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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (11 page)

BOOK: En Silencio
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—Tal como yo lo veo, puede que el encargo venga directamente del gobierno serbio —dijo Jana—. Aunque me atrevo a dudar que Milosevic por sí "mismo vaya tan lejos. Pero puede haber otra persona allí a quien se le haya ocurrido la idea. Mirko dijo exactamente eso, y luego intentó ampliar el círculo cuando metió a los rusos en el asunto.

—Tal vez tenía que hacerlo —opinó Ricardo—. Pero a mí me parece demasiado elaborado. La mayoría de los funcionarios del gobierno de Moscú están asociados a las grandes asociaciones criminales del país, y ahí lo que importa es el dinero. Es cierto que Rusia es el principal mercado para los asesinatos por encargo, pero no se meten en política. La mafia rusa arriesgaría mucho. Ellos ganan con Chechenia, de ese modo le remiendan al oso la columna vertebral, y todos se sienten orgullosos de nuevo. Incluso los comunistas ven con escepticismo todo lo que ponga en peligro la estabilidad internacional.

Venga ya. No es precisamente una primicia que los oficiales rusos y los ex agentes del KGB intentan vender barato ojivas nucleares.

—Lo sé… los ucranianos. Fueron hombres de negocio alemanes los que tramaron el acuerdo.

—Los militares corruptos venden en todo el mundo a los mejores postores. Y ésos son los rusos. Quiero decir que quien aprueba la entrega a Irán de material nuclear no puede luego asustarse ante un magnicidio.

—La pregunta sería quién logra algo con eso.

—Se le pararían los pies a Occidente —dijo Jana con una firmeza que le sorprendió a ella misma—. Y éste podría por fin volver a ocuparse de sí mismo.

Ricardo guardó silencio durante un rato. —¿Sigue admirando a Milosevic? —le preguntó finalmente.

Jana se contuvo. Su mirada buscó un sostén en el confortable salón con caros muebles italianos. Luego se acercó a la ventana y miró hacia fuera, a las colinas de la Langhe.

—Es sólo un trabajo —dijo.

Ricardo carraspeó. Se puso de pie y se unió a ella.

—Ya sé que es un trabajo. Mire usted, yo soy su asesor financiero. Mi tarea consiste en compatibilizar las actividades de Laura y de Jana, y asesorar a ambas mujeres de negocios para que saquen las mayores ganancias. Si me pongo a indagar sus motivos, no produzco ningún beneficio para nosotros desde el punto de vista económico. —Ricardo hizo una pausa—. Pero usted y yo estamos muy próximos. Y no sé, de algún modo me siento en el deber de alertarla. Para Jana es un trabajo. No consideraría ni un segundo rechazar ese encargo. Jamás nos hemos interesado por la ideología de nuestros clientes. Pero para Sonja podría convertirse en una cruzada personal. Podría cometer errores. Si su objetividad se enturbia por algo, puede poner en peligro el resultado de la acción, lo quiera usted o no. Y existe siempre una gran diferencia entre dejarse utilizar o ser utilizada. Yo también meditaría sobre eso un segundo antes de tomar una decisión definitiva. Jana reflexionaba.

—Confiar en Milosevic fue un error —dijo ella—. Está arruinando el país, pero en los principios sigue teniendo razón, a pesar de todo. —Jana suspiró, se dio la vuelta y sintió que la confusión se apoderaba de ella—. Hasta ahora no se ha dado que las repercusiones de mi trabajo hayan… hayan cambiado realmente las cosas. ¿No es así?

—No. En realidad no.

