En el océano de la noche (2 page)

Read En el océano de la noche Online

Authors: Gregory Benford

Tags: #ciencia ficción

BOOK: En el océano de la noche
9.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otra breve pausa poblada de zumbidos mientras el acribillado mundo negro giraba a sus pies. Nigel se preguntó si estaba compuesto del material primigenio del sistema solar, como alegaban los astrofísicos, o si era el centro de un planeta fragmentado, como proclamaban estentóreamente las revistas de divulgación. Él había alimentado la esperanza de que fuera una bola de nieve de metano y agua congelada, que se desintegraría al llegar a la atmósfera terrestre... poblando tal vez el cielo de chorros de luz azul y anaranjada y dispersando una aurora alrededor de todo el mundo, pero sin causar daños. Miró el mundo de escoria que lo había defraudado al ser tan concreto, tan letal. Las cámaras automáticas se disparaban metódicamente, revelando sus protuberancias y depresiones fortuitas. En la cabina había un penetrante olor a metal caliente y sudor rancio. Ahora, nada de paseos despreocupados y expediciones de prospección, nada de mediciones, nada de recolecciones de muestras. No había tiempo.

—Nuevamente Dave, Nigel. Los campos de fuerza magnética lo confirman, amigo. Níquel y hierro. Ochenta por ciento de pureza, o más. A juzgar por las dimensiones, calculamos que la roca tiene una masa de aproximadamente cuatro mil millones de kilogramos.

—Correcto.

—Las mediciones de radar de Len también nos han ayudado a determinar la órbita con más precisión. Esa bola de roca que estás mirando caerá en medio de la India, tal como habíamos previsto. Yo...

—Quieres que nos dediquemos al comercio de aves —le interrumpió Nigel.

—Sí. Pon el Huevo.

Nigel encendió un panel de monitores.

—Inicio el proceso de activación del Huevo —dijo Nigel mecánicamente, mientras observaba las secuencias luminosas.

—Buena suerte, amigo —intervino Len—. Será mejor que busques un lugar para depositarlo. Disponemos de mucho tiempo. Llámame si necesitas ayuda —agregó, aunque ambos sabían muy bien que Len no podía introducir el módulo
Dragón
en la nube sin perder momentáneamente casi todas las comunicaciones con Houston.

Nigel dedicó una hora a activar el dispositivo de fusión de cincuenta megatones que cabalgaba pocos metros más atrás de su cabina. Recitó la jerga —controles de redundancia, norma del brazo de seguridad, verificación de perfil— sin apartar totalmente la atención de la superficie calcinada que tenía a sus pies. Transcurrido ese lapso divisó lo que había previsto: una fisura mellada en el borde de Ícaro que correspondía al naciente.

—Creo que he encontrado la grieta —anunció—. Tiene más o menos la longitud de un campo de fútbol, y quizá diez metros de ancho en algunos puntos.

—¿Una fractura? —preguntó Len—. Quizás el cuerpo se está desintegrando.

—Es posible. Sería interesante ver si hay otras, y si forman una configuración específica.

—¿Qué profundidad tiene?

—Aún no la puedo medir. El fondo está en la sombra.

—Si dispones de tiempo... Espera, Houston quiere volver a comunicarse contigo.

Una pausa. A continuación:

—Estamos muy satisfechos con la telemetría que nos envías, Nigel. Aquí en Control tenemos la impresión de que el Huevo está listo para volar.

—Hay que empollarlo antes de que pueda volar.

—Tienes razón, muchacho. Me has dado una lección —exclamó Dave con un tono súbitamente exuberante y jovial.

Otra pausa, y después Dave habló con voz redondeada, modulada:

—Sabes, me gustaría mostrarte las imágenes tridimensionales de las multitudes que rodean esta instalación, Nigel. El tránsito está bloqueado en un radio de veinte kilómetros, hay gente por todas partes. Creo que esto ha cautivado la imaginación de la humanidad, Nigel. Una noble iniciativa...

Se preguntó si Dave sabía cómo sonaba eso. Bien, probablemente lo sabía: todo astronauta estaba asociado a la Mutualidad de Actores.

Hizo una mueca cuando, un momento después, la voz untuosa describió el sudado apiñamiento de cuerpos alrededor de la NASA, en Houston; los ataques de insolación y los partos en medio de la muchedumbre expectante, las ondulantes rondas litúrgicas de los Nuevos Hijos, sus vigilias nocturnas en torno a las hogueras de llamas repuntes, aceitosas. Ese hombre era un experto sin lugar a dudas. Los millones de escuchas indiscretos creían haber sorprendido un diálogo veraz: una comunicación directa entre Houston e Ícaro era algo serio. Pero en realidad, el parlamento de Dave había sido cuidadosamente ensayado y recitado.

—¿Deseas hablar con alguien aquí en la Tierra, Nigel, mientras te tomas un descanso?

Contestó que no, que no quería hablar con nadie. Sólo le interesaba contemplar a Ícaro en plena rotación, estudiar la fisura. Y al mismo tiempo imaginaba a sus padres en su apartamento desordenado, anhelaba charlar con ellos, recordaba la forma balbuceante, torpe, en que había tratado de explicarles por qué hacía eso.

