Lo que indignaba al
New York Times
fascinaba a las mujeres. En las fiestas se acercaban a Nigel, con los labios fruncidos, fingiendo inspeccionar las reproducciones de Cézanne, y tropezaban súbitamente con él, con sus ojos de gacela dilatados por una expresión de cortés sorpresa al murmurar su nombre (sí, era él), llevándose inconscientemente la mano al cuello para acariciar un collar o un pañuelo: extraño ademán sensual que él podía entender si así lo deseaba.
A menudo lo deseaba. Eran mujeres eléctricas, pensaba Nigel, y sin embargo intuían en el episodio de Ícaro algo básico y feral, un misterioso rito viril ejecutado lejos de las miradas de los intelectuales de gafas con montura de carey, y sobre todo lejos de las mujeres.
Eran de muchas especies, de muchos tipos. («Es muy masculino —dijo una de ellas, mientras le ponía el cabello en orden con unas palmaditas— esto de catalogar a las mujeres como tipos Abochornado —esto sucedía en Nueva York, donde ese año las diferencias no estaban de moda— él se echó al fondo de la garganta un poco de chablis y la dejó poco después, razonando que, al fin y al cabo, no le gustaba su tipo.) Las cataba a todas: la solemne, la esbelta y apasionada, la morena sensual y almendrada, la doncella de Rubens, las otras. ¿Cómo no catalogarlas como tipos? Le vencía el anhelo de clasificar, de analizar e inspeccionar. Por fin empezó a estudiarse a sí mismo como si tomara distancia, dosificando sus reacciones sin dejarse arrastrar jamás por las circunstancias. Entonces se replegó. Los esbirros de la NASA que siempre pululaban a sus espaldas procuraban mantenerle “vivo” en la tridimensional, llevándolo de un programa periodístico a otro para que conservara su «imagen saturada». Pero Nigel se apartó. Y al cabo de un tiempo conoció a Alexandría.
Corría y corría por la playa entre La Jolla y Del Mar para conservarse entrenado y trotaba tenazmente entre junglas de firmes muslos juveniles, mientras el sol rielaba a través de una tenue bruma de transpiración que le chorreaba sobre los ojos desde las cejas tupidas. Los pechos apuntalados —o, más elegantemente, desnudos, con los pezones pintados de marrón erguidos bajo el sol abrasador— se desviaban para seguir su itinerario. Corría a lo largo del borde espumoso del mar, chapoteando en el agua, con los brazos y las piernas cada vez más pesados, con la garganta erizada de alfilerazos secos. Se distraía estudiando los rostros que giraban en torno, relegados paso a paso a su pasado. Pequeñas familias, hombres curtidos, perros y niños: asignaba un papel a cada uno y montaba pequeñas piezas teatrales en su cabeza. Los vislumbraba petrificados en la risa, el aburrimiento, el sueño abúlico.
Uno de esos rostros lo miró de frente, captó en un segundo el juego al que estaba entregada su imaginación y le dedicó una sonrisa torcida y demencial, con los ojos estrábicos. Él acortó el paso, se detuvo. Intentó descifrar los labios deliciosamente rojos. Se aproximó. Y conoció a Alexandría.
El pasado no era en realidad un pergamino ni un ornamento con el que la mente podía hacer lo que se le antojaba. No. Era una bruma, una nube blanca formada por pálidas células cerebrales muertas que otrora habían almacenado la memoria, y cuya pérdida implicaba un desprendimiento de detalles y episodios cotidianos, hasta que sólo se destacaban de entre la niebla unos pocos momentos, unas fortuitas luces amarillas y cálidas. Ya no estaba seguro si había conocido antes a Shirley o a Alexandría. Había sufrido las consecuencias del opresivo lance de la NASA, inconscientemente, y cuando apareció Alexandría se refugió en ella como en una caleta acogedora. Recordaba haber hablado con ella, muy seriamente, sobre vasos de Vouvray transparente, helado hasta el punto de que casi le entumecía los labios cuando lo bebía. Recordaba las caminatas por la ladera meridional del Monte Palomar, junto a las ruinas del gran telescopio, mientras los lagartos correteaban al sol. Y las noches secas, penumbrosas y extrañas después de la puesta del sol, cuando una fresca inmovilidad impregna las ciudades costeras de California.
