Lo que entonces sucedió, tuvo lugar con la precisión cronometrada de una consumada profesionalidad. En un abrir y cerrar de ojos Jana había vaciado la maleta desvencijada, colocado una parte de su contenido sobre la tapa del váter y apilado el resto ante ella, en el suelo. No era una labor fácil cambiar las cosas de una maleta a otra de gran formato en un baño público, pero sí algo realizable cuando se tenía práctica. Jana no necesitó ni siquiera dos minutos. La ropa y los accesorios cambiaron de lugar, y la mayoría de las cosas desaparecieron en la nueva maleta, mientras otras lo hacían en el nuevo bolso de mano. Se quitó las ropas poco llamativas que llevaba, salvo el sujetador y las bragas, se quitó también la peluca de cabello gris de la cabeza y arrancó la fina capa de látex que le cubría la frente y las mejillas, la misma que había otorgado a su piel aquel aspecto marchito. A continuación, con rapidez y seguridad, se puso unas medias negras, una blusa del mismo color, una estrecha falda de color gris y la chaqueta a juego, sacó un reloj caro y se puso unas discretas joyas en las muñecas y en el cuello, y se calzó unos zapatos de tacón de color negro opaco. Sacó un espejo y se ocupó de su rostro.
El maquillaje le llevó un minuto más; luego su pelo natural desapareció bajo otro tocado artificial. Al momento siguiente, unos rizos rubios cayeron sobre los hombros de Jana. Guardó los utensilios de maquillaje en el bolso de mano, metió a la mujer de apellido Baldi, con todos sus cachivaches, junto con el resto de su ropa, se puso un pañuelo tirolés alrededor de los hombros y salió del lavabo relajada con su nuevo equipaje.
—Creo que alguien ha dejado olvidada su maleta ahí —le dijo en alemán, con cierto acento eslavo, a la empleada de los lavabos, al tiempo que depositaba una moneda en el platillo. Sin esperar una respuesta, con la maleta de MCM firmemente agarrada, el bolso de mano bajo el brazo, salió al vestíbulo de la estación y fue desde allí hasta el aparcamiento de taxis. El conductor del primer coche la vio venir y se bajó sin dilación para ayudarla a guardar la maleta. Ella registró con satisfacción que el hombre había deslizado furtivamente su mirada por su cuerpo antes de hacerla entrar en el coche.
—Hotel Kristall —dijo.
La maleta dejada en el lavabo de la estación y el viejo bolso guardado dentro de ella serían llevados a la oficina de objetos perdidos. Había manipulado ambos objetos con guantes, pero puesto que estaban vacías y no contenían ninguna cosa en particular, a nadie se le ocurriría examinarlos en busca de huellas. Tras algún tiempo a la espera de que alguien fuera a reclamarlos, terminarían en la basura o en posesión de algún pobre diablo.
Una persona había llegado a Colonia. Y otra persona había salido de la ciudad. Eso era todo.
Divertida, Jana pensó en los innumerables libros y películas en los que los agentes secretos y los gángsteres sometían su aspecto exterior a metamorfosis semejantes a la que ella acababa de realizar. Siempre era representado como si de algo especial se tratase, pero no tenía nada de especial. La metamorfosis formaba parte de la rutina. Se trataba únicamente de interrumpir con la mayor frecuencia posible cualquier rastro, a ser posible antes de que alguien empezara a seguirlo. Posiblemente, nada de lo que había hecho hasta ese momento en ese sentido ni lo que haría todavía, fuera estrictamente necesario. Con toda certeza, tendría que viajar más tarde a Colonia con suma frecuencia presentándose oficialmente como Laura Firidolfi. Pero en ese momento le gustaba más así.
