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Authors: Carmen Lyra

En una silla de ruedas (15 page)

BOOK: En una silla de ruedas
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Un día Sergio se sorprendió comparando su miseria con la de quienes lo rodeaban, y consolándose al hallar la suya muy por encima de estas. Se sabía joven, bien formado y fuerte hasta las rodillas. Y lo desconcertó esta idea de encontrar alivio en la miseria ajena.

Los días de Sergio estaban consagrados al violín. Para descansar rogaba a Mama Canducha que lo llevara por los corredores; entonces conversaba con todos, escuchaba sus miserias y les daba palabras de consuelo. Sin esfuerzo alguno se granjeó el cariño de hombres y mujeres.

Un domingo, recién llegado, le llamó la atención el espectáculo que se desarrollaba del lado de allá del jardín. Había un viejecillo apodado "Lorita", pipiriciego y cándido, quien hacía carretitas de madera para los niños, que iba a vender los sábados al mercado y con las ganancias traía cigarros y golosinas a los compañeros.

Sergio vio al viejecillo tocar dulzaina y al son de su música bailaban mujeres: entre ellas la güechita y una anciana muda, de rostro infantil y cabello plateado, que inspiraba simpatía. Las bailarinas y la ronda formada en torno de ellas, parecían contentas. Sergio hizo traer su violín. Su arco que tanto amaba Beethoven, y que interpretaba sus obras con maestría, se puso a acompañar los compases que "Lorita" sacaba de la dulzaina: "La Paloma", "El Torito". Los rostros de aquellas gentes se volvieron radiantes. La anciana muda brincaba como una chicuela y nuevas bailarinas vinieron a aumentar la ronda. Acudieron todos cuantos estaban levantados. Sergio, que creía ver sus almas, las imaginaba como palomas hambrientas que acudían a comerse unos granillos de ilusión.

Desde entonces, cada domingo por la tarde, se repetía la diversión; por la mañana, mientras se celebraba la misa, el violín de Sergio sabía derramar sobre todas las dolientes cabezas que poblaban la capilla, armonías infinitamente suaves que las acariciaban con dulzura maternal y las hacían pensar en un cielo lleno de ángeles y de vírgenes que cantaban ante el trono del Señor, junto al cual todos los desgraciados tenían su campito.

Al poco tiempo de haber llegado Sergio al hospicio, todos lo querían y respetaban. Lo llamaban entre ellos, "el violinista", pero cuando se dirigían a él personalmente le decían "don Sergio".

Ahora Sergio contaba con 24 años. A todos cuantos lo veían les impresionaba su figura de actitud serena, su rostro moreno y pálido enmarcado por la espesa cabellera lacia y negra.

El perfil noble que prometiera su infancia, estaba allí y en su mirada de color de agua profunda se abría la flor de la tristeza, cuyas raíces se hundían en las profundidades de su ser adolorido.

Mama Canducha ha dejado la silla de Sergio junto a la ventana del cuarto que ocupan en el hospicio. Acaba de salir el sol y él ha abierto sus sentidos de par en par y se ha puesto a disfrutar con todo su ser, de esta mañana límpida y fresca. Ayer cayó el primer aguacero del año: el ciclo y las montañas han amanecido lavados y los cafetales florecidos. Ayer ellos lucían solamente el verde esmeralda de sus hojas, pero manos invisibles tejieron, durante la noche, maravillosos encajes blancos y perfumados a lo largo de las ramas de los arbustos. ¿Por ventura las gotas del aguacero se cuajaron en la aromosa escarcha que hoy los cubre? ¿Qué misteriosa voz pasó llamando entre la oscuridad y a su conjuro asomaron las flores y se esponjaron en las ramas de los cafetos? En el seno de cada una, palpita la esperanza. Los yigüirros cantan a las lluvias que tornan. E1 bramido lejano y tibio de una vaca agita el ambiente de la mañana. En el potrero, al otro lado del río, hay un niño que grita. ¿Por qué? Quizá siente el deseo de meter entre sus pulmones este aire luminoso y cargado de aromas. Entre el follaje y la hierba hay rumor de alas y chirrido de insectos y el murmullo fresco del río Torres sube de la hondonada. Hay en todo un olor a tierra mojada, que embriaga a Sergio. Él cree oír dentro del suelo hervir las existencias que pronto asomaran a la superficie, la agitación de las simientes que van a dar a luz, y que se lamentan con pequeños gritos jubilosos. A lo lejos, la ciudad despierta: los techos de zinc brillan deslumbradores cuando la luz los hiere y las chimeneas comienzan a echar sobre el azul del cielo sus jirones de humo, y a Sergio le es esto desagradable, porque le parece que una mano torpe arroja harapos negruzcos sobre un campo inmaculado. La vida entona en torno suyo el himno vigoroso de lo eterno y, aun dentro de él, hay alguien que canta con acento en donde hay la trágica dulzura que había en el canto del zenzontle ciego del tío José. Él es como una nota encadenada, pero qué importa si es músico. ¿Qué importa el haber venido condenado a pasar sus días en esta silla de ruedas? En esta mañana no maldice su destino, ni la vida le parece, como a los filósofos pesimistas, que no vale la pena de ser vivida. "¡Vivir! ¡Vivir!" —dice maravillado. "¡Formar parte del gran concierto que se levante de la Tierra, aun cuando mi voz sea de las que echan al viento la nota quejumbrosa…!".

