En Silencio (53 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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—Eso sería lo más sencillo, ¿no cree? Muy sencillo. Pero el mundo no es tan sencillo. Yo trabajo para una única persona.

—¿Para quién?

—Para una mujer.

«¿Una mujer?»

—¿Y… quién es esa…?

Ella sonrió. Era la primera vez que Kuhn la veía sonreír. Una lástima, pensó el editor, pues tenía un rostro ideal para la sonrisa.

—Ni siquiera yo la conozco todavía —dijo ella, casi alegremente.

COMISARÍA DE POLICÍA

—Llega usted en el momento justo —le dijo Lavallier a O'Connor, al tiempo que cogía una foto que estaba encima de su escritorio y se la entregaba al físico.

—¿Es éste el hombre que le presentaron bajo el nombre de Ryan O'Dea?

O'Connor miró fijamente la foto y se la pasó a Wagner.

—Sí.

—Estas fotos me acaban de llegar de la Europol —dijo Lavallier—. Provienen de un expediente que pasó de Belfast a Dublín hace años. El hombre al que se le abrió ese expediente se llama Patrick Clohessy.

—Pues ahí lo tiene —dijo O'Connor con expresión de satisfacción, y se sentó. A Lavallier no le parecía que hiera una persona que se dejase agobiar por las preocupaciones. Más bien le pareció como si el propio físico estuviera dirigiendo las investigaciones y acabara de darle a su asistente una lección para toda la vida.

Lavallier decidió ignorarlo. Tomó el fajo de folios impresos que le había enviado Bar y los repasó con la mirada.

—Aquí dice, además, que Clohessy luchó activamente desde 1990 hasta 1998 en las filas del IRA, y es responsable de una serie de atentados que causaron daños materiales y personales. Existen varias órdenes de arresto contra él. —El policía levantó la vista—. Por su culpa, al parecer, murieron algunas personas. ¿Hubiese esperado algo así de él, mister O'Connor?

—¿Asesinatos?
Non, monsieur le commissaire.

—Pues así es. Por lo visto, estaba hasta las narices de sus amigos rebeldes. Hay indicios de que a mediados de 1998 declaró su voluntad de apartarse del IRA. Ellos no se mostraron precisamente entusiasmados. Por lo visto, el ala científica del IRA le debe muchas cosas a este hombre.

—¿A Paddy? —dijo O'Connor—. Pues sí, era un tío brillante.

—¿Qué ha hecho para que se convierta en un asesino y un terrorista una persona brillante? —preguntó Wagner.

Lavallier miró a la mujer. Le cayó bien por esa pregunta.

—Sistemas de encendido —dijo mirando los folios impresos—. Fundamentalmente participó en el desarrollo de un cañón por radar.

—¿Y qué tiene eso de brillante?

—Las circunstancias —dijo O'Connor, inmiscuyéndose—. Los británicos siempre pudieron dirigir los laboratorios mejor equipados, dispusieron de presupuestos inmensos y de un ejército de académicos, mientras que la sección de investigaciones del IRA estuvo obligada a trabajar en algún sótano o alguna trastienda. Pero idearon sofisticadísimos esquemas de conexiones. Más tarde los ingleses inventarían un sistema de escaneo electrónico que podía seguir el rastro e interrumpir emisiones de radio, décimas de segundos antes de que el mecanismo de disparo de una bomba transmitiera la señal de detonación. Pero el cañón por radar funciona de un modo diferente. No se puede localizar. Se apunta a la bomba. Luego se aprieta un pequeño botón, y ya no queda tiempo para interrumpir la señal. Ésta llega de inmediato.

—Es pérfido —dijo Wagner—. Repugnante y detestable.

—Pero no desde el punto de vista científico —dijo O'Connor—. Lo que resulta detestable es únicamente lo que se hace con eso.

Lavallier lo había escuchado con el ceño fruncido. Siguió hojeando las páginas impresas.

—Aquí se habla de algo más, supuestamente desarrollado por él. La detonación mediante un rayo de luz.

—Rayos simultáneos —dijo O'Connor, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza—. Lo conozco.

—¿Usted también lo conoce? Usted lo conoce todo.

—Es mi terreno, si me lo permite. Yo trabajo con la luz. Para ello se emplea un flash fotográfico como el que se puede comprar en cualquier parte; se lo enciende a una distancia considerable de la bomba, pero sólo para impulsar otro rayo que está mucho más cerca. Y así sucesivamente hasta llegar a la bomba. Un rayo alimenta al otro. El encendido y la detonación ocurren de forma simultánea. Es muy sencillo.

Lavallier puso a un lado los folios impresos.

¡Rayos de luz! ¡Bombas!

De nada servía todo eso. Tenía que informar a la gerencia. Su mano se desplazó hasta el teléfono.

—Espere —dijo Wagner.

—¿Sí?

—He recordado algo. Fue justo en el hotel. Usted me preguntó si Kuhn había dicho algo raro.

La mano de Lavallier seguía sobre el auricular.

—¿Y bien?

Kika vaciló.

—Pues me dijo: «Creo que hoy no me encuentro del todo en mis cabales. Tuve que atravesar muchas cosas en los últimos tiempos.»