Ninguna persona podría dar fe más tarde de que una persona como la responsable de los acontecimientos venideros hubiese estado jamás en Colonia. La reconstrucción de los hechos sería casi imposible. Nadie podría afirmar haber visto a Jana en ningún momento en la ciudad. Jana, por su aspecto real, sólo existía en la figura de Laura Firidolfi, y ella estaba ahora en el sur de Italia en compañía de su asesor financiero Silvio Ricardo y del jefe de Programación de Neuronet, Maxim Gruschkov, algo que ambos podían atestiguar bajo palabra de honor.
El taxi se detuvo frente al Kristall, un hotel de diseño de un gusto dudoso, pero a pesar de todo elegante y cómodo, situado en la autovía urbana Norte—Sur. Ella le dio al taxista una generosa propina y le pidió que le llevara la maleta hasta el interior, donde el servicial personal del hotel se encargaría de trasladarla hasta la habitación. Se registró en la recepción como Karina Potschova, mujer de negocios ucraniana; se informó sobre los principales lugares de interés y pidió que le reservaran una mesa en un elegante restaurante italiano, el Alfredo.
El Kristall respondía esencialmente a todas las expectativas de Jana, si bien a ella no le hubiese importado vivir en la pensión. El actual disfraz tenía mucho más que ver con la auténtica Jana, y estaba asociado, por consiguiente, con una serie de circunstancias más agradables. No obstante, se alojaría en cualquier otro ruinoso hotel lleno de chinches si la situación así lo requiriese. Mientras estaba metida en la piel de una persona, era esa persona. Se movía, pensaba y sentía de esa manera. Quien se sentía disfrazado, actuaba como si lo estuviera. Jana era en cada ocasión lo que representaba ser.
Durante un instante se permitió ese momento muy personal del bienestar que provoca vestir ropa de calidad y disfrutar del lujo de un buen hotel. Comería exquisitamente y bebería algún excelente Barolo o Amarone. De muy buen humor, dedicó una breve visita a su habitación, examinó su maquillaje y se dirigió hacia la catedral, que ahora admiró detenidamente, como si viera por primera vez esa colosal obra arquitectónica. En uno de los comercios de recuerdos situados entre la estación y la catedral, emplazados en la horrible explanada de hormigón que servía a la catedral como zócalo y a las manadas de turistas como escenario de sus vivencias, adquirió un mapa de la ciudad y una guía, repasó al vuelo los datos más importantes y emprendió su recorrido, aparentemente sin rumbo, por la urbe.
Ese día Jana conoció lo que más le interesaba de Colonia. La ópera y el teatro, los museos, el ayuntamiento y otros edificios representativos, lugares en los cuales podía esperarse alguna que otra visita de Estado, así como los hoteles más caros y distinguidos, la ciudad vieja. Todavía no poseía ninguna información sobre cuáles de esos lugares jugarían un papel decisivo, si es que lo jugaban; pero de ese modo pudo conocer a grandes rasgos el terreno y desarrollar sus primeras ideas.
El día siguiente lo dedicaría al aeropuerto. Sabía que tendría que venir en otras muchas ocasiones, pero esa primera visita ya le prometió algunos resultados. Pasado mañana a la misma hora, cuando Karina Potschova siguiera viaje a Turín para transformarse poco después de nuevo en Laura Firidolfi, sabría por lo menos qué cosas no funcionaban.
Por enésima vez Jana se preguntó si los clientes de Mirko sabían con claridad lo que exigían de ella.
Iban a soltar veinticinco millones.
¡De modo que lo tendrían claro!
Un grupo de holandeses pasó por su lado, todos con baratos gorros de Santa Claus en las cabezas y blandiendo sus bolsas de la compra.
Era cierto. Estaban en Navidad.
Era raro que, a pesar de los opulentos mercados navideños y de la inequívoca decoración, los escaparates se vieran obligados a recordarlo constantemente. En Alemania no era distinto al resto de Europa. Quizá porque esa fiesta del amor estaba regulada por los horarios de apertura y cierre de los comercios.
Jana se fijó en uno de los holandeses. Caminaba gesticulando junto a los otros y les hablaba con insistencia.
