Le entregó a Mirko una segunda carpeta.
—He hecho una lista de todo el equipo —dijo Jana—. A la cabeza estamos usted y yo, además de Gruschkov. En lo que a este último respecta, es sin duda una mente privilegiada, pero no está tan preparado para el trabajo en el frente. De todos modos, me gustaría tenerlo con nosotros, él le escribirá sobre la marcha un programa completamente nuevo para caso de emergencia. Pero necesitamos uno o dos técnicos más a fin de realizar las instalaciones necesarias. Un especialista para los espejos y un asistente. Y el sexto hombre, por supuesto. Mirko frunció el ceño.
—Tengo que admitir que eso me depara todavía bastantes dolores de cabeza. Es el único punto débil.
—Bueno, sólo existen dos posibilidades —dijo Jana—. Soborno o extorsión.
—Tenemos seis meses —dijo Mirko—. ¿No bastaría ese tiempo para involucrar a un doble?
Jana hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es demasiado complicado. Tendríamos que conseguir a alguien que posea un parecido básico con la persona que pretendemos sustituir. Tendría que ser oriundo de Alemania, poseer conocimientos especializados y estar dispuesto a dejarse operar. Los cirujanos tendrían que hacer un milagro! Las cicatrices tardan dos meses en sanar completamente. No se podría ver ni un ápice de la operación, y eso es difícil de conseguir.
—¿Y si tuviera un accidente de coche? Eso explicaría porqué ya no tiene el mismo rostro que tenía antes, por no hablar de las cicatrices.
—Tampoco en ese caso. ¿Qué pasa si esa persona tiene familia?
—Bueno.
—Usted me entiende mal —dijo Jana, enfadada—. Quiero decir que tendríamos que matar a todos o de lo contrario olvidar esa idea. A la larga resulta imposible engañar a una familia. Esa persona tendría que hacer algo más que una breve aparición; tendría que fingir durante semanas ser una persona diferente de la que es, lo mismo en su casa, en la cama que en cualquier otra parte. Además, en ese caso nos veríamos obligados a escenificar un accidente. Tendríamos demasiados escenarios de guerra paralelos.
—Tiene usted razón —dijo Mirko después de meditarlo—. De modo que haremos el clásico truco.
—Ambas cosas son concebibles —dijo Jana, asintiendo—. Soborno o extorsión. Podemos trabajar en ello.
Mirko sopesó ambas carpetas en su diestra y sonrió.
—Es trabajo de primera calidad —dijo—. Sabía que acertaba al confiarle a usted este asunto.
Jana le devolvió la sonrisa.
—Eso me alegra.
—Propongo que, puesto que me ocuparé de conseguir el YAG, me ocupe también de encontrar a los técnicos. Con usted y conmigo tenemos una jefatura serbia, tal como quería el Caballo de Troya. Lo mejor sería que encontráramos a alguien más de origen serbio. Por otra parte, mis clientes han aceptado que nuestros colaboradores sean profesionales extranjeros y les da lo mismo. Quieren únicamente que la operación sea llevada por una mente serbia.
—Eso puede asegurárselo.
—Estupendo. Pienso que lo primero que haré será extender mis tentáculos hasta el IRA. Los irlandeses son imbatibles en hallar soluciones técnicas. Hasta donde sé, hace algunos años tuvieron la misma idea que usted.
—¿De veras?
—Incluso comenzaron a trabajar en ella. Pero luego, como se sabe, todo salió distinto.
—¿Por qué? ¿Qué sucedió?
Mirko enarcó las cejas.
—La paz, eso fue lo que sucedió.
—¡Ah, eso! Es cierto. En realidad nos viene bien que negocien con los ingleses. Algunos de ellos han debido quedarse en el paro. Sí, pienso que encontraremos algo allí.
Jana repasó en su mente una vez más todos los puntos. Lo habían hablado todo. No habían pasado por alto nada.
La satisfacción la llenó.
—Y bien, Mirko. ¿Qué le parece? ¿Nos llegamos hasta el aeropuerto?
—Será un placer —dijo Mirko.
—A continuación podrá usted seguir su viaje. Tenemos unas dos horas para verlo todo, eso debería bastar.
—Magnífico.
Jana se levantó. Mirko cogió las carpetas, las metió en un portafolio y le abrió la puerta.
—Qué galante —dijo Jana—. Por cierto, pensé que le daríamos algún nombre a nuestra operación —dijo.
—Buena idea —dijo Mirko—. ¿Ya tiene alguno?
—Sí. ¿Qué le parece «En silencio»?
Mirko sonrió con ironía.
—Muy apropiado. Sí, me gusta mucho. No se puede describir mejor.
«Por eso —pensó Jana—. Vivir y morir en silencio.» En las próximas semanas se decidirá a quién le tocará cada papel.
Jana se puso las gafas, pasó junto a Mirko y ambos salieron de la habitación.
Hay cosas que uno, sencillamente, sabe.