Ellos aún vivían en ese amado mundo muerto donde el espacio era sinónimo de investigación, que a su vez era sinónimo de verdad objetiva. Sabían que lo habían entrenado para programas que no se habían materializado nunca. Había sumado horas en órbita desempeñándose como un excelso mecánico, y eso les había parecido estupendo.

Pero esto. No entendían cómo había aceptado una misión que no prometía nada, excepto la posibilidad de colocar una bomba si tenía éxito, y de morir si fracasaba. Una misión embrollada, tramposa, exasperada, con un sesenta por ciento de probabilidades de malograrse, según decían los analistas de sistemas.

Habían emigrado de Inglaterra siguiendo a su hijo cuando a éste lo habían seleccionado para el programa norteamericano-europeo, en la etapa más ardua de su último año de estudios en Cambridge. En su condición de científico sin una especialización determinada había parecido el sujeto adecuado, con buenas aptitudes físicas —jugador de
squash
, de fútbol, piloto aficionado, simpático, dócil (al fin y al cabo era británico, dichoso de tener una carrera)— y presentable. Cuando exhibió reflejos excepcionales, se desenvolvió correctamente en su entrenamiento de vuelo y fue incluido en el programa abortado de Marte, sus padres se sintieron satisfechos: habían recibido una justa recompensa por sus sacrificios.

Pensaron que Nigel sería el pionero de la nueva era de exploración lunar. Esto justificaría su emigración de una Inglaterra aletargada y confortable a ese circo tecnocrático que parecía filmado en technicolor.

De modo que cuando se produjo la contingencia Ícaro, le preguntaron: ¿por qué arriesgar sus años de Cambridge, su astronáutica, en el vacío que separaba a Venus de la Tierra?

¿Y él qué respondió...?

Nada, en verdad. Siguió sentado en la mecedora bostoniana, zarandeándose impacientemente, y habló de trabajo, de planes, de la familia, de la Segunda Depresión, de política. Poco era lo que recordaba de los argumentos de ellos. Sólo la vaga cadencia de sus voces. En la memoria, sus padres se confundían en una sola persona, con un lerdo acento de Suffolk que, rememoraba Nigel, había llenado su adolescencia. Su propia voz nunca podía aterrizar en esas vocales suaves: él nunca podría ser como ellos. Eran un ente autónomo y, aunque él fuera su hijo, permanecía fuera de un perímetro tácito que dibujaban en torno a sus vidas. Dentro de esa curva estaban la certidumbre, las formas claras. Su sala de estar contenía bolsones de aire, sectores que olían a té dulce o a encuadernaciones mohosas o a flores en tiestos: elementos más sustanciales que las palabras de él. Allí, en la húmeda y vieja casa de sus padres, el mundo nervioso, abigarrado, de Nigel, se desmoronaba, y a él también le resultaba difícil creer en las masas humanas que se hacinaban en las ciudades, emporcándolo todo y borrando, como esponjas, lo mejor que alguien pudiera hacer o planear para ellas.

Había poquísimos fondos para la investigación, para las nuevas ideas, para los sueños. Pero sus padres no se daban cuenta de esto. Su padre meneaba la cabeza un milímetro hacia cada lado mientras Nigel hablaba, y el anciano probablemente ni siquiera tenía conciencia de que traicionaba su reacción. Cuando Nigel terminó de describir el plan de la misión Ícaro, su padre le dirigió a su madre una de esas miradas indescifrables y después le aconsejó muy serenamente a Nigel que rechazara la misión, que esperase algo mejor Seguramente se presentaría otra oportunidad. Sí, seguramente. Desde el interior de su perímetro lo veían con mucha claridad. Él aún no les había dado una nuera, ni nietos, y durante los últimos años había pasado muy poco tiempo en casa. Todo esto estaba latente en el milimétrico ademán de su padre, y Nigel se prometió que cuando la misión Ícaro terminara definitivamente los visitaría más a menudo.

Su padre, que obviamente estaba versado en la materia, mencionó las misiones de refuerzo no tripuladas. Las sondas reboticas, armadas con una serie de dispositivos nucleares. ¿Por qué Houston no podía confiar exclusivamente en ellas? Nigel, satisfecho de pisar terreno concreto, le explicó que se trataba de una cuestión de probabilidades. Pero, a pesar de lo que decían los informes de la comisión, sabía que las probabilidades eran muy inciertas. Quizás un hombre era mejor, ¿pero quién podía afirmarlo con certeza? Aunque sólo los hombres pudieran explorar el núcleo de Ícaro, en medio de tanto polvo, ¿por qué debía ser Nigel el encargado? Las respuestas eran fáciles: porque era joven, porque tenía buenos reflejos y, finalmente, porque no quedaban muchos hombres capacitados para ello. Nigel no dijo ni una palabra de esto mientras impulsaba la mecedora, bebía té, y murmuraba en medio de la estratificada atmósfera estancada de la vieja casa. Fuera como fuese, iría. Sus padres lo sabían. Y esa última velada concluyó en silencio.