—Bumm —dijo en voz baja.
El holandés se rió. El grupo se alejó.
Jana los siguió con la mirada durante unos segundos y dedicó su atención a otras cosas.
Kika Wagner viajó primero hasta el Maritim para cerciorarse de que el equipaje de O'Connor había sido llevado sin contratiempos a su suite. Tuvo que esperar algunos minutos hasta que llegaran las dos maletas y su bolsa con los palos de golf que O'Connor llevaba consigo a todas partes. Cuando no estaba escribiendo, investigando o borracho, el irlandés jugaba al golf como un poseso. Para el día siguiente, por invitación de la Caja de Ahorros de Colonia, iría al campo de golf de Pulheim, donde tenían reservada una mesa para comer en el restaurante, en el cual, a pesar de tener una sola estrella, cocinaban mejor que en otros sitios.
Wagner pidió que le mostraran la habitación. Estaba decorada de un modo confortable y generoso, y proporcionaba una vista fantástica de la orilla opuesta del Rin, con el hotel Hyatt. Satisfecha, fue con el ascensor hasta el vestíbulo y pidió en recepción un buen whisky, escocés o irlandés, pero en ningún caso bourbon. No era su responsabilidad impedir que O'Connor bebiera. Él mismo podía conseguir el alcohol cuando y donde quisiera. Y si otorgaba tanto valor a la bebida, se alegraría de tener una botella en la habitación.
Por lo visto, la recepcionista entendía de whiskies tanto como la propia Wagner. Llamaron por lo tanto a un colega que alzó la comisura de los labios con gesto de entendido y prometió ocuparse del asunto. El nombre que mencionó Wagner lo había oído alguna vez. Luego añadió algo sobre un
Special Old Reserve
y mencionó las palabras
Puré Single Malt.
Eso le pareció lo suficientemente exótico para fiarse de la pericia del hombre. Kika le dio las gracias y recorrió el vestíbulo del hotel con la mirada.
También allí reinaba una atmósfera febril. Faltaba la vista de los guardaespaldas de anchos hombros, pero en su lugar vio a hombres y mujeres con el riguroso gris de servicio atravesar la planta baja, reunidos en grupos u ocupando las mesas con sus carpetas y sus portátiles.
Por segunda vez en ese día se acomodaba en el vestíbulo de un hotel, pedía un capuchino y esperaba. Las personas sentadas en el vestíbulo del Maritim tenían la misma elegancia y comodidad que las del Hyatt, y, como aquéllas, no eran del agrado de mujeres como Kika Wagner. Kika se reclinó en su asiento y estiró las piernas. Dos hombres que hablaban en un idioma que probablemente fuera ruso pasaron por su lado y la miraron fijamente. Eso también estaba bien.
Un cuarto de hora más tarde llegaron Kuhn y O'Connor. El editor le dedicó una sonrisa irónica con el pulgar levantado, lo que tal vez significaba que O'Connor se había comportado educadamente en la librería. Luego tiró de su chaqueta y se dirigió a la recepción. Wagner se levantó, se alisó la falda, y en ese mismo instante se enfadó por el desparpajo de aquel gesto en público; a continuación, caminó en dirección al físico. —¡Hola, Ki-Ka! —dijo O'Connor y la miró. Una gran cantidad de átomos en su barriga y en su pecho entraron en un nivel más alto de energía y se dispararon de un modo alocado. Kika sonrió. O'Connor parecía reflexionar. Luego se iluminó la expresión de su rostro. Caminó hasta uno de los floreros repartidos por todo el vestíbulo, arrancó una rosa y regresó al sitio donde estaba Wagner. Y ahora esto.
Kika se disponía a formular algunas palabras de gratitud con la frialdad apropiada. Luego se dio cuenta de que el huésped no hacía ningún ademán por entregarle la rosa. Se daba la vuelta de un lado al otro, la olía y asentía satisfecho.
