En Silencio (5 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Wagner miró al techo. Atravesaron el arco de seguridad, fueron cacheados y Kuhn tuvo que confiar su sándwich al control radioscópico.

—Yo quiero salir, no entrar —seguía diciendo, malhumorado.

—Ahora lo sabemos —dijo Wagner—. Sabemos por qué tenemos ese endeudamiento público. ¡Quién hubiera pensado que las causas eran tan simples!

Ella empujó a su acompañante hacia fuera y aceleró el paso. Delante del hotel los esperaba un pequeño autobús que los llevaría hasta uno de los aparcamientos públicos de los alrededores. Kuhn comprobó que su chaqueta colgaba torcida y que se le había soltado un cordón del zapato, e intentaba solucionar ambos problemas al mismo tiempo sin soltar su sándwich, por lo que no conseguía estarse quieto.

—¡Las causas no son tan simples! —gritó—. Deténgase de una vez, maldita sea, yo… El endeudamiento público es el resultado de la interacción de varios pequeños factores. Al principio todos se sientan a la misma mesa y dicen: «Ahora gobernaremos, ¿qué podemos hacer?» ¡Una mierda! Sosténgame un momento el sándwich, por favor. ¿Quiere oír lo que Silberman acaba de contarme? ¿Sabía usted que Franklin Delano Roosevelt no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando entró por primera vez en el Despacho Oval?

—No. Pero ¿por qué no termina de comerse el sándwich?

—Porque… —Kuhn se agachó, consiguió atarse por fin el cordón del zapato y se levantó otra vez—. Pues bien, lo que hizo fue pedir un lápiz y un gran bloc. ¿Entiende? ¡No tenía ni idea de lo que debía hacer! Y su primera acción como presidente fue que le trajeran un bloc, ya que no tenía ningún plan, eso puede interpretarse literalmente. Pero hoy en día…

—¿Cuánto más piensa seguir perdiendo el tiempo? —Wagner le dio la espalda y puso un pie en la escalerilla del autobús.

—… los relevos presidenciales se han convertido sencillamente en grandes empresas —continuó Kuhn, imperturbable, mientras saltaba al autobús detrás de la mujer. Wagner tomó asiento, mientras Kuhn se metía en la boca el resto del sándwich y mascullaba—: Cada vez que eligen un nuevo presidente, surge de la noche a la mañana, por así decirlo, un monstruo de tres mil cabezas, tres mil aficionados que se denominan a sí mismos «el aparato de gobierno». Para la mayoría es un enigma el tipo de política que pretenden llevar a cabo. ¿Sabía usted que un relevo presidencial puede durar semanas y meses? Sencillamente para coordinarlo todo, cada ministerio, cualquier pequeño duendecillo que ande por ahí. Yo estuve en Washington, y uno se entera de algunas cosas. ¡Podría escribir libros enteros sobre ello! Terminan cada bendito día del año con una reunión en cuyo transcurso unos funcionarios de altísimo rango intentan coordinar la coordinación general. ¡Una pesadilla burocrática!

—Interesante. ¿Y eso qué tiene que ver con Colonia?

Kuhn señaló al hotel Hyatt con un gesto muy exagerado que obligó a Wagner a agacharse para que no la golpeara sin querer.

—¿Cree que aquí las cosas son diferentes? Todo el dinero se va por la chimenea, porque todos intentan coordinar el trabajo de todos. ¡La logística política es un monstruo muy costoso creado por principiantes! Gastan una pasta gansa únicamente con el propósito de mantener la visión de conjunto. Esta cumbre cuesta una suma millonaria de dos cifras. Apuesto cualquier cosa a que una buena parte de los costes se debe a que les confían el trabajo a unos aficionados. Así es.

—Vaya.

—¡Sí, vaya! ¿Qué cree que quería Schróder, nuestro gran jefe?

Kuhn la miró esperando una respuesta. Wagner suspiró.

—Ser el canciller —dijo la mujer en aras de conseguir un poco de paz.

—¡Correcto! Y fuera de eso, nada más. Efectivamente, quería ser el canciller aunque en realidad no le interesaba lo más mínimo la política. Pero lo fue y entonces empezó a reflexionar y a meditar qué hacía a partir de ese momento. Un aficionado que, sin duda, tiene las mejores intenciones. Sólo que, ¿sabe usted lo que nos han costado a todos únicamente esas primeras semanas en el poder?

Wagner lo miró mientras el autobús arrancaba.

—Habla usted tan alocadamente que a uno le entran dolores de cabeza —dijo Kika Wagner.

Kuhn enarcó las cejas y escarbó algo en sus dientes.

—Sólo intento sensibilizarla con el día a día político.

—Es preferible que me sensibilice con O'Connor —resopló Wagner—. ¿Hay algo más que deba saber sobre él?

Kuhn sonrió con ironía mientras miraba a hurtadillas sus piernas.

—En realidad no.

—Se lo advierto. Cualquier comentario estúpido suyo cuando estemos delante de ese hombre, y tendrá que arreglárselas usted solo con él.