Mientras volaba de regreso al hormiguero de Houston, cogió el único volumen que había descubierto en la biblioteca de su viejo dormitorio y que había llevado impulsivamente consigo. Las amarillentas tapas duras estaban resquebrajadas, y las páginas estaban endurecidas y manchadas por los accidentes de la adolescencia. Recordó que, poco después de presentar su candidatura para el programa norteamericano-europeo, lo había leído con la intención de explorar la mentalidad norteamericana. Hojeó escenas conocidas y cerca del final encontró el único pasaje que había aprendido involuntariamente de memoria.

Y entonces, Tom, él habló y habló y dijo, larguémonos los tres de aquí una noche y cojamos lo necesario y vayamos en busca de aventuras delirantes entre los indios, en el territorio, durante un par de semanas o más tiempo; y yo dije, muy bien, conforme...

Reclinado en el asiento curvo del avión, sintió que se parecía más a Huck Finn que al europeo calculador con el que le identificaban los demás.

Irrumpió la voz de Dave Fowles.

—Tenemos una nueva estimación de los daños que producirá el impacto, Nigel. Es muy inquietante.

—Oh.

—Dos millones seiscientos mil muertos. Daños periféricos en un radio de cuatrocientos kilómetros alrededor del punto de colisión. No afectará a ninguna de las grandes ciudades de la India, pero sí a centenares de aldeas...

—¿Qué hay respecto a la hambruna?

Dave suspiró.

—Es peor de lo previsto. Supongo que apenas se filtro la noticia de que Ícaro podía estrellarse, todos los pequeños agricultores abandonaron sus cultivos y empezaron a prepararse para la vida en el más allá. Esto sólo sirvió para agudizar la falta de alimentos. La ONU calcula que dentro de seis meses habrá varios millones de muertos, y los víveres que enviamos por avión no modificarán la cifra. Nuestros sociómetras opinan lo mismo.

—¿Y la evacuación del área de impacto?

—Marcha mal. Sencillamente se resignan y no dan un paso —dijo Herb—. Debe de ser a causa de su religión o algo semejante. No lo entiendo, de verdad, no lo entiendo.

Nigel reflexionó y algo vibró en él.

—Se me ocurre una idea —dijo—. ¿Puedo hablar?

—Cómo no, acabamos de pasar a la comunicación privada, Nigel. Las cadenas no captan esto. Habla.

—Voy a implantar el Huevo después de este período de descanso, ¿no es cierto? El campo magnético prueba que este cuerpo es de metal sólido. Es inútil esperar.

—Correcto. El jefe de la misión acaba de confirmármelo. El comienzo de tu descenso está previsto para dentro de unos trece minutos.

—De acuerdo. Se trata de lo siguiente: quiero implantar el Huevo en la grieta que he encontrado. Es una fisura larga e irregular. El Huevo nos dará una mejor transferencia de impulso si estalla en una fosa, y ésta parece muy profunda.

Un susurro de estática marcó el transcurso del tiempo. Una diminuta faceta de Ícaro le envió un fugaz destello blanco y desapareció. Nigel estaba ansioso por explorarlo, por extraer una muestra. Se sentía suspendido debajo del Sol blanco.

—¿Qué profundidad calculas? —preguntó Dave con tono cauteloso.

—He observado el desplazamiento de las sombras a medida que la fisura rota bajo el Sol. Creo que el fondo debe de estar a unos cuarenta metros, por lo menos. Así aprovecharemos mejor la potencia del Huevo. Y al mismo tiempo podré recoger algunos especimenes interesantes —concluyó débilmente.

—Te contestaré dentro de un minuto.

Len interrumpió la espera subsiguiente.

—¿Crees que podrás apañarte? Tal vez sea difícil acoplar el dispositivo si no tienes suficiente espacio de maniobra.

—Si no puedo bajar al fondo lo dejaré colgado. En la superficie el Huevo ni siquiera pesará un kilo. Podré colgarlo de la pared de la fisura como si fuera un cuadro.

—De acuerdo. Ojalá acepten.

Y entonces llegó la comunicación de Houston.

—Autorizamos desembarco cerca del borde. Si la fisura es suficientemente ancha...

Ya estaba preparando el abordaje.

2

Era un mundo de líneas rectas, desprovisto de parábolas serenas. Posó lentamente su módulo —finos vástagos radiales, cilíndricos, para conservar la estabilidad, un perfil de insecto rematado por un receptáculo globular que era el Huevo— observando la pantalla del radar. Era difícil vislumbrar en ese mundo-guijarro el potencial necesario para abrir en la Tierra un cráter de cuarenta kilómetros de diámetro. Parecía torpe, inerte.

—¿Estás seguro de que no necesitas ayuda? —preguntó Len.

Nigel sonrió y su rostro moreno se cubrió de finas arrugas.

—Sabes que en Houston no nos permitirán cortar el contacto. Es posible que la antena de alta capacidad del
Dragón
no funcione en medio de todo este polvo, y...

Other books

Salt to the Sea by Ruta Sepetys
Anne Frank and Me by Cherie Bennett