Sin perder un segundo más, Wagner salió afuera, subió a un taxi y le dio al taxista la dirección. No era demasiado lejos. También hubiese podido coger su Golf, pero su intuición le decía que era mejor dejar el coche en el aparcamiento subterráneo del hotel Maritim.
Cinco minutos después pagó la carrera, bajó del taxi y se precipitó al interior de la repleta cervecería Päffgen. Durante un instante flotó a la deriva en un mar de ruidos. Cientos de voces se mezclaban formando un griterío que hacía emprender la fuga a los amigos de las tabernas tranquilas y que, por el contrario, era calificado por los clientes habituales como un silencio a un nivel más elevado. Sólo en Colonia existían esos templos desclasados en cuya entrada se suprimía toda diferencia entre ricos y pobres, jóvenes y viejos, de derechas o de izquierdas, y se entraba en una suerte de comunismo en el que todos recibían la misma cerveza y el mismo trozo de queso holandés sobre un pedazo de pan de centeno fresco, ya fuera crujiente o blando.
Wagner examinó su entorno mientras se abría paso entre la muchedumbre de la entrada y recorría el interior, mucho más ordenado, siempre esforzándose por no cruzarse en el camino de los camareros, los cuales, en caso de necesidad, serían capaces de atropellar a cualquiera. En la zona de la barra y en la sala situada detrás estaba todo a tope. Wagner continuó caminando hacia la terraza trasera y deambuló entre las mesas, flanqueadas por desconchadas sillas plegables de color amarillo. No había un solo sitio vacío. Al pasar, consiguió arrebatarle a uno de los camareros una
kölsch
recién servida y la bebió con la avidez correspondiente a una calurosa noche de verano como aquélla. Luego se dirigió de nuevo al interior y a la sección colindante, la parte más antigua de la cervecería, donde la disposición de las mesas colocadas en el centro recordaba una mezcla de vagón de gran capacidad revestido en madera y una jaula de gallinas ponedoras. Pero tampoco allí pudo encontrar a O'Connor. Kika volvió a salir a la FriesenstraBe.
Enfrente, en posición transversal, se encontraba el Klein Kóln, el local del que el ejecutivo de la Caja de Ahorros había dicho que allí se podía encontrar a seres humanos de carne y hueso. De hecho, el Klein Kóln había pasado de ser una taberna de boxeadores a un sitio de culto de los últimos ejemplares de esa especie. La escena criminal de Colonia había adquirido otro tono desde la afluencia masiva de bandas albanesas, checas y rusas. Habían pasado ya varios años desde que el legendario gángster colonense Schäfers Nas' se había lamentado del aumento de la brutalidad sin sentido en las calles de la otrora apacible metrópoli junto al Rin. Si se tenía suerte, uno encontraba en el Klein Kóln algunos restos de los días en los que se decía que ciertas prostitutas tenían un corazón de oro y los chulos pegaban a los clientes de las chicas, no a las mujeres. Allí uno podía tropezarse, con bastante certeza, con tipos disfrazados de cowboys, o ancianos canosos con un peinado corto y desgreñado y una camisa bordada que se pasaban horas y horas bailando junto a la máquina de discos y jamás perdían su extasiada sonrisa irónica; o con versiones envejecidas de Olivia Newton-John, cuyo armario parecía salido de los primeros capítulos de la serie
Dallas.
El resto era curiosear: contemplar el ambiente y vociferar algunas canciones de moda que en otro sitio le hubiesen hecho sentir a cualquiera un escalofrío de espanto.
Wagner dudaba que O'Connor estuviera todavía allí, aun cuando hubiese entrado en algún momento. Antes de la una de la madrugada no pasaba nada en el Klein Kóln. No obstante, Kika echó una ojeada dentro pero, como esperaba, no encontró al físico.
Sólo le quedaba el Jameson's, la taberna irlandesa situada pocos metros más adelante.
Jameson's era un fenómeno. Bastante grande y llena de decorados falsos, la taberna tenía tanto que ver con Irlanda como Hollywood con la realidad. Sin embargo, Jameson's conseguía venderle el sueño de Irlanda incluso a los propios irlandeses residentes en Colonia. Allí habían reunido los interiores originales de auténticos pubs irlandeses y los habían combinado de una manera extravagante. Lo que de eso había salido era una quimera en la que actuaban cantautores y grupos de música pop, se servía Guinness correctamente escanciada —incluida la hoja de trébol en la espuma— y ostras frescas de Galway con pan moreno, y se podía beber cualquier cantidad de los whiskies que valoran los expertos. El personal hablaba inglés, pues en su mayoría era realmente de las islas británicas; y los clientes, cuando eran alemanes, rendían tributo al local hablando también en inglés. Claro que aquella taberna seguía siendo una especie de Disneylandia, pero en todo caso allí uno podía encontrar auténticos irlandeses y verdaderos fans de la isla verde.
Y con toda probabilidad, también podría encontrarse allí al profesor Liam O'Connor.
