Cerca de la puerta principal hizo una pirueta de baile, silbó, brincó, se bamboleó y después salió al encuentro del sol poniente de primavera.
La mujer que montaba guardia en la salida lo detuvo. Miró la foto de su credencial y después nuevamente su rostro.
—¿Qué sucede? ¿No puede conciliar esta facha desquiciada con la foto angelical?
—Oh, lo siento. Sabía que usted trabaja aquí, señor, y soy nueva. Es la primera vez que lo veo. Mejor dicho, lo vi cuando era niña, en la tridimensional. —Le sonrió deliciosamente y de pronto Nigel se sintió muy envejecido.
Trotó hasta el autobús, lo detuvo, y le hizo una seña a la guardiana mientras subía.
La fama. Sabía que era algo que Lubkin le envidiaba, y este solo hecho bastó para inspirarle horror y risa al mismo tiempo. Diablos, si le hubieran seducido las candilejas se habría aferrado a la parte más visible del programa, las ciudades cilíndricas que estaban construyendo en los puntos de Lagrange. Crear un mundo, nuevo y limpio. ("Cilcits", las llamaba la tridimensional, lo cual era una perversión perfectamente norteamericana del lenguaje confesadamente prostituido... casi tan siniestra como el rascacielos del siglo pasado.) No. Había tenido suerte, eso era todo. Una suerte atroz, al haber conseguido aunque sólo fuera ese cargo.
Cuando los sacaron a él y a Len de la compacta cabina del
Dragón
, y después los sustrajeron furtivamente de la contienda legal, Nigel aprendió muchas cosas. Los ataques del
New York Times
fueron insignificantes, comparados con lo que les aguardaba en la NASA. Igualmente, la experiencia pública le preparó para la lucha intestina. Parsons, que en aquella época era director de la NASA, había despachado a Nigel cuando éste aún era realmente un niño, expeditivo y serio, capaz de reducir su ritmo respiratorio y su metabolismo a voluntad mediante la autohipnosis. El escándalo de Ícaro le convirtió en un hombre, le dio tiempo para diluir la bilis que se acumulaba dentro de él, dejándole un vestigio de humor.
Indudablemente, era menos que un segundo Lindbergh. Pero se alisó el cabello y, cuando en la NASA le amenazó la Noche de los Cuchillos Largos, divulgó públicamente la verdad. Consiguió que le hicieran un reportaje retrospectivo en la tridimensional, pronunció algunas conferencias oportunas, hizo refulgir los dientes. Cuando le preguntaron qué papel había desempeñado el farsante Dave en la misión, contestó con un chascarrillo que la NBC lo suprimió del primer programa nocturno, pero que apareció íntegro en la CBS.
Las cosas mejoraron. Lo entrevistaron en un programa con ligeras connotaciones intelectuales y demostró que conocía bastante bien las composiciones de Louis Armstrong y de Jefferson Airplane, que se estaban poniendo nuevamente de moda. Le entrevistaron durante una larga caminata por el Desierto de la Desolación de las Sierras, y en esa circunstancia apareció vestido con un mono de deporte y habló de la meditación y del respeto por los biosistemas cerrados (como el de la Tierra).
No era un material excepcional, claro que no. Pero los ejecutivos de la tridimensional eran tipos extraños: creían que todo lo que les hacía cosquillear la nariz era champaña.
Tuvo una suerte extraordinaria. Algo brotaba de su inconsciente y él lo vertía en una o dos frases, y de pronto Parsons o el farsante Dave estaban en aprietos. Se encarnizó con ellos por la hipocresía con que habían actuado en el caso Ícaro, por la suspensión del programa de ciudades cilíndricas (una medida realmente estúpida: la primera ciudad ya estaba gestando nuevas industrias completas de gravitación cero y baja temperatura que podrían salvar la economía norteamericana).
Y en la deliciosa y acelerada plenitud del tiempo, Parsons dejó de ser director de la NASA.
El farsante Dave tenía un cargo de ejecutivo en algún lugar de Nevada, y perdía gradualmente su sonrisa.
Un comentarista de noticias dijo que Nigel tenía talento para enunciar la verdad justa en el momento justo —justo para Nigel— y fue doblemente asombroso que perdiera por completo esta facultad tras la dimisión de Parsons. Algunos ejecutivos de la NASA le instaron a continuar su campaña, a derribar otros cuantos trogloditas con pies de barro. Pero eso se lo dijeron en rincones solitarios en los
cocktail parties
, alabando en voz baja su capacidad de maniobra mientras tenían la cara metida en sus whiskies con agua. Nigel se desentendió de ellos con un encogimiento de hombros, convencido de que se equivocaban al hacer de él el blanco de su admiración. Había arruinado las carreras de Parsons y Dave por antipatía personal, no por razones de principios, y su inconsciente lo sabía.
Apenas desaparecieron los factores de irritación, el astuto Medici que llevaba dentro se aletargó. Ya había descargado su veneno y Nigel reanudó su carrera de astronauta.