—O'Connor es el hombre más simpático del mundo —dijo Kuhn con voz aflautada.

Wagner le dedicó una mirada furiosa. Luego sintió unas ganas terribles de reír, tuvo que morderse los labios y obligarse a mirar por la ventana. Sobre el puente de Deutz ondeaban banderas multicolores.

Kuhn no le ponía las cosas fáciles a su entorno para hacerse querer. Por lo visto, profesionalmente hablando, de niño se había caído en una marmita; sin embargo, en lo relacionado con la provocación y el dominio de las situaciones, era un inútil. No se daba cuenta cuando le daba con la puerta a otra persona en la cara. Le importaba poco manosearse la bragueta abierta de par en par en presencia de una dama. No parecía tener espejo ni peine; en cuanto a los buenos modales, parecía haber pasado de largo por ellos con un tren rápido, y sus atrevimientos en cuestión de cumplidos dudosos no rebasaban el límite de lo permisible únicamente porque en el fondo los decía con cariño.

En muy raras ocasiones la personalidad de un redactor jefe tenía rasgos tan diametralmente opuestos a su labor profesional. Antes de dedicarse a los temas científicos, había dirigido la redacción de política en la editorial Rowohlt, especializándose en Estados Unidos y la URSS. Kuhn podía explicarle a uno la historia del presidencialismo estadounidense con la misma pericia y amenidad que lo hacía al referirse a los tipos de emisión de energía de los agujeros negros; además, era un editor brillante. Tanto más asombrosa era por tanto la palabrería incoherente que soltaba de vez en cuando. A Wagner le parecía que con sus torpes ademanes de taberna intentaba descender al terreno de los mortales, quienes eran para él, en su totalidad, semianalfabetos, y lo hacía sencillamente porque, en el fondo, buscaba algún tipo de conexión con ellos. Posiblemente poseyera algún sentido del humor, pero en todo caso éste era bastante dudoso. Se reía cuando nadie más se reía. En el fondo, era simple y llanamente un veterano del sesenta y ocho con una cultura que le impedía divertirse.

El autobús entró en el aparcamiento situado detrás del antiguo recinto ferial y se detuvo. Los dos bajaron y caminaron unos metros.

—¿Dónde está su coche? —preguntó Kuhn y la miró con cierta compasión—. Con esa estatura de farola seguramente es un problema encontrar el coche adecuado. En fin, quiero decir que sus… eh… sus piernas…

Wagner se volvió y le clavó la vista. No hizo nada más que fustigarlo con su mirada.

—Sí… Tal vez… ¿Qué marca es? ¿Un Mini?

Wagner hizo una profunda inspiración. Kuhn puso los ojos como platos y aparentó sentirse incómodo.

—¿¡No será un
Isetta
!?

¡Sí que tenía sentido del humor!

Wagner lo encajó en el asiento del copiloto de su Golf y echó una ojeada a ver si su asiento se podía desplazar un poco más hacia atrás. Estaba colocado en el máximo.
Ríen ne va plus
. Se plantó delante del volante y esperó que sus rodillas no sobresalieran tanto hacia arriba.

Kuhn la observaba sin decir nada.

—Venga —le exigió Wagner—. Haga algo útil y revéleme cuándo y dónde exactamente llegará O'Connor.

—Pensé que usted lo sabría.

—No exactamente.

—Qué raro, creí que se lo había…

—¿Cuándo? —tronó Wagner. Kuhn se sobresaltó.

—A las 10.40. Debemos… eh… debemos esperarlo en el reservado de Lufthansa. Ellos lo acompañarán hasta el bar.

Hasta el bar. ¡Santo cielo!

Wagner hizo girar la llave y arrancó. Kuhn se removía inquieto en su asiento. Luego se inclinó hacia ella y puso esa cara que Wagner sabía que ponía cuando quería decir algo amable. Tuvo la esperanza de que se lo callara.

—Yo, por ejemplo, no soy particularmente alto —comenzó diciendo.

Wagner aceleró. Kuhn cayó hacia atrás en su asiento y masculló algo parecido a un «¡Oh!».

Pero quizá fuera sólo el aullido del motor.

1990. 5 DE DICIEMBRE. MIRKO

El día en que Mirko viajó por segunda vez al antiguo monasterio situado en las montañas, llevaba una confirmación a medias en el bolsillo. Comparado con las enormes dificultades que tenía su misión, ese sí a medias pesaba más que uno entero. Sin embargo, era menos de lo que deseaba, pero mucho más de lo que se había atrevido a esperar.

A diferencia de lo sucedido hacía doce días, el tiempo se correspondía con la estación del año. Llovía. Las colinas y las elevaciones más altas se ocultaban detrás de un gris estriado. Cuanto más ascendía, más cerrada era la niebla. Unas orugas muy grandes se arrastraban en dirección a la estrecha carretera. El firmamento pesaba sobre los seres humanos y los atemorizaba durante toda su vida.

Mirko puso la radio, pero a esas alturas no se recibía nada más que un rumor. Entonces puso un cassette.