—¿Atravesar? ¿Qué cosas tuvo que atravesar?

—No tengo idea. La verdad es que no lo sé. La frase parece un poco torcida, como si estuviera mal dicha. Suena como si quisiera decir que tuvo que soportar y tragar mucho, como si hubiese estado muy agobiado. Cualquiera que escuche de una manera superficial, lo entendería de ese modo. Pero el verbo «atravesar», sencillamente, no encaja muy bien.

—¿En qué año construyó Moisés su arca?

—¿Qué? —preguntó Lavallier, confuso.

O'Connor extendió las manos.

—Pues es una pregunta muy sencilla. ¿En qué año construyó Moisés su arca?

Lavallier sonrió ligeramente.

—No fue Moisés, listillo.

—Correcto. Pero la pregunta ha sido formulada de tal forma que uno se siente tentado a concentrarse del todo en el año, y uno pasa por alto lo que resulta obvio. Quiero decir que si Kuhn no estaba solo cuando habló con Kika, si no estaba en condiciones de hablar libremente, quizá haya intentado dar algunos indicios. Se expresó así para que sonara como: «Eh. No estoy bien, estoy hecho un lío, ha sido demasiado en los últimos tiempos.» Quizá su ardid tuvo éxito, y así se les escapó a los testigos lo que quería decir realmente.

Lavallier los miró alternadamente a él y a Wagner. —«No me encuentro del todo en mis cabales» —repitió el policía, lentamente—. Eso también podría significar: «No estoy en plena forma o no puedo hablar. Me han secuestrado.»

O'Connor asintió.

—Y lo que tuvo que atravesar poco antes de que Kika lo llamara…

—Es un puente.

—Sí. El punto de partida de sus reflexiones fue el hotel Maritim. Creo que está al otro lado del Rin.

Lavallier miró fijamente al físico durante un momento. Luego marcó el número de la gerencia.

—¿Y bien? —preguntó O'Connor.

—¿Qué cosa?

—Ahora que ya dispone de un montón de informaciones…

—De todos modos debo pedirles que, en principio, se queden.

O'Connor hizo una mueca.

—¿Podemos hacer algo por lo menos? —preguntó Wagner—. Esto de estar sin hacer nada me pone enferma.

—Pueden contarle al comisario Bar lo mismo que me han contado a mí. Está dos despachos más allá. Trabajamos juntos en el caso, y quiere verlos.

—Yo no puedo estar disponible infinitamente —dijo Wagner—. A las cuatro y media tengo que estar en Colonia.

—Vayan a ver a Bar —dijo Lavallier, impasible—. Averigüen qué hay con ese SMS. Visiten el aeropuerto. Vayan a comer o a beber algo, no sé. Si tiene que ir a Colonia forzosamente, está bien, pero manténgase localizable.

—Es la era del estar localizable —filosofó O'Connor—. Correos electrónicos, teléfonos móviles… Siempre supe que la esclavitud no había sido abolida del todo.

ADMINISTRACIÓN. GERENCIA

Lo primero que llamaba la atención cuando uno entraba al despacho eran dos grandes cuadros colgados uno sobre el otro en la pared de la izquierda. Ambos mostraban el mismo escenario: uno de día y el otro de noche. Aviones con aspecto de saurios en un entorno que parecía representar una mezcla entre bosque, estacionamiento y zoológico. La gente avanzaba hacia los aviones gigantescos atravesando vallas de tela metálica, como animales a los que se conduce hasta una pista de circo a través de un túnel de barrotes. Quien se tomara el esfuerzo de preguntar, recibía a modo de lección que, en el caso de esa obra, no se trataba de arte, sino de la nueva Terminal 2, según la idea de uno de los arquitectos participantes, a principios de los años noventa, en la convocatoria del concurso para la remodelación del aeropuerto. Aquel «parque jurásico» aeronáutico fue el primero en ser eliminado de la competición, pero de algún modo fue a parar a la planta de la gerencia y al despacho de Heinz Gombel, donde se fue convirtiendo, con el tiempo, en algo parecido a una obra de arte.

Durante sus escasas visitas al despacho del director general, Lavallier siempre le dedicaba un minuto de su atención a aquella doble fotografía. Le gustaba la visión de un aeropuerto con áreas verdes. Pero hoy no tenía ojos para ello. Inmediatamente después de que le llegaran las informaciones sobre Paddy Clohessy y que Kika Wagner recuperara la memoria, se fue hasta el despacho de Gombel, esperó sentado en el rincón destinado a los visitantes e informó luego a cuatro hombres que lo miraron entre serios y preocupados sobre cuál era el estado actual de las cosas.

Como en la reunión anterior, todos habían respondido de inmediato a su invitación. Además de Gombel, estaba allí el director técnico, Wolfgang Klapdor, que tenía su despacho muy cerca de allí y que, desde que comenzaran los trabajos de construcción, se había peleado con las autoridades y las oficinas estatales a fin de obtener permisos y autorizaciones para la terminación de la nueva terminal aérea. Los rasgos distintivos de Klapdor eran su poblada barba y sus gafas bifocales colgadas de un cordón. Lavallier siempre esperaba verlo fumando en una boquilla, lo que hubiese completado la impresión de un distinguido literato de café.