Dentro de los límites de lo posible.
La NASA intuyó sus virtudes potenciales (si te maltratan una vez eres dos veces paranoide) y —ay— los retuvo a él y a Len en el servicio activo. Len optó por trabajos de mantenimiento orbitales. Nigel disputó la Luna.
Los veteranos estaban sólidamente casados, se aproximaban a los cuarenta y destilaban virtudes domésticas. Para ganarse su presupuesto, la NASA debía dar buenos dividendos, de modo que sus prohombres querían explorar rápidamente la Luna, en busca de posibles usos industriales. Las cilcits necesitaban materias primas, la Tierra necesitaba centros productivos libres de contaminación, y todo ello a bajo costo. De modo que los héroes resucitaron en una era desprovista de gloria, y volvieron con los cabellos blanqueados cortados al rape. Nigel se infiltró entre ellos para pasar dieciocho meses en la Base Hiparco de la Luna.
Su ciclo rotativo en la Tierra se convirtió en un destino permanente. La economía se estaba recuperando. Era posible adiestrar a hombres más jóvenes, de vista más aguzada, más delgados y resistentes. Él y Len conservaron su capacidad mínima en el simulador de vuelo de Moffatt Field, y cada tres meses viajaban a Houston para someterse al chequeo completo que duraba dos días.
Quizás alguna vez volvería a trabajar en la gravedad cero, aunque lo dudaba. Su abdomen se dilató, el leal bombeo de su corazón estaba acompañado ahora por una mayor tensión sanguínea y tenía cuarenta y un años.
Era hora de avanzar, insinuaban todos.
¿Adonde? ¿A la Administración? ¿A la experiencia sintética de supervisar el trabajo ajeno? No, nunca había aprendido a sonreír sin ganas. Ni a medir el impacto de sus palabras. Hablaba espontáneamente: toda su vida se había desarrollado en versión directa, sin correcciones.
Miró las erosionadas colinas de Pasadena. ¿Otra carrera, entonces? Hacía algunos años había escrito un artículo bastante extenso sobre Ícaro, para
Worldwide
. Había sido bien recibido y durante un tiempo había contemplado la posibilidad de dedicarse a la literatura. Ello le habría permitido dar rienda suelta a sus extrañas piruetas verbales, a sus caprichosos retruécanos. Y quizá también le habría ayudado a drenar la bilis corrosiva que ocasionalmente bullía en él.
No, al diablo con ese proyecto. Quería hacer algo más que excretarse sobre hojas de papel.
Resolló sarcásticamente para sus adentros. Había un viejo verso de Dylan que se aplicaba a su caso: "lo único que sabía hacer era seguir siguiendo".
Le gustara o no.
—Esta tarde ha empezado en los tobillos.
Nigel se detuvo, con la mano alzada a medias para llamar a un camarero.
—¿Qué has dicho?
—Me duelen los tobillos. Más que las muñecas.
—¿Tomas la cloroquina?
—Por supuesto. No soy estúpida —respondió Alexandría con tono irritado.
—Quizá necesita unos días para incorporarse al organismo. Para surtir efecto —dijo, con falsa naturalidad.
—Quizás.
—Es posible que te sientas mejor después de haber comido. ¿Qué te parece el
birani
?
—No estoy de humor para eso.
—Ah. Aquí los curries son siempre buenos. ¿Por qué no compartimos uno, no muy picante?
—Está bien. —Alexandría se recostó contra el respaldo de su silla y movió la cabeza perezosamente de un lado a otro—. Necesito distenderme. ¿Quieres pedir una cerveza? Una Lacanta.
En el aire estratificado, saturado de incienso, ella parecía flotar en una lejanía soñadora. Habían transcurrido dos días desde que descubriera el Snark y aún no se lo había dicho. Resolvió que ése era el momento oportuno: la distraería del dolor de sus articulaciones.
Consiguió atraer la atención del camarero e hizo el pedido. Estaban recluidos cerca del fondo del restaurante, aislados por una cortina tintineante de cuentas de vidrio, en un lugar donde era difícil que les escucharan oídos indiscretos. Nigel habló en voz baja, muy poco por encima del murmullo de la conversación informal de los otros comensales.
La noticia la excitó y le acribilló a preguntas. En los dos últimos días no había aparecido ningún dato nuevo, pero él describió detalladamente lo que había hecho para organizar la búsqueda sistemática de nuevos rastros del Snark. En medio de una intrincada explicación se dio cuenta de que ella se había distraído. Jugaba con la comida, sorbía un poco de cerveza ambarina. Miraba a los comensales que entraban y salían.
Nigel hizo una pausa y excavó la montaña de curry que tenía frente a él, agregó condimentos, experimentó con dos
chutneys
. Después de un silencio cortés ella cambió de tema.
—He estado pensando en algo que dijo Shirley, Nigel.
—¿A qué te refieres?