—De repente todo se mezcla de nuevo. Usted tiene razón, Silvio. El asunto se volvería demasiado personal. Lo sé, por eso me escogieron a mí. Eso es lo que Mirko intentaba decirme. No se trata sencillamente de un trabajo, me sitúa ante la cuestión sobre si queremos o no enviar al mundo una señal de esa índole. Y si lo quiero yo. Dicho con toda sinceridad, Sonja Cosic está ahora mismo parada con el puño en alto en una colina de la Krajina y todo en ella clama por seguir esa llamada. No podemos dejar que se nos siga degradando a figuras marginales y a errores de la historia. Los serbios siempre han sido las víctimas. Jana, por el contrario, sabe lo que desataría con eso, y no me da del todo igual. Me importan las personas.

—Eso también lo dijo Leila Khaled.

Jana sabía a qué aludía Ricardo. La palestina Leila Khaled había pertenecido a los comandos del Frente Popular que en 1969 tomaron en su poder un avión de la línea TWA y al año siguiente un jet de pasajeros en El—Al. A los secuestradores no les interesaba ocasionar daño alguno a las personas de a bordo, sino utilizarlas como moneda de cambio para obtener la puesta en libertad de unos camaradas, sacar publicidad y atraer la atención de la opinión pública hacia los problemas de su país. Leila Khaled no se veía a sí misma como una mujer cruel y carente de escrúpulos, y probablemente tuviera razón al hacer esa valoración de su persona. «Mire —diría más tarde en uno de los muchos interrogatorios a los que fue sometida—, yo tenía órdenes de ocupar el avión, no de volarlo por los aires. Me importan las personas. Si hubiera querido volar el avión, nadie hubiera podido impedírmelo.»

Pero la historia de Leila Khaled se remontaba treinta años atrás. Era la historia de una idealista que jamás pretendió ser otra cosa, citada por otra idealista que se había convertido en algo muy distinto. Una profesional, una asesina por encargo que ya no se preguntaba si se podía matar por dinero, sino únicamente cuan lejos se podía llegar. Hacía mucho tiempo que se había abierto un abismo entre Jana y Leila Khaled. Precisamente por eso el comentario de Ricardo sobre la memorable confesión de la palestina le había tocado tan hondo. En los últimos años había podido vivir a gusto con esos encargos, y sobre todo había podido vivir muy bien de ellos. Otra cosa era la lucha justa que ella creía perdida y que esperaba retomar. A Jana no le había costado ningún esfuerzo separar ambas cosas, hasta el día en que Mirko se aproximó a ella y volvió a plantearle esas viejas preguntas.

De repente un puente parecía flotar sobre el abismo. Una invitación a salvar ese abismo.

La idea era atrayente. Serían las dos cosas al mismo tiempo. La solución objetiva de una demanda y el triunfo sobre el arrogante imperialismo enemigo, que hasta ahora sólo se había dedicado a juzgar en lugar de tomarse el esfuerzo de comprender al pueblo de Sonja Cosic. A su vez, serían los honorarios más altos que jamás había cobrado, la coronación de su carrera y al mismo tiempo el final de su compromiso, el comienzo de una nueva vida.

—¿Qué me aconseja? —preguntó Jana de repente, volviendo el rostro hacia Ricardo.

Ricardo reía bajito.

—¿Quiere mi consejo?

—Sí.

—Hágalo.

—¿Por qué?

—Porque a la larga no podrá seguir haciéndolo. Sería el punto más brillante y a la vez la cima de su carrera, y todo el mundo sabe que el político más inteligente es el que se retira en el cenit de su gloria. Se vería obligada a empezar de nuevo, y eso, por lo que creo, le haría bien. La liberaría del dilema en el que está metida desde que la conozco. Usted no es verdaderamente feliz, Jana. Acéptelo. Hágalo. Muchos le darán en secreto palmaditas de aprobación en el hombro. Habría llantos y rechinar de dientes. Los problemas de Europa acapararían la atención global. Tal vez después de ello caiga algún que otro jefe de Estado, pero ni las Naciones Unidas ni China están interesadas en un intercambio de golpes a mayor escala. El problema quedaría resuelto. El Caballo de Troya tendría el trofeo más codiciado del mundo sin que nadie tenga que saberlo. Usted y su país obtendrían una satisfacción. Yo no puedo juzgar cómo va a manejar usted personalmente el asunto, pero eso ya no sería mi problema.