Al comienzo, cuando las relaciones aún se estaban consolidando, Shirley y Alexandría continuaron viéndose a espaldas de él, en horarios trabajosamente compaginados, pero pronto comprendieron que eso era ridículo y adaptaron una actitud más natural. Su grupo de amigos se redujo hasta que él y Alexandría se convirtieron en un círculo de dos, muy cohesionado pero no obsesivo, en el que ninguno aprisionaba al otro. Ambos vivían en el mundo, moviéndose y actuando, ella en American Airlines y él en la NASA, pero cada uno en una órbita que definía la localización del centro: allí donde ambos se encontraban. Shirley giraba alrededor de este centro: una luna atada a la influencia planetaria de ellos dos. Los espacios que circundaban a los tres, siempre cambiantes, siempre variables, conservaban una simplicidad pitagórica, una unidad centrada en el dos...
—Nigel. ¡Despierta, Nigel!
Shirley se empinaba sobre él, eclipsando el sol.
—Tenemos que irnos. Ella tiene náuseas de nuevo.
Se sentó. Alexandría sonreía débilmente a pocos metros de distancia, con los ojos hundidos y oscuros: una sombra de la mujer que su mente había evocado un momento antes. Hizo un esfuerzo para mirar en otra dirección.
Cogieron el autocar expreso rumbo al parque de atracciones de Orange Country, y viajaron por la autopista de Santa Ana, por encima de las ruinas devastadas de La Mirada y Disneyland, ahora nuevamente cubiertas de naranjos.
Alexandría disparó circunspectamente contra blancos móviles. Derribó tres con proyectiles de papel compacto y ganó una muñeca de madera que sonreía con una expresión de amor maniático. Montaron en «el Martillo», disfrutando de los segundos de deliciosa caída libre. Inspeccionaron el ganado imposiblemente gordo, escudriñaron los apáticos ojos marrones de los corderos, acariciaron las cabezas rizadas de los cabritos.
Les abordó un grupo de Nuevos Hijos que entonaban sus cánticos. Nigel los apartó bruscamente y Alexandría se quedó atrás para hablar con ellos, fuera del alcance de su oído.
Se sentaron a comer bajo los parasoles de lona: tortillas, ensalada de pasta,
sansejeans
crujientes. Nigel bebió el contenido de una jarra de cerveza. Y Alexandría dijo con repentina convicción:
—Deberíamos haber tenido hijos.
—No, Alexandría. Lo hemos pensado bien. Nuestras ocupaciones profesionales...
—Pero así habría quedado algo...
Alexandría parpadeó rápidamente, tragó e hincó el diente en su
simbani
y los tallarines.
Nigel miró, incómodo, hacia la mesa vecina. Una madre azuzaba a su hijo para que terminara la tortilla, pues así podrían ir a ver la exposición de ganado.
—Hummm, mmm, mami.
El niño dobló torpemente la tortilla en la mano izquierda y la dejó caer espectacularmente al suelo. La maniobra estuvo bien sincronizada: su madre giró la cabeza para ver caer la tortilla, pero no con tiempo suficiente para asistir a los preparativos.
—Oh —exclamó el niño con tono poco convincente.
—Telón —dijo Alexandría.
Nigel se volvió y descubrió que estaba sonriendo.
—Sí, me doy cuenta. Lo que no entiendo es por qué yo tengo que implantarme un detector. —Nigel se inclinó hacia delante, con los hombros encorvados y los codos apoyados sobre el escritorio de Hufman.