Junto a él, apoyado en el sillón de cuero negro, estaba Peter Stankowski, el jefe de Tráfico, también con barba, un hombre que tenía un aspecto huraño. El cuarto hombre en aquella habitación se llamaba Dieter Knott y era el segundo jefe de Tráfico. Ambos eran los responsables de la parte logística de los aterrizajes para la cumbre, de la carpa para los VIP, de la coordinación de la prensa y los rituales del protocolo. Los dos estaban en contacto directo con el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde apenas mostrarían tan poco entusiasmo como en ese despacho por la historia que Lavallier tenía que contarles.

Lavallier concluyó su informe, unió las yemas de los dedos e hizo un gesto afirmativo para ratificar sus palabras. —Éstas son, pues, las novedades.

Una atmósfera de malestar se había extendido por toda la habitación. Por espacio de un instante, nadie dijo nada. Los hombres se miraron la punta de los zapatos o miraron directamente a los ojos de Lavallier, como si esperasen que, tras la exposición del problema, el policía les ofreciera una solución.

—Desagradable —granó Gombel—. Ya dije en su momento que no necesitábamos nada serio. Klapdor carraspeó.

—¿Qué sabemos de ese O'Dea que no esté en nuestros expedientes? —preguntó.

Lavallier hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Nada.

—Eso no es demasiado, precisamente. —Me parece que Ryan O'Dea no existía en absoluto hace seis meses. Estoy seguro, incluso, que ha evitado a conciencia hacer amistades de ninguna índole. De modo que tenemos que ocuparnos más bien de Patrick Clohessy. Y, dicho claramente, eso tampoco tiene buena pinta.

—Usted ha dicho que pertenecía al IRA…

—Sí, correcto, al IRA —lo interrumpió Stankowski—. Pero bueno, ¿y eso qué? No provoquemos ya una estampida. El IRA jamás ha operado fuera de las islas británicas.

—Eso depende de cómo uno quiera tomarlo —objetó Knott con tono de cautela.

—¿Por qué lo dice?

—El explosivo plástico Semtex-H, con el que coqueteaban tanto a finales de los años ochenta, se los envió Gaddafi, por ejemplo, con el propósito de que le prestaran determinados servicios especiales.

—¡Bah, Gaddafi! De eso hace más de diez años.

—Ya veo adonde quiere llegar —dijo Lavallier—. Esta mañana hemos analizado la pregunta sobre si todo esto afecta a los aterrizajes. Sinceramente, no tengo ni idea. El comisario Bar tiene una teoría, según la cual se trata de una querella interna del propio IRA. —Lavallier vaciló—. Por otra parte, cabe también preguntarse qué se le ha perdido a un activista del IRA en un sitio donde, en breves horas, va a aterrizar Tony Blair.

Cada cual a su modo, todos hicieron una profunda inspiración.

—No se atreverían —dijo Knott, sacudiendo la cabeza—. No poco antes de que se solucione el problema de Irlanda del Norte.

—¿Por qué no? —preguntó Gombel—. También quisieron volar por los aires a Margaret Thatcher en 1984, en Brighton.

—Pero ésos eran otros tiempos.

—Lo mismo sucedió con John Major.

—Sí, pero a fin de cuentas no lo hicieron.

—Quizá se dieron cuenta de que con eso les darían una alegría enorme a los ingleses. Pero usted tiene razón. Blair es su garante para obtener la paz. ¿O no? —Gombel miró a Lavallier—. ¿Por qué habrían de eliminar a Blair cuando los ánimos se están calmando?

—Tiene usted una visión muy idealista del asunto —dijo Lavallier—. No soy ningún experto en Irlanda, pero si el IRA aprueba su propio desarme y los irlandeses se ponen de acuerdo con los ingleses, se fragmentaría una organización inmensa. El Sinn Fein, el ala legal, está dividida; el IRA estaría escindido, pero el núcleo extremista continuaría luchando. La mayoría de ellos se han convertido en criminales sin vuelta atrás. ¿Qué van a hacer cuando se haya solucionado el conflicto con los ingleses? Quiero decir, ¿qué hace, por ejemplo, el KGB, a pesar de que era legal? Eso ha sucedido infinidad de veces: los extremistas del IRA pueden matar sencillamente para detener un proceso de paz que los dejaría sin empleo. No todos en Irlanda desean esa paz. ¿Cree usted en serio que si atentan aquí y ahora contra Blair, en Colonia, los de Londres se sentarán un minuto en una mesa para negociar con ellos?

Klapdor tiró del cordón de sus gafas.

—Entiendo —dijo lentamente—. Usted nos está dando a entender que en el peor de los casos tendremos que desviar los vuelos de las personalidades más prominentes.

Por fin alguien lo decía.

Lavallier suspiró. Desviar a otros aeropuertos a Clinton, a Yeltsin y a los restantes políticos, sería algo parecido a una pesadilla, pero un atentado sería mucho peor.

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