—¿Qué cree sobre el origen del encargo? —¿Serbia? ¿Rusia? ¿Libia? Sinceramente, Jana, ¿tiene eso alguna importancia si le da la posibilidad de comenzar una nueva vida?

Jana miró fijamente hacia adelante.

De pronto le parecía que sus pensamientos se adentraban en un callejón sin salida. Era como si en un programa con capacidad limitada de almacenamiento se abriera una ventana tras otra, descargando un archivo tras otro, hasta que en la pantalla aparece ese conocido cuadro de color gris que avisa: «No tiene suficiente memoria para abrir nuevas ventanas. Cierre algunas ventanas e inténtelo de nuevo.»

Era ya hora de cerrar urgentemente algunas ventanas. No podía seguir pasando su vida sedimentando personalidades e identidades sobre su persona. Ricardo tenía razón. Jana había llegado al final. Entre la profesionalidad y el patriotismo se había quedado colgado su cursor interior, por así decirlo.

Una última jugada genial que uniera en sí misma de nuevo todas aquellas personalidades; y después, dejarlo. Ser otra persona.

Esa casa en los viñedos del Piamonte desaparecería.

Pero sería hermoso sustituirla. ¡Tendría treinta millones de dólares a su disposición!

Podría dejar por fin de correr detrás de Sonja Cosic.

—Silvio —dijo.

—Le escucho.

—Póngase en contacto con Mirko. Dígale que acepto el encargo. Debe proporcionarme los detalles específicos y transferirme un millón a la cuenta que ya conocemos.

Silvio sonrió.

—Está hecho —dijo—.
Signora
Firidolfi.

1999. 15 DE JUNIO. COLONIA. AEROPUERTO

Aunque O'Connor no hubiera nacido en Dublín, hubiese sido necesario imaginárselo allí, pues casaba a la perfección con la noción que Wagner tenía sobre los autores irlandeses. Para ella, O'Connor era más un escritor que un físico, con un punto de vista de cuya subjetividad ella era consciente y que a fin de cuentas era poco acertada. Para colmo—, O'Connor, aunque nacido y criado en Dublín, no era un irlandés al ciento por ciento. Su padre era dublinés, pero su madre era de Hannover. A esa circunstancia debía O'Connor el haber crecido bilingüe y dominar el alemán de un modo tan fluido como el inglés. Y cuando nadie le entendía en ninguno de los dos idiomas, terminaba echando mano al idioma heredado de los irlandeses y hablaba gaélico, a fin de atestiguar su relación con las raíces celtas de su nación. En cualquier caso, tanto si detrás de ello se escondía un interés auténtico o una autocomplacencia académica, lo cierto es que había aprendido el idioma arcaico y solía utilizarlo con suma frecuencia, tanto en un punto como en otro del mapa, donde en ocasiones desaparecía durante varios días y sólo unos ancianos con barbas de varios días y olor a pescado en la ropa sabían decir dónde se encontraba.

La ciencia había cimentado la fama de O'Connor, y como científico no era ni irlandés ni típico en modo alguno. La mayoría de los científicos que Wagner había conocido tenían dificultades con la ropa. Balanceaban átomos en agujas de pocos nanómetros de espesor, pero parecían incapaces de notar un abombamiento o una arruga del tamaño de un puño en la chaqueta o el pantalón. Las generaciones más jóvenes vestían vaqueros y camisetas, con lo cual respondían a la imagen, por lo menos a grandes rasgos, del aventurero académico, como los investigadores alemanes Gerd Binnig o Horst Störmer. Una teoría científica, cuando era cierta, era calificada en esos ambientes de elegante; sin embargo, el teórico en cuestión muy pocas veces lo era. O'Connor, con su traje de color gris metálico de Armani y su corbata a juego, con su camisa del mismo color, su perfecto bronceado y su impecable corte de pelo, se oponía a ese cliché sin dejar de ser un heterodoxo, una impresión que, tenía que admitir Wagner, conseguía de una manera impresionante.