Alexandría permanecía callada, con las manos cruzadas. Hufman hizo una mueca y reanudó la explicación:
—Porque no puedo depender de que Alexandría lleve su monitor de sintonía a todas partes. El detector de ella es mucho más complejo que el suyo, y se conecta directamente con el sistema nervioso, pero su transmisor de radio no tiene suficiente alcance. Si estuviera fuera del circuito de su monitor, podría sufrir una hemorragia del tallo cerebral y entrar en coma, sin que usted se diera cuenta. Pensaría que sólo está aletargada. Pero con un detector de sintonía implantado detrás de su oreja, señor Walmsley, sabrá que algo falla aunque ella haya dejado el monitor en otra parte.
—Y le llamaré a usted.
—A un equipo de emergencia, no a mí. —Hufman suspiró. Parecía mustio y cansado—. Si ustedes dos piensan viajar, o incluso hacer largas caminatas, los detectores son necesarios.
—¿No me desquiciará el oído interno ni el sentido del equilibrio, ¿verdad? La NASA debe aprobar cualquier...
—Lo sé, señor Walmsley. Lo aprobarán; lo he consultado.
—Nigel, el tuyo es sólo un... —Alexandría miró a Hufman.
—Un transductor acústico —completó Hufman.
—Sí. El mío es un comunicador de diagnóstico completo. Estaremos sintonizados con el mismo código de transmisión, pero el tuyo será, bueno, sólo una luz de alarma del mío. Tú...
—Lo sé, está bien —asintió Nigel, poniéndose bruscamente en pie. Se paseó por la habitación, nervioso—. ¿Dice que el mío se puede extirpar fácilmente, que basta descorcharlo y quedaré como nuevo?
—Es indoloro. —Hufman lo miró fijamente—. Podremos pedir los diagnósticos de Alexandría, o controlar su dispositivo para comprobar que la recepción es correcta, sin tocar a ninguno de los dos.
Nigel parpadeó rápidamente, ofuscado. Aborrecía todo tipo de operaciones y toleraba a duras penas los exámenes físicos de la NASA. Pero lo que le alteraba era el tono aplomado, seguro, con que Hufman y Alexandría hablaban de la posibilidad de que el sistema nervioso de ella sufriera una lesión masiva. Una enfermedad desgastadora, un deterioro lento de las funciones. Después la hemorragia. Después...
—Por supuesto. Claro que lo haré. Ahora lo entiendo. Por supuesto.
Voló a Houston para los exámenes y ejercicios de rutina. Llegó con otros dos astronautas que trabajaban en tierra pero se mantenían en reserva para operaciones en el espacio profundo. Viajaron en un avión comercial: la época de los aviones privados para los astronautas pertenecía al pasado. Los otros dos hombres tenían el aspecto habitual: robustos, joviales, competitivos. Nigel superó con éxito las pruebas físicas, incluida la que siempre había sido peor: agua fría vertida en un oído, que hacía girar los globos oculares a medida que el cerebro perplejo contendía con los datos que provenían de dos canales semicirculares, uno caliente y otro frío. En esas condiciones el mundo se ladeaba demencialmente. Después, un día en el módulo de ejercitación, sumergido en un universo de interrupciones, tubos múltiples, caños, cisternas, sensores, válvulas, conectores, dispositivos sin fin. Lo centrifugaron en su interior y midieron sus reflejos. Repasó los trucos para respirar en un medio de fuerte gravitación: inflar los pulmones e inhalar el aire con resuellos rápidos y cortos. Finalmente, al quinto día, recorrió una órbita baja en una nave lanzadera de carga. En la gravedad cero su sangre se concentró en diferentes partes del cuerpo y engañó al organismo, haciéndole creer que había aumentado el volumen sanguíneo. Aumentó la secreción de orina, se acumularon las hormonas, todo dentro de una escala de parámetros aceptables. Pasó la prueba, le renovaron las credenciales y volvió velozmente a la Tierra. La nave lanzadera aterrizó en Nevada. Cuando llegó a su apartamento descubrió que Alexandría se había internado en el hospital para someterse a una biopsia de rutina, que llevarían a cabo de un día para otro. Shirley estaba sola, leyendo.