Sergio sentía que su ser entero se diluía entre la mañana espléndida como un grano de sal en una corriente de agua cristalina; que formaba parte del viento que mecía las hojas de los árboles y de los terroncillos de humos del suelo.

Las campanas de una iglesia de la ciudad se ponen a doblar, y sus repiques fúnebres parecen condensarse en los jirones de humo que flotan sobre el caserío.

¡La muerte! Pero cierto no la concibe horrible y lúgubre en esta radiante mañana de abril. No piensa con repulsión en la carne que se deshace entre el polvo y entre la cual surge la vida, sino que piensa en ella como en una inmensa flor purpurina que despliega bajo el sol su belleza y vuelca en el aire su corola de perfumes fuertes.

¡Morir! ¡Vivir! ¡Cuán infinitamente admirable es la dolorosa vida, con sus grandezas y sus mezquindades, con sus pájaros y sus gusanos, sus estrellas y sus microbios!

Sergio está inmóvil: escucha la música que hay dentro de él y en torno suyo, que forma melodías dulcísimas y armonías que se llevan su alma entre sus redes a regiones en las que se pierde la noción del cuerpo que sufre.

¡La Muerte! Cuando él no sea ya Sergio, la criatura que pasó ante los hombres en una silla de ruedas… ¿Porque llegará un día en que desaparecerá? ¿Cómo será no estar ya consigo mismo? Y experimenta la tristeza que despierta la separación de un amigo que conoce todos los rincones de nuestro interior. Un día, él se borrará también de la superficie del planeta, se hundirá en lo desconocido y posiblemente tal cual él ha sido, no se repetirá en lo infinito del tiempo… Otros seres humanos aparecerán con las piernas muertas, rodarán en otras sillas de ruedas, pero ninguno será él. Nunca más los hilos de la vida se tejerán para formar una figura igual a la suya.

La naturaleza aparenta monotonía, pero si se escudriña se encuentra que jamás se repite: el agua que hoy pasa ante nuestros ojos, no será la misma que ha de correr mañana en el mismo lugar: ¡cuántas materias nuevas llevará su corriente que no llevaba la de antes o viceversa! ¡Cuántas combinaciones insignificantes tendrán lugar en la esencia de los seres humanos, que los hace tan diferentes aun cuando están modelados con la misma arcilla! Llegará el instante en que esta nota que es él, vaciará su sonido en el espacio… Y el sonido no se perderá, no, pero se dividirá en gotas que se unirán a otras, las cuales llenaron cuerpos que se movieron en un medio diferente a este en donde se moviera el suyo, y que, por lo tanto, pensaron y obraron en otra forma.

Recordó cuántas veces intentara acabar con su existencia mutilada y cómo una intensa y divina curiosidad de saborear lo que aún el dolor y quizá la dicha descansarían en su ánimo, lo sostuvo.

¡Y nunca fue más honda e intensa esa misma curiosidad que en esta mañana primaveral!

Sergio escribe a Ana María

Ana María, hermana muy querida: Estoy imaginando que llego a la casita de Rosa y que te encuentro sentada en el corredor oloroso a uruca, con tu hijito en el regazo. ¡Qué grande estará ya Sergio, mi ahijadito y sobrino! Hoy cumple ocho meses. Cuéntame bastantes cosas suyas, y dale muchos besos que le mando, junto con este pequeño recuerdo; la cadena con la medallita colgada de ella, me la puso mi mamá cuando cumplí un año. Hace mucho tiempo, mucho, me la quité y la guardó Mama Canducha, porque el cuello se hizo más grande que la cadena. Lo querida que es para mí esa joya lo debes comprender, y porque es un objeto muy amado para mí, lo envío a tu hijito.

Ayer tarde te recordé mucho. Desde mi ventana podía ver las torres de San Francisco que fueron tan amigas nuestras. ¡Frente a mí, tenía la ciudad! ¡Qué tranquilas parecen las casas así vistas de lejos! Lo mismo debes pensar tú cuando las miras de allá. El humo de las chimeneas domésticas hace imaginar escenas de familias sentadas en torno de la mesa cubierta por un mantel inmaculado, con platos de los que se escapan nubes de vapor. Hay un pan muy blanco; el padre habla, la madre y los niños sonríen…

Le he dicho todo esto a Mama Canducha que ha movido la cabeza con aire de duda y me ha contestado que no es bueno fiarse de ese aspecto de mansedumbre que presentan las casas vistas de lejos; que si nos fuéramos a asomar por el techo de cada una, encontraríamos escenas muy diferentes a las que yo he imaginado.