Sonó una música suave, uno de esos discos comprados en un centro comercial. De mal humor, pensó en que le había prometido al anciano una respuesta en una semana. Le molestaba haber necesitado más días, la única imperfección en sus gestiones, por lo demás exitosas. Pero si hoy se ponían de acuerdo sobre el precio, todo se realizaría muy rápidamente.

Tenía que ser así. Contaba con seis meses, y eso no era mucho tiempo.

De la niebla surgió la cinta de un sendero que conducía desde los bosques en dirección a las montañas más empinadas y agrestes. Mirko accionó la palanca de cambio y aceleró. El todo terreno fue subiendo en espiral hasta llegar a la cima y el valle situado al otro lado se abrió ante él. En los días con buen tiempo podía verse desde allí toda la llanura en la que estaba situado el monasterio y las montañas al fondo.

Mirko detuvo el coche, se frotó los ojos y miró al frente. La hondonada del valle estaba encapotada con un velo negro. Debía de tener unos tres kilómetros de longitud. Algunos rayos atravesaron el paisaje. Mirko sabía lo que le esperaba. Aunque estuviera en un vehículo de tracción en las cuatro ruedas, en las próximas horas tendría todo el tiempo la sensación de estar siendo arrastrado por las masas de agua que descendían desde lo alto. La puerta del infierno no podía ser más impresionante, y ese mal tiempo no era inusual en aquel lugar.

Dejó rodar el coche en dirección al valle. Los últimos kilómetros visibles del sendero se extendían ante él, y detrás de todo ello comenzaba el Infierno de Dante, donde todo limpia—parabrisas era inútil.

Se preguntó por qué un hombre con la posición del anciano prefería recibirlo en un lugar como ése. Había lugares más confortables en esa época del año para mantener reuniones conspirativas. «Tal vez necesita la sensación de estar actuando en una película —pensó Mirko—. Todo lo que hace y dice parece tener que ver más con una puesta en escena que con la realidad.» La obra se desarrollaba en algún lugar del pasado, y quien no quiera aprender su papel en ella tenía que retirarse. El nacionalismo es siempre retrospectivo de un modo curiosamente distorsionador. Todos los grandes nacionalistas perciben el estado actual de su país como la sombra de una época más luminosa, y se ven a sí mismos como los responsables de hacer girar hacia atrás la rueda y de traer de nuevo la luz. No es la razón lo que les dice cómo debe ser el futuro, sino cierto sentido mitológico.

También el anciano soñaba con algo que jamás había existido. Sin embargo, dormía sobre un lecho bien relleno de dinero para convertir en realidad las imágenes distorsionadas de su sueño e insuflarles una vida perversa. Como siempre, el resultado sería una máscara de cinismo, un Frankenstein movido por un insoportable sentido de la autoafirmación y sostenido por un par de consignas mezquinas. Los sueños de un joven que se masturba, inflados a la categoría de orgía.

Todos esos grandes líderes habían fracasado. Algunos de un modo indiscutiblemente sangriento. Siempre habían sabido hacer pagar a millones de personas por sus puestas en escena, antes de abandonar el escenario por la puerta trasera. Y siempre habían pagado los mismos. Miles de millones. Pagados a gente como Mirko, que sobrevivían porque les daba lo mismo a qué amo servían.

Si Mirko estuviese movido por algún tipo de moral, el conocimiento de lo que el anciano se proponía y lo que de facto se conseguiría con ello jamás lo hubiese hecho cruzar aquellas tierras. La misión podía tener éxito. El resultado, en cambio, quedaría consignado en la cronología de los fracasos humanos.

Mirko, sin embargo, no tenía intención alguna de llamarle la atención sobre ello al anciano. Ése no era su trabajo. Había orientado su vida a tomar el dinero que le ofrecían. Lo que hiciera por ello, sólo cambiaba las cosas a corto plazo. Y por esas cosas no valía la pena cambiarse al bando de los que desean mejorar el mundo. La humanidad estaba acostumbrada a sufrir grandes catástrofes para luego, en algún momento, estabilizarse de un modo u otro. El anciano se equivocaba cuando lo consideraba un patriota. La fidelidad de Mirko a su país se derivaba únicamente de las posibilidades que ese mismo país le ofrecía. Es cierto que pensaba que era preciso tener algún grado de conciencia, sencillamente para ser humano, y a veces se sorprendía a sí mismo sintiendo algún tipo de compasión por los animales. Fuera de eso, sus verdaderas preocupaciones estaban dedicadas en todo caso al día en que tuviera que sacrificar todos sus privilegios y ya no pudiera hacer lo que le divertía.

Elevó el volumen de la música.

Se hacía de noche. El viento hacía impactar grandes gotas de agua de lluvia en el parabrisas. Al momento, un diluvio cayó sobre él. Accionó el cambio y condujo más despacio. Ahora necesitaba toda su concentración. Fuera lo que fuese lo que movía al hombre con el que se reuniría hoy por segunda vez, no tenía la menor relevancia para Mirko. El acicate estaba en la misión misma, en su realización, en los honorarios y en la certeza estimuladora de que el fracaso significaría el final, incluido, el suyo propio.

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