Fue de un lado a otro, vaciando las maletas. Cuando se acostaron, Nigel se dio cuenta de que era la primera vez que pasaban la noche juntos desde que él había conocido a Shirley, a través de Alexandría. Incluso entonces su intimidad fue hasta cierto punto forzada, y tuvo un elemento de aparente inevitabilidad desprovisto de su propio impulso intrínseco. Al tocarla, buscó desmañadamente el ritmo apropiado. Maniobraron torpemente con sus respectivos cuerpos, extraños envoltorios que no atinaban a abrir. Por fin se dieron por vencidos musitando una disculpa, mascullando una explicación basada en la fatiga y lo avanzado de la hora, y se sumieron en un sueño plácido, espalda contra espalda. Las sábanas formaban una tienda fláccida sobre el espacio intermedio.
En las largas tardes que Alexandría pasaba descansando, él estudiaba los resultados de varias décadas de investigaciones y especulaciones científicas. Descubrió la existencia de un ciclo: a medida que el siglo XX se acercaba a su fin, la presunción de que había vida en el Universo pasó de la condición de improbabilidad a la de hipótesis común, hasta que comenzaron los programas de sondeos radiales. A continuación, después de varias décadas de resultados negativos, la exploración decayó. Los costosos radiotelescopios sintonizaron las crepitaciones del hidrógeno interestelar, y más tarde, a medida que declinaban los presupuestos, los programas fueron caducando. No hubo ningún cambio drástico en la concepción científica —la evolución de la materia determinaba que la aparición de vida en muchos sitios fuera casi indispensable— pero la fe se debilitó. Si la galaxia era un semillero de vida, ¿por qué nadie había dejado ondas radiales llamativas para guiarnos? ¿Por qué no existía ninguna biblioteca galáctica? Quizá sólo se trataba de que el hombre era demasiado impaciente: debería permanecer a la escucha durante un siglo, serenamente, sin preocuparse por los costos. Nigel se preguntó qué rumbo tomaría el debate sobre el empleo de radiotelescopios cuando corriera la voz de que había aparecido el Snark. ¿El ejemplo de un solo visitante cambiaría mucho la relación de fuerzas? Desde el punto de vista emocional, quizá sí. La clave era el mismo Snark.
Seguía acudiendo a las fiestas que organizaban sus amigos o visitaban el minúsculo apartamento de Shirley en Alta Dena, pero Alexandría toleraba cada vez menos el alcohol. Se cansaba enseguida y pedía que la llevaran de vuelta a casa.
Su ritmo de trabajo bajó de tres días por semana a dos, y después a uno. Las negociaciones con los brasileños continuaron, y su complejidad legal creció como una bola de nieve. Alexandría no pudo mantenerse actualizada y le confiaron trabajos más y más circunscritos.
Shirley trataba de persuadirlo para que concurriera a los... ¿mítines? ¿asambleas? ¿servicios religiosos?... de los Nuevos Hijos, pero Nigel se resistía. Él no sabía si Alexandría arrastraba a Shirley o viceversa. Alexandría, que lo conocía, casi no mencionaba el tema.
Se levantó muy temprano y leyó los libros de los Nuevos Hijos, las
Nuevas Revelaciones
, la superestructura intelectual. Le pareció que se trataba de una religión chapucera, que habían montado con los engranajes y ruedas desmontables de otras anteriores. Por el centro de ella circulaba la turbina que él había intuido: una parodia del Dios del Antiguo Testamento, obsesionado por el poderío de Su propio nombre, capaz de llevar una contabilidad minuciosa de la vida de los devotos para resolver su salvación. Este Dios llevaba las maletas cargadas de guerras, enfermedades, inundaciones, terremotos y muertes atroces para los incrédulos. Y, aparentemente, creía en absurdas asociaciones entre Buda, Cristo, John Smith y Albert Einstein. En verdad, los había creado a todos con un pase mágico de la santa mano.