—El doctor Hufman me recomendó descanso, además de las píldoras. Shirley opina que el mejor descanso consiste en alejarse de la rutina cotidiana. —Lo miró pensativamente.
—¿Hablas de unas vacaciones?
—Sí. Y viajes cortos a distintos lugares. Salidas.
—El descubrimiento del Snark va a complicar mucho mi programa...
—Lo sé. Por eso he querido anticiparme.
Nigel sonrió afectuosamente.
—Por supuesto. No hay ninguna razón para que no podamos ir a Baja, llevando algunas cosas.
—He acumulado muchos derechos de viaje. Podremos volar a cualquier punto del mundo por American.
—Me sorprende que estés dispuesta a invertir mucho tiempo, mientras se desarrollan las negociaciones.
—De vez en cuando pueden prescindir de mí.
Al decir eso la expresión se alteró alrededor de sus ojos marrones, las comisuras de sus labios se curvaron ligeramente hacia abajo, y Nigel tuvo un súbito atisbo de lo que ella ocultaba dentro de su ser, en un núcleo patético y ansioso.
Era tarde cuando salieron del restaurante. Algunas de las tiendas más elegantes aún estaban abiertas. Dos policías femeninas vestidas con chaquetas antidisturbios revisaban sus fichas de papel sensible y después recorrían la calle. Detenían a la mayoría de las personas con las que se cruzaban, las conducían hasta los conos de luz anaranjada que proyectaban los faroles espacia dos, y les pedían sus documentos. Una de las mujeres permanecía a una distancia prudente con la porra paralizante en la mano, mientras la otra telefoneaba a la Central y controlaba la verimatriz ferrosa de las fichas sensibles. Nigel no estaba mirando cuando, a poca distancia de allí, una mujer huyó súbitamente de las policías y se introdujo en un gran almacén. El hombre que la acompañaba también intentó correr, pero una de las policías lo inmovilizó. La otra desenfundó la pistola y entró deprisa en el almacén. El hombre gritó algo, protestando. La mujer le pegó con la porra paralizante y su rostro palideció. Se desplomó de bruces. Dentro del almacén sonaron estampidos sordos.
Llegó el autobús. Nigel subió.
Alexandría estaba quieta, con la mano alzada a medias hacia el rostro. El hombre trató de incorporarse sobre las rodillas. Murmuró unas pocas palabras. Alexandría hizo una mueca de disgusto y empezó a decir algo. Nigel la llamó. Ella vaciló.
—¡Alexandría!
La cogió por el brazo. Alexandría subió torpemente, con las piernas rígidas. Se sentó junto a él mientras las puertas del autobús se cerraban con un resuello. Inhaló profundamente.
—Olvídalo —dijo Nigel—. Así son las cosas.
El autobús se puso en marcha. Pasaron frente al hombre caído en la acera. La mujer policía le hincaba la rodilla en la espalda y él miraba el pavimento resquebrajado con ojos vidriosos. Todos los detalles se delineaban claramente en la luz anaranjada.
Antes de que Lubkin pudiera terminar la frase, arrastrando las palabras, Nigel ya se había levantado de su silla y se paseaba de un lado a otro.
—Tiene mucha razón al decir que me opongo —exclamó Nigel—. Es la más estúpida...
—Escuche, Nigel, lo comprendo perfectamente. Al fin y al cabo usted y yo somos científicos.
Nigel pensó con amargura que le resultaría fácil encontrar un buen argumento para rebatir ese aserto, por lo menos en lo que concernía al caso de Lubkin. Pero lo dejó pasar.
—No nos gusta la política del sigilo —continuó Lubkin. Escogió sus palabras cuidadosamente—. Sin embargo, entiendo que en este caso es necesario dictar medidas estrictas de seguridad.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Nigel con tono enérgico.
—¿Por cuánto tiempo? —Lubkin vaciló. Nigel adivinó que se había roto el ritmo del discurso que tenía preparado—. Sinceramente no lo sé —dijo con voz débil—. Quizá por un tiempo indefinido, aunque —habló atropelladamente para cortar la reacción de Nigel—, es posible que sólo se trate de una cuestión de días. Usted entiende.
—¿Quién lo dice?
—¿Cómo?
—¿Quién da las instrucciones en esta operación?
—Oh, el Director, claro. Él fue el primero. Pensó que el asunto debía llevarse también por los cauces militares.
Nigel dejó de pasearse y se sentó. El despacho de Lubkin estaba iluminado sólo alrededor del escritorio, y los rincones quedaban en penumbra. Nigel interpretaba mentalmente que ese cono de luz los encuadraba a él y a Lubkin como si estuvieran en un ring de boxeo: dos antagonistas enfrentados por encima de la mesa de roble. Nigel se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas, y miró el rostro abotargado de su interlocutor.
—¿Por qué diablos la maldita Fuerza Aérea...?
—De todas maneras se habrían enterado, por diversos canales.
—¿Por qué?
—Es posible que necesitemos su red de sensores espaciales profundos para rastrear al... eh... Snark.