—Adoro las rosas —dijo.
—Sí —apuntó Wagner secamente—. Se ve.
—Me la llevaré a la habitación y arrojaré a la basura cualquier otra planta que me encuentre en su lugar. ¿No le ha llamado eso nunca la atención, Gaby? Los hoteles afean las mejores habitaciones con los arreglos florales más horribles. Como centros de mesa fúnebres. Uno se tumba en la cama y se pregunta dónde está el cura.
—Usted tiene la suite 108 —dijo Kuhn, inmiscuyéndose en la conversación y haciendo oscilar una llave.
—¿Y qué? —preguntó O'Connor con toda seriedad—. ¿Qué se supone que significa eso?
—Nada —dijo Wagner—. Podríamos subir a la torre de la catedral. Está justo al doblar la esquina.
—Yo estoy en la habitación 344 —añadió Kuhn, presuroso—. Si necesita algo, estaré allí durante el próximo cuarto de hora, aseándome. Sólo tiene que llamarme.
O'Connor levantó el brazo y le dio una jovial palmada en el hombro.
—Eso yo sólo lo haría, mi querido Kuhn, mi viejo amigo, si tuviera usted unos rizos rojos y las tetas de Lollo Ferrari.
A Kuhn se le enrojecieron las orejas.
—Veré… Eh… Veré lo que puedo hacer. ¿Le he entendido bien? ¿Quiere usted que…?
O'Connor se inclinó hacia él, se tambaleó ligeramente y lo olisqueó.
—¿Qué loción de afeitar usa usted? ¿Irish Moos? ¿Quiere hacerse querer?
—¡Eh, Liam! ¡Ya es suficiente!
—Yo soy su caballo de tiro. Déjeme determinar a mí, por favor, cuándo es suficiente. ¡Dios mío, cómo apesta usted! Hoy por la tarde quizá tenga que quedarme tumbado en la cama. Gaby, quiero decir, Kika… ¿En qué habitación está usted? ¡Ah! Creo que su amigo Kuhn ha bebido un par de copas de más. Apenas puede sostenerse en pie. ¿Me lleva usted a la habitación?
—Si sube hasta la primera planta… —empezó diciendo Wagner.
—Si sube hasta la primera planta —la interrumpió O'Connor—, quizá yo suba con usted. De lo contrario me voy al bar.
Wagner registró algo que pugnaba por salir en su interior y tomar aire. Entonces se obligó a dar un paso atrás y asintió.
—Bien. Vayamos.
Kuhn llamó el ascensor. Subieron y caminaron a lo largo del pasillo que conducía hasta la suite de O'Connor.
—¿Qué estatura tiene usted? —quiso saber O'Connor.
—Demasiado alta para usted —respondió ella con una sonrisa vacilante.
—¡Yo no diría lo mismo! —protestó O'Connor, encogió la cabeza y la observó con mirada canina—. Mido un metro ochenta y cuatro. En realidad mido incluso un metro ochenta y seis. Siempre medí un metro ochenta y seis.
—¿Y por qué ahora se ha reducido dos centímetros?
—El año pasado mi médico me dijo que medía un metro ochenta y uno. No perdí mucho tiempo con él. Discutimos mucho sobre el tema y al final nos pusimos de acuerdo en el metro ochenta y cuatro. ¿Me cree la historia?
—No.
—Pero es cierta. Los seres humanos nos hacemos más pequeños con la edad. Todavía hay esperanzas para usted, Kika.
Kuhn abrió la habitación 108 y empujó a O'Connor dentro de ella.
—Debería descansar un poco —le propuso Wagner—. A las siete tiene que comparecer en el Instituto de Física.
—Ah, eso —O'Connor le daba vueltas a la rosa de un lado a otro, caminó a tientas hacia su equipaje, palpó su bolsa de golf y vio el whisky encima del aparador situado bajo el espejo. Sus ojos brillaron.