¿Y sabes Ana María, lo que ha encontrado mi viejita en el fondo de mi baúl? Pues la pequeña cruz de hueso que me diste hace años, para que no llorara. La lente con el Niño Jesús dormido entre azucenas, se ha perdido. No me ha gustado encontrarme con el agujero vacío. Y yo me he vuelto algo filósofo, me digo que algo parecido me ha ocurrido con otras cosas que antes encerraban un gran encanto para mí y que al encontrarlas más tarde solo conservaban el agujero en donde había estado ese encanto.

¿Qué rumbo tomaría el prisma de cristal que me diste con la crucecita, aquel prisma que todo lo irisaba, hasta a la tía Concha y al tío Nacho? Ese pedazo de vidrio ha sido el más lindo cuento de hadas que me han contado en mi vida. A través de él vi brillar mis lágrimas como si fueran flores. ¿En dónde estará? Quizá en el polvo de algún camino. Quisiera que todos los niños tristes encontraran un prisma como ese, para que los pusiera a soñar en cosas bellas.

Esas cosas eran tus únicos tesoros cuando eras chiquilla y, sin embargo, me los diste, Ana María, para hacerme olvidar la pena tan grande que yo tenía.

Adiós, Ana María, hermana muy querida,

Sergio

Sergio sentía una piedad infinita por todos aquellos viejos enfermos asilados en el Hospicio de Incurables, la mayor parte de los cuales no encontraban un refugio ni dentro de ellos mismos. Todo les molestaba y refunfuñaban hasta de la luz del sol. Estos viejos eran tan desvalidos como niños de pecho, pero lo que en un niño es sonrisa en ellos no era sino una mueca desdentada. Como no los aseaban bien, olían mal y alejaban a los que trataban de acercárseles movidos por la piedad. Entre ellos mismos no existía armonía y disputaban entre sí por cualquier cosa. La vida había perdido para estos seres, todo atractivo y se inclinaban temblorosos hacia la tierra como respondiendo a un llamado.

Los encargados de cuidarlos, eran, en ese entonces, con una que otra excepción, personas malhumoradas, a quienes la necesidad de ganarse la vida en alguna forma, había llevado allí, y así trataban a los asilados, con gran dureza. Sobre estas cabezas desvalidas caía la caridad como piedras.

Por ese tiempo, la directora del establecimiento era la viuda de un magistrado, caballero que por cierto había impartido durante su vida de juez, más injusticia que justicia. Los hijos eran unos pícaros que habían dejado en la pobreza absoluta a su madre, la cual, gracias a sus buenas relaciones, había logrado que la beneficencia la protegiera sin confundirse con los infelices, nombrándola en la dirección del hospicio. Era una dama que sentía un profundo desprecio por los pobres. Se pasaba la vida ya rezando en la capilla, ya en su habitación tejiendo encajes y abrigos de lana que vendía bien. La suerte de los desdichados recogidos en el establecimiento que dirigía, no le importaba un comino, y cuando se dignaba entrar en alguno de los salones, parecía que se iba recogiendo las faldas espirituales para no contaminarse en aquel ambiente de desgracia.

En una ocasión vio Sergio acercarse a un anciano a la cocina a pedir que le permitieran encender un cigarrito en las brasas, pero la encargada de esa dependencia lo echó de allí como quien echa una gallina.

La directiva o patronato encargado de velar por la marcha del asilo estaba compuesta, por señoras y caballeros católicos que se habían metido en la filantrópica obra como quien entra a un club de deporte idealista, y porque esa actividad los haría aparecer ante sus propios ojos y ante los de sus amigos, como personas caritativas. Además creían que así comprarían la buena voluntad de Nuestro Señor y la protección de los santos. Cuando se reunían a deliberar sobre la marcha del hospicio, bostezaban de fastidio y se ponían a pensar en sus placeres, negocios y picardías. El presidente del patronato de la institución hacía que en cada sesión sirvieran té con golosinas, y el gasto corría de cuenta de los fondos del hospicio. El presidente era un señor muy rico dueño de unos diez millones de dólares, amontonados a fuerza de negocios oscuros y de explotar a sus peones. Pero él decía que su capitalito lo había amasado con el sudor de su frente y siempre contaba que había comenzado con un tramo en el mercado.

Entre los ancianos asilados, estaba un peón que sirvió muchos años como mandador en fincas del presidente del patronato del Hospicio de Incurables. En una ocasión, al desramar un árbol en un cafetal del patrón, cayó y casi se mata. El accidente lo dejó inutilizado para el resto de su vida. El filantrópico señor se quitó de encima las obligaciones que tenía con su viejo mandador, mandándolo al asilo, sin tener que hacer ningún desembolso. También la esposa del presidente aprovechó la posición de su marido, para deshacerse de una vieja criada que les sirvió por espacio de veinte años, lavando y aplanchando la ropa de la casa. Cada día, durante esos veinte años, tuvo que estar de pie lo menos diez horas. Al cabo del tiempo sus fuerzas se terminaron y las piernas se le llenaron de úlceras. Toda su vida de trabajo, no le había servido de nada. Ahora estaba enferma, vieja y pobre y su señora la mandó al establecimiento de beneficencia que mangoneaba su marido, como quien tira un desecho al basurero. De cuando en cuando la distinguida dama enviaba a su antigua criada un bollo de pan duro y unos panecillos de cacao.

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