O'Connor, el físico, se gustaba a sí mismo en su condición de anuncio del Dublín Trinity, la universidad donde había cosechado sus primeros éxitos y que lo había promovido. El escritor O'Connor, por el contrario, era conocido por emprenderla contra su ciudad natal a la menor oportunidad. Para ello contaba con toda una tradición de dublineses, que, posiblemente le suministraban la base de sus continuos improperios. Jonathan Swift había llamado a Dublín «una ciudad lamentable»; W. B. Yeats la calificó de «ciega e ignorante», mientras que George Bernard Shaw hablaba por lo menos de una cierta burla y denigración característica de Dublín. James Joyce dio fe en infinidad de ocasiones de que estaba harto de esa ciudad de la insatisfacción, la maldad y el fracaso, y deseó siempre alejarse de ella. No obstante, ninguno de ellos consiguió apartarse del todo de Dublín. Cada uno de ellos representaba a su manera la paradoja de la ciudad junto al río Liffey, lo triste y centelleante, como apuntó Joyce, la deteriorada confusión sin la cual no hubieran podido vivir ni trabajar. Fuera cual fuese el origen de ese amor—odio que los literatos de Irlanda profesaban a su ciudad, O'Connor lo había adoptado y cultivado con esmero.

Wagner dudaba de lo cierto de su odio por aquel montón de escombros, como O'Connor llamaba a Dublín. Como si no tuviera bastante claro que en esa ciudad, a lo largo del siglo XX, se había formado una corriente literaria de primer rango cuyos representantes en su totalidad cultivaban su imagen de rebeldes, bebían y discutían, y de paso conseguían escribir sus obras maestras. Samuel Beckett, Brendan Behan y el singularísimo Flann O'Brien no sólo se juzgaban unos a otros con un egocentrismo deportivo, sino que también eran clientes fijos de las tabernas, lo que les proporcionó la fama casi mítica de grandes bebedores empedernidos. Estaba por averiguar si era ésa la razón por la que O'Connor bebía como un cosaco; también habría que averiguar si realmente todos esos literatos irlandeses considerados como borrachuzos en realidad bebían tanto. Lo que sí era seguro era que apenas existía otro pueblo cuya casta intelectual, particularmente, llevara a tales extremos sus propios clichés como los irlandeses. Y no porque ellos mismos lo quisieran, sino porque eran así. Porque, en efecto, Irlanda parecía ser el único país del mundo en el que cualquier cliché se materializaba hasta ser adoptado al ciento por ciento por la realidad. Por eso era del todo natural que O'Connor no sólo bebiera, sino que apareciera en la vida de Wagner borracho de whisky irlandés. Y que él, en absoluta concordancia con la tradición de los literatos de su país, anduviera erguido en pleno delirio, con cierto aire elegante y una absoluta coherencia consigo mismo.

Salieron del reservado y atravesaron la primera planta del aeropuerto. El aeropuerto de Colonia—Bonn era una gran obra en construcción. En el flanco noreste surgía un universo nuevo de acero y cristal. A comienzos del nuevo milenio los pasajeros llegarían con el tren de alta velocidad a una estación subterránea situada a dieciocho metros bajo tierra, y tras menos de cien pasos ya habrían pasado el control para luego, a continuación, sentarse cómodamente en unos lujosos sillones con vista a la pista de aterrizaje. El proyecto respondía a las exigencias. Ya no quedaba ni rastro del ambiente apacible de otros tiempos. Los pasajeros poblaban aquella pequeña terminal demasiado antigua como en un hormiguero. Todavía el megaaeropuerto no era más que un gran despliegue de alta tecnología en construcción, al que, desde principios de ese mes, la élite de la política mundial hacía el honor de visitar casi a diario.

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