Wagner lo vio en cuanto traspasó el umbral de las puertas batientes con cristales labrados a la antigua. Estaba sentado en una banqueta, y por lo visto sumido en una conversación con un grupo de jóvenes. Cuando Wagner se acercó, el hombre de detrás de la barra puso delante de ellos una fila de vasos, grandes pintas de contenido negro con una capa blanca y cremosa en la parte superior, así como unos vasitos más pequeños llenos de «luz solar»
[4]
.
O'Connor parecía haber cubierto en el hotel Maritim toda su cuota de agua mineral. Casi le parecía tranquilizador a Wagner que el científico hubiera retornado a sus costumbres de siempre.
Kika se paró a su lado sin hacer ningún comentario. Puesto que O'Connor le daba casi la espalda, no se dio cuenta de su llegada. Wagner le hizo una señal al barman y le indicó el whisky que el físico tenía delante de él.
—
Jameson 1780, twelve years old
—dijo el camarero y se detuvo un momento esperando a que la mujer pidiera. Wagner asintió. El hombre se alejó presuroso, sirvió un par de pintas de cerveza negra y las puso delante de otro grupo de personas antes de sacar de la estantería del bar una abultada botella. Otro vaso se llenó con ese oro líquido, y Wagner se vio en posesión de su primer whisky irlandés, por lo menos hasta donde le alcanzaba la memoria.
Lo olió. Un aroma a brezo y a un jerez muy singular le subió por la nariz, un olor suave y dulzón. Kika bebió un sorbo y el sabor le pareció agradable. Recordó a O'Connor vertiendo el Glenfiddich por el lavabo. Por curiosidad, buscó la etiqueta entre las innumerables botellas de whisky que había sobre el borde de la estantería y encontró la botella de Glenfiddich oculta en la estantería más alta. Era obvio que aquí no les gustaba ponerla en un lugar visible.
Desde la sección trasera de la taberna, una música se mezclaba con el trasfondo de ruidos. Alguien cantaba acompañado de guitarra y violín. Sonaba como una versión de
The Fool on the Hill
creada por Brendan Behan o Sean O'Casey.
Wagner comenzó a tararearla en voz baja. No tenía ninguna prisa. Veía claramente que O'Connor no tenía deseo alguno de volver a la mesa del Maritim. Más interesante sería averiguar de qué tenía deseos, y en caso de necesidad, impedírselo.
El grupo que rodeaba a O'Connor hablaba inglés. Wagner no los oía bien, pero lo que le llegaba a su oído no sonaba ni a cháchara especializada sobre física ni a literatura. La charla parecía girar en torno a ríos y barcas, a una desastrosa tienda de víveres que en realidad no era tal. Al cabo de un rato, al ver que el oro de su vaso se había esfumado, O'Connor se dio la vuelta, levantó su mano derecha para llamar al barman, carraspeó y miró a Wagner.
—¿Qué está tomando? —preguntó sin dar la más mínima muestra de asombro.
—Jameson —respondió Kika.
O'Connor levantó las cejas en señal de aprobación.
—1780, para ser más exacta —añadió la mujer—. Doce años.
—Estoy muy satisfecho con usted —dijo O'Connor—. Sabía que tarde o temprano pasaría por aquí. ¿Me permite que le presente a Scott y a Mary? El hombre de la gorra que está al lado responde al nombre de Donovan. Eso quiere decir que todavía oye cuando se le pregunta, aunque ya se está aproximando a un estado que trae consigo cierta sordera y amnesia. Uno ya no quiere conocerse, porque ya no hay necesidad de conocer la propia casa y ni se tienen motivos para buscarla. Aquí tenemos también a Angela, es la amiga de Donovan, lo que me resulta totalmente incomprensible. Señores, esta pequeña de aquí se llama, según las leyes alemanas, Gaby o Heidi, pero ella se niega a llevar ese nombre y por eso se hace llamar Kika. No tenéis que ofrecerle ninguna banqueta, ya está sentada.
O'Connor había hecho las presentaciones en inglés. Al hacerlo, parecía someter una de cada tres sílabas a cierta prolongación, de modo que las frases se oían como amasadas. Wagner creyó que los otros eran irlandeses. Hubo apretones de manos.
—¿Sería un problema para usted enterarse de que se le echa de menos en el hotel Maritim? —dijo Wagner, después de que el grupo la obligase a beber una Guinness y a brindar con ellos.
O'Connor torció el gesto.
—Nadie me echa de menos. Las cenas oficiales reúnen a gente que normalmente no se sentarían juntos en una misma mesa. ¿Cree en serio que alguno de ellos se interesa realmente por los experimentos con la velocidad de la luz?
—Se interesan por sus libros.
—Entonces deberían leerlos. Venga ya, Kika, a nadie le interesa conocer en serio a gente prominente, suele decepcionar. O no son la mitad de interesantes de lo que se había esperado, o lo son más. En ambos casos, los demás no tienen motivos para reír. Y así es mejor. Todos podrán conversar por fin de lo que les dé la gana, y la señora de la televisión ya no tendrá que preguntarse más cómo se finge un orgasmo. Y todo el mundo contento.