy antialemana», y que eso «no era bueno para recibir las llamadas de los alemanes».

Dodd también captó el aspecto del paisaje político alemán más allá de los muros de la embajada. El mundo de los despachos de Messersmith ahora cobraba vida desde sus ventanas, bajo el cielo brillante de un hermoso día de verano. Había estandartes por todas partes, de unos colores muy llamativos: fondo rojo, un círculo blanco y siempre una «cruz gamada» o
Hakenkreuz
negra y muy marcada en el centro. La palabra «esvástica» todavía no se usaba en la embajada. Dodd se enteró del significado de los diversos colores que vestían los hombres a los que veía durante sus paseos. Los uniformes pardos, que parecían omnipresentes, los llevaban las Tropas de Asalto de las SA; el negro, una fuerza de élite más pequeña llamada Schutzstaffel o SS; azul, la policía regular. Dodd también era consciente del creciente poder que tenía la Gestapo y su joven jefe, Rudolf Diels. Este era un hombre esbelto, moreno y a quien se consideraba guapo a pesar de diversas cicatrices faciales acumuladas cuando, siendo estudiante universitario, se embarcó en los duelos a espada desnuda que en tiempos practicaban los jóvenes alemanes que querían probar su virilidad. Aunque su aspecto era tan siniestro como el de un villano de una película antigua, Diels había demostrado hasta aquel momento (según Messersmith) que era un hombre íntegro, deseoso de ayudar y racional, mientras sus superiores, Hitler, Göring y Goebbels decididamente no lo eran.

En muchos otros aspectos también ese nuevo mundo estaba resultando mucho más matizado y complejo de lo que había esperado Dodd.

En el gobierno de Hitler se encontraban profundos defectos. Hitler era canciller desde el 30 de enero de 1933. El gobierno del presidente Hindenburg le nombró para el puesto como parte de un trato ideado por políticos conservadores de alto rango que creían que podían mantenerle bajo control, una idea que cuando llegó Dodd resultaba ya obviamente errónea. Hindenburg, conocido como el Viejo Caballero, seguía siendo el contrapeso para el poder de Hitler, y varios días antes de la partida de Dodd había hecho una declaración pública expresando su disgusto por los intentos de Hitler de eliminar la Iglesia protestante. Hindenburg, que se confesaba «cristiano evangélico»,
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publicó una carta a Hitler en la que le advertía de su «creciente preocupación por la libertad interna de la Iglesia», y decía que si las cosas continuaban así, «resultaría un gran perjuicio para nuestro pueblo y para nuestra tierra natal, así como un grave daño para la unidad nacional». Además de ostentar la autoridad constitucional para nombrar a un nuevo canciller, Hindenburg contaba con la lealtad del ejército regular, el Reichswehr. Hitler comprendió que si la nación empezaba a caer en el caos, Hindenburg se podía ver impelido a reemplazar el gobierno y declarar la ley marcial. También se dio cuenta de que la fuente más probable de inestabilidad en el futuro eran las SA, comandadas por su amigo y antiguo aliado el capitán Ernst Röhm.
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Hitler veía a las SA cada vez más como una fuerza indisciplinada y radical que había sobrevivido a su objetivo inicial. Röhm pensaba de otra manera: él y sus Tropas de Asalto habían resultado fundamentales a la hora de llevar a efecto la revolución nacionalsocialista, y ahora, como recompensa, querían el control de todo el aparato militar de la nación, incluyendo el Reichswehr. El ejército encontraba odiosa semejante perspectiva. Gordo, hosco, homosexual declarado
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y completamente disoluto, Röhm no tenía ninguna de las cualidades marciales que reverenciaba el ejército. Sin embargo, dirigía una creciente legión de más de un millón de hombres. El ejército regular tenía un tamaño de sólo una décima parte, pero estaban mucho mejor entrenados y equipados. El conflicto iba fermentando.

En todas partes del gobierno a Dodd le pareció detectar una inclinación nueva y decididamente moderada, al menos en comparación con Hitler, Göring y Goebbels, a quienes describía como «adolescentes en el gran juego del liderazgo internacional».
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En el siguiente escalón por debajo, los ministros, encontraba alguna esperanza. «Esos hombres desean detener toda persecución judía, cooperar con lo que queda del liberalismo alemán»,
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escribió. Y añadió: «Desde el día de nuestra llegada aquí, ha habido una gran lucha entre esos grupos».

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