—Tal vez deberíamos… —comenzó a decir Wagner.
—Por supuesto que es una guerra —puntualizó malhumorado el librero—. Todo lo demás sería un paripé. Quien así argumenta, jamás estará en condiciones de actuar, un poco siguiendo el lema de: «Puedes matar tranquilamente a tu mujer; yo no haré nada por impedirlo siempre y cuando lo hagas dentro de tu casa.» Es una guerra, lo admito, pero es una guerra de valores. ¿Qué opina usted? ¿Estará bueno el lenguado?
—Sin duda.
—Un momento. —O'Connor hizo un gesto negativo con la cabeza—. ¿Entonces estamos defendiendo valores?
—Exactamente.
—¿Cuáles?
—El lenguado con arroz. Tonterías… esto… bueno, pues la vida, el derecho a la vida… La vida humana tiene un valor. Y cuando se atenta contra ese valor…
—No opino igual que usted —dijo O'Connor—. Me resulta un poco sospechosa esa ideología de los valores, si me permite decirlo. Los valores son inventarios de las respectivas culturas que los postulan. En Occidente tenemos valores occidentales, el
western way of life
. No tenemos que defender nuestro concepto de lo que son los valores, porque nadie los ha atacado. Del mismo modo, tampoco podemos imponérselos a otro país cuando no comparte esos valores. ¿Cree usted en serio que los albanokosovares defienden nuestra concepción de los valores?
—¡Claro que no!
—¿Y cuáles son entonces los valores que pretende defender usted?
—El valor de la vida. ¿O le parece poco?
—¡Un momento! Usted se refiere a los derechos humanos. Derechos humanos inalienables. Los valores, como tal, son abstractos, de modo que al final a los que defendemos es a los seres humanos.
—Eso es pura verborrea. ¡Es lo mismo!
—Perdone usted a este charlatán. Estoy seguro de que Milosevic cree estar defendiendo unos valores. Hitler también lo creía. Lo mismo piensa Saddam Hussein. Los de Hezbolá creen estar defendiendo unos valores, al igual que los del IRA, los de ETA y los de la RAE Defender valores es un sinsentido. Quien cree hacerlo no defiende unos valores realmente existentes, sino que impone su concepción personal de unos valores. Y eso no tiene por qué ser en interés de los seres humanos. Mire usted, no podemos ponernos de acuerdo siquiera en cuanto a los vocablos objetivamente válidos que describan la situación. Nadie en esta guerra parece poder conseguirlo, por lo tanto, ¿de qué vamos a hablar? Pues sencillamente por esa razón deberíamos comentar, en mi opinión, algunas cosas más placenteras, como por ejemplo, los libros. Si vamos a tratar el encubrimiento de la realidad, debemos hablar de la ficción.
El silencio se extendió por toda la mesa.
—Es cierto. Nuestra cumbre es la de la literatura —anunció finalmente Kuhn.
—Muy bien.
—¡Exactamente!
La conversación amenazó con atascarse. Un camarero acudió a toda prisa y tomó la nota con diligencia. En lo inmediato, el objeto de la conversación se centró en el tema de los vinos, sobre el que todos, excepto Kuhn, tenían algo que decir. Wagner apostó sobre cuánto tardarían en hablar de las nuevas tendencias en el ramo de la industria automovilística.
—Los hombres siempre entienden algo de cualquier cosa —susurró la concejala de Cultura—. Me quedo siempre boquiabierta.
—Sí, en algún momento yo también me callo y no digo nada más.
O'Connor giró lentamente la cabeza hacia Wagner y le lanzó una mirada que parecía decirle. «¿Por qué no nos largamos a algún bonito bar y dejamos que éstos sigan con sus peroratas? Espiemos alguna anécdota de buen gusto en una barra llena de humo. Sucumbamos a las máquinas de discos y a sus recuerdos. Dejemos que los politicastros le den a la sin hueso y se masturben mutuamente a costa de la paz de Colonia y de la guerra de los valores, mientras nosotros guardamos silencio apasionadamente.»
«Kika, tu imaginación es desbordante», pensó Wagner.
El ejecutivo de la Caja de Ahorros volvió a ofrecer sus puntos y encontró a un cómplice en Kuhn.
—Dígame, doctor O'Connor —dijo, echando una bocanada de humo—, en otro orden de cosas. ¿Qué le parece a usted, como irlandés, nuestra hermosa ciudad?
—¿Como irlandés? —dijo O'Connor, estupefacto—. Para serle del todo sincero, todo lo que he visto hasta ahora me recuerda a Dublín.
—¿De veras?
—Sí, me gusta el encanto de lo imperfecto. —¿Ah, sí? Hum. Pues en este momento se me escapa lo que significa «imperfección». ¿No fue Dublín incluso capital cultural europea?
—También Stonehenge fue capital cultural hace unos miles de años —dijo O'Connor, impasible—. Dublín es como una dentadura destrozada, cuyos dueños prefieren frotar los dientes que les quedan con cepillos de oro, en lugar de rellenar los agujeros con unas prótesis. Pero admito que la comparación es imprecisa. Colonia fue destruida dos veces, ¿no? Una vez por las bombas de los aliados, y la segunda vez por los arquitectos.
—Absolutamente correcto —lo apoyó la concejala—. El teatro de la ópera, por ejemplo, debería ser dinamitado.
—Ahora que ha mencionado usted el encanto —dijo el librero—, debo insistir en corroborar que, a menudo, de las ruinas surgen las más bellas flores. He encontrado en los lugares más miserables de Dublín algunas tabernas exquisitas, y eso no es diferente en Colonia. En realidad, doctor O'Connor, usted no debería de estar sentado aquí; el Maritim es un hotel como otro cualquiera. El verdadero encanto de la ciudad se encuentra tras las puertas, no en la calle.
Un cambio apenas perceptible se produjo en O'Connor. Wagner se dio cuenta de que por primera vez en esa noche aparecía en sus ojos el brillo del sincero interés. Se inclinó ligeramente hacia adelante e hinchó las aletas de la nariz como si olfateara el aire.
—¿Y dónde estaría eso, si me permite preguntar?
—En la FriesenstraBe. Deberían llevarle allí esta noche sus anfitriones. Perdonen ustedes, estimada señora Wagner, señor Kuhn, pero para el doctor O'Connor una taberna irlandesa tiene que ser El Dorado.
—Tonterías, ya tiene suficientes tabernas en Irlanda —objetó la concejala de Cultura.
—Pero ninguna como la Jameson's. Allí acuden auténticos irlandeses, en serio, y la carta de whiskies es famosa. Además, también sirven ostras de Galway con pan moreno y cerveza Guinness.
—¡Chorradas! Tendría que ir al Päffgen.
—¿Qué dice? ¡Eso es cosa de críos! El Klein Kóln, en todo caso. Al Klein Kóln. —El ejecutivo blandía su purito y creaba fugaces caligrafías de humo—. ¡Allí por lo menos va gente de verdad! Es mucho más original que el Päffgen.
—Putas y chulos —apuntó la actriz, intentando acercarse un poco más a O'Connor—. ¿Qué tiene eso de original?
O'Connor no le prestó ninguna atención.
—¿Dónde dice usted que puedo encontrar todo eso?
—En la FriesenstraBe —le explicó el librero—. Debe insistir, doctor. ¡Hágame caso!
—Gracias. —El físico sonrió con sorna y se apoyó hacia atrás—. Pero es que yo me siento perfectamente bien en su compañía. Quizá en otra ocasión. Tantas personas inteligentes y cultas… No veo motivo para cambiar de terreno. ¿No es cierto, señora Wagner?
Wagner lo examinó.
—Sin duda —dijo lentamente—. Es una bonita velada.
—Quería preguntarle algo más… —empezó diciendo la concejala de Cultura, y a partir de ese momento, salvo por una pequeña disertación sobre las nuevas tendencias en la industria automovilística que tuvo lugar entre el entrante y el plato principal, la conversación giró por fin en torno a los libros de O'Connor y sus méritos en el terreno de la física experimental.
Serían más o menos las diez de la noche, recordaría Wagner más tarde, cuando O'Connor se puso de pie y se disculpó unos minutos para ir al lavabo. Lo más natural del mundo.
Salvo por el hecho de que jamás regresó.
No volvió a los cinco minutos ni tampoco a los diez. Hubo miradas interrogadoras de un lado a otro. Pasó un cuarto de hora sin que ninguno de los presentes pusiera en duda que el invitado hubiese ido a su habitación para llamar por teléfono o cambiarse de ropa, y que regresaría de un momento a otro con una elegante disculpa en los labios.
A las diez y veinte, Kuhn perdió por tercera vez en ese día todo el color de su rostro y toda contención.
—Podría cogerlo ahora mismo…
—Tranquilo, Furia —Wagner le tocó el brazo. El hombre de la Cámara de Comercio e Industria mataba el tiempo charlando con la concejala, comentando algunas puestas en escena del teatro de la ciudad. El miembro de la Caja de Ahorros hablaba de negocios con el librero sobre el comercio electrónico. Sólo la actriz contemplaba su copa con la mirada perdida.
—Qué raro —dijo—. Justo cuando estábamos acercándonos.
«No, no es nada raro —pensó Wagner—. Si tú supieras.» Entonces se inclinó hacia Kuhn y le dijo en voz baja:
—Entretenga a la tropa. Yo voy a desaparecer.
—¿Qué? —siseó el editor—. ¿Está usted loca? No puede dejarme aquí solo. ¡Primero O'Connor y ahora usted!
—A eso me refiero, tonto. Lo traeré de vuelta.
Kuhn la miró sin entender. Luego hizo un gesto de asentimiento, como en trance.
—Está bien. Quizá se haya quedado dormido. Wagner negó con la cabeza.
—Le digo que lo traeré de vuelta. No se ha quedado dormido. Pague la cuenta, nos vemos luego.
—Kika —dijo Kuhn, quejumbroso.
Ella le dio unas palmaditas en el hombro, se puso de pie y saludó a todos los presentes.
—Iré a ver dónde se ha escondido nuestro amigo —dijo—. Regreso en seguida.
—Tal vez lo encuentre en la FriesenstraBe —dijo a modo de broma el ejecutivo y dio otra calada a su enésimo purito.
Kuhn se sumió aún más en sus pensamientos.
—Sí —dijo Wagner, contenta—. Eso sí que sería divertido.
La noche anterior al encuentro con Mirko en Colonia, Jana tuvo un sueño que la afectó mucho.
El sueño lúcido tiene una particularidad interesante, y es que deja al que lo reconoce la posibilidad de despertar o de seguir soñando. La sensación suprema es volar en un sueño lúcido y disfrutar del vuelo en plena conciencia de que no se podrá seguir haciéndolo al despertar. De ese modo se ejerce cierta influencia sobre un proceso cuyo origen y protagonista es uno mismo y que normalmente se consuma de una manera apremiante.
Jana se había levantado y había encontrado en su dormitorio la gran ventana desde la cual podía contemplar una panorámica del valle hasta la elevación de La Morra; y la ventana estaba en la pared situada enfrente de la cama, no en su sitio. De inmediato tuvo claro que soñaba. Pero decidió involucrarse en esa aventura, le pareció que aquel escenario era una especie de universo paralelo. Junto a ella yacía alguien que respiraba pesadamente. Ella se inclinó sobre la figura, pero el rostro parecía fundido, sin contornos ni identidad definidos. Jana se puso de pie, desnuda como estaba, y se acercó a la ventana cambiada de lugar para mirar hacia fuera.
Ante ella había una silenciosa carretera rural bajo la luz de un sol madrugador. Algunas viejas casas con jardines exuberantes alboreaban, y detrás de ellas se extendían unas praderas con amapolas rojas hasta la linde de un bosquecillo, interrumpido por el intenso y ondulante color amarillo de los campos de trigo. El canto de los grillos impregnaba el aire, en alguna parte ladraba un perro, y tres figuras con ropas campesinas estaban reunidas un trecho más adelante, fumando unas pipas pasadas de moda. Unas abejas, gruesas como un dedo pulgar, zumbaban haciendo cabriolas de un lado a otro o se posaban durante varios segundos en sus manos, con las que se apoyaba en el poyete de la ventana para ver mejor. Jana sabía que no la picarían. Era más bien una fugaz bienvenida, y todo tenía sentido, porque lo que se ofrecía a sus ojos bajo esa luz temprana, no era otra cosa que la vista desde el cuarto de niña de Sonja Coáic, en la casa de sus abuelos, en la Krajina.
Para una niña pequeña, las abejas son algo más grandes que para una mujer adulta. A pesar de la frecuencia con que había ido allí de niña, más tarde apenas se dejaba ver por la casa de los abuelos. Quizá por eso no sabía ver el tamaño real de las abejas. El tiempo transcurrido las había hecho crecer, del mismo modo que daba vida a aquellos ancianos con sus pipas, los cuales estaban ya todos muertos, enterrados y olvidados. Uno de ellos la saludó y le gritó: «¡Eh, Sonja! ¿Has vuelto?», y pareció algo real. Ella quiso devolverle el saludo y gritar, pero algo la retenía, y sólo consiguió seguir mirando hacia fuera.
¿Estaba realmente allí? Estaba soñando, hasta ahí estaba todo claro, pero ¿la había llevado el sueño hasta el lugar correcto? El paisaje causaba una impresión demasiado idílica, todo allí era exageradamente artificial, matizado, eso sí, pero imposible de pasar por alto. No obstante, ponía de manifiesto la más pura verdad de los niños, que en los primeros años de su vida no se dan cuenta de que crecen, sino que creen estupefactos que el mundo a su alrededor se encoge.
En esa sensación de dicha que la asaltó en el momento de ver la carretera, se mezclaba también cierta incertidumbre. Jana se miró su cuerpo. Era el de una adulta, pero se hallaba inequívocamente en un lugar de su infancia.
Uno de los ancianos se separó del grupo y se acercó mucho a la ventana. La barba blanca le cubría el mentón y las mejillas. Jana reconoció a su abuelo.
«¿Soy una niña?», le preguntó Jana. Su voz sonaba tenue y temerosa.
«Claro que lo eres», asintió su abuelo.
«Pero no parezco una niña —dijo ella—. ¿Puedo quedarme si prometo no matar a nadie más?»
«La verdad de los niños es el cambio, pequeña —le dijo el abuelo con dulzura y echó una calada a su pipa—, por eso es una verdad viva y en pleno progreso. Un continuo de lo posible, una manifestación metafísica en la que no cuenta lo que falta, como entre nosotros, los adultos, sino lo que es. Y lo que es, abarca mucho más que ese par de cosas que ve un hombre de mi edad. No te creas el cuento de la sabiduría, la edad nos ciega. Recuérdalo: el mundo no se puede definir, sólo se puede interpretar. Mientras formes parte de la realidad, la realidad formará parte de ti, y así, de repente, los caballos tienen alas, y en realidad las tienen. Pero para eso tienes que quererlo, o quizá no quererlo y mantener el control de todo. Tu voluntad es la única razón por la que estás aquí, Sonja. Si permites que otros deseen por ti, lo mejor sería que te apartaras de esa ventana, pues eso significa que ya no podrías ni siquiera fiarte de ti misma. No existe otra verdad más que tú, ya que el mundo sólo existe en tu mente, y jamás podrás demostrar